[Inspiraciones máximas, espiraciones mínimas, 25 de abril de 2010]
En estos tiempos de vampiros literarios y cinematográficos, que alguien te pida colaborar en la presentación de un libro que incluye el propio término en el título, impone de entrada cierta cautela.
A mí me lo pidió Carlos Villarrubia, de cuyas lecturas me fío, y si a él este vampiro le pareció merecedor de confianza yo no tenía duda de que habría motivos para ello.
El ejemplar de “El vampiro de Cartagena” me llegó del propio Fernando Gómez, autor del libro y a quien no conocí personalmente hasta el día de la presentación, el veinte de abril en la biblioteca La Bóbila de l’Hospitalet.
Por motivos también literarios, y obligado por otras lecturas más urgentes, el libro de Fernando reposó entre la pila de los que se amontonan en la mesilla de noche durante unas semanas, hasta que finalmente decidí entrar en materia.
Estoy convencido de que la motivación para la realización de este libro nada tiene que ver con asuntos mediáticos ni oportunistas, ya que ni el formato ni el encuadre histórico geográfico sugieren que así sea.
Tras las primeras páginas supe que definitivamente este era un buen libro y que Carlos había acertado.
En primer lugar llama la atención su extensión, una novela de 117 páginas. Para mí, que cada vez me interesa más la fórmula narrativa del relato, una novela como esta me plantea una duda, totalmente inútil si se quiere, de si me encuentro frente a una novela corta o frente a un relato largo. Y esta observación la hago en el sentido más positivo que el lector se pueda imaginar, ya que opino que el género novelesco tira de unos recursos narrativos menos precisos que los del relato dada su limitación de espacio.
El inicio es por si mismo revelador de ello. Como en un cuento bien tramado el autor, en la fase de planteamiento de la historia, introduce ya un elemento de tensión que dará el tono de la novela: un ataúd en la aduana de la Estación Marítima de Cartagena.
El ataúd será el elemento disparador que cohesionará todos los otros de la historia, planteada con un estilo narrativo clásico y lineal en el que el oficio del buen contar está más que bien demostrado. En tiempos de experimentación literaria, contra la que nada tengo y de la que también disfruto, trabajos como este demuestran la más que posible coexistencia de formulas literarias bien diferentes.
El vampiro en su ataúd es el eje vertebrador y la excusa para crear un relato de personajes singulares: un aduanero cuyo destino parece estar unido al de un féretro endemoniado y un cura esperpéntico empeñado en una cruzada personal contra el maligno.
Con estos elementos construye Fernando Gómez una historia bien tramada, exenta de adornos innecesarios y que conduce al lector a través de una España castiza de inicios del siglo pasado.
Decía Piglia que bajo todo buen relato subyace una segunda parte no contada. Ese sería el caso de esta historia, una narración que se construiría alrededor de ese ataúd misterioso y de un vampiro del que solo tenemos sospechas.
También en este sentido Fernando Gómez deja en manos del lector la confección de ese otro relato oculto, del que apenas alumbra esa punta del iceberg, necesaria y suficiente, a la que se refiere Hemingway cuando da las pautas sobre cómo escribir un cuento.
Me queda ahora por concretar el género que, como la duda anterior de si estamos ante un relato largo o una novela corta, es también baladí. Y como tantas otras veces, ahí me encallo. ¿Novela negra? Ciertamente, el autor parte de un trasfondo luctuoso para revelarnos la realidad de un periodo de nuestra historia. ¿Género fantástico? El autor cuestiona lo cotidiano y pone en tela de juicio la lógica diaria sin dar elementos explicativos.
Así pues lo dejamos, si el autor me lo permite y los defensores de las catalogaciones me lo aceptan, en género “negrofástico”, una hibridación entre lo negro y lo fantástico.
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