1 de desembre del 2013

The Shield: un tipo de policía diferente

[Jot Down, noviembre 2013]

Alberto N. García


No hay ficción televisiva que se abra y se cierre mejor que The Shield. El primer asalto es salvaje: una crochet de realismo sucio y adrenalina en la jungla de asfalto, una hora que castiga el hígado hasta noquearte. «Lo del poli bueno y el poli malo se acabó por hoy. Yo soy un tipo de policía diferente», clama Vic Mackey antes de partirle los dientes a un pederasta en la sala de interrogación. ¡Donggg!

Como el protagonista, The Shield (FX, 2002-08) también es un relato diferente, arriesgado, que aspira a contar «esas historias que podías ver en The Shield y no encontrar en ninguna otra serie», como confesaba su creador, Shawn Ryan. Unas veces empleando la sutileza del planchazo en la cara y otras optando por la suavidad del tiro en la cabeza. Enérgica, brutal y ambigua hasta lo insoportable, la trama agarra al espectador por las pelotas y no lo suelta hasta su imborrable adiós, el más deslumbrante que ha ofrecido la serialidad contemporánea. Siempre fue un chute adictivo y cañero, pero su séptima y última temporada —capaz de competir en agonía e intensidad con la quinta de Breaking Bad— la aupó al Olimpo, multiplicando el sentido narrativo y la implicación emocional del viaje que el espectador había recorrido con los personajes.

Un órdago que lo cambió todo

Sin embargo, a pesar de su grandeza, The Shield no goza por estos lares del predicamento que se merece. Su mayor pecado, al menos en España, es no haber venido con el sello de la HBO. La falta de denominación de origen ha provocado que el establishment cultural nunca haya terminado de hincarle el diente; siempre ha quedado a la sombra de Los Soprano o The Wire y aún hoy pululan seriéfilos de relumbrón que nunca la han catado. Jot Down, hasta ahora, tampoco. Para quien esto escribe, The Shield está a la altura de las más grandes, en el top 5. Sin asomo de duda.

Para empezar, su relevancia industrial es clave para entender el boom televisivo. The Shield fue un envite a grande del canal FX, un intento por emular precisamente la estrategia de la HBO para incrementar imagen de marca a través de las ficciones propias. La primera temporada de las aventuras de Vic Mackey supuso un éxito de crítica y público, acaparando Globos de Oro (mejor serie y actor principal). Y, sobre todo, demostrando que la ficción propia de los canales de cable básico también resultaba viable. El éxito de The Shield hizo que FX, desde unos presupuestos mucho más modestos que los de los canales premium, avivara el paisaje: encadenó éxitos con Nip/Tuck y Rescue Me y en los últimos años ha sido responsable de los shakesperianos acelerones de Sons of Anarchy, del centrifugado del yo en Louie, del rumbero desparrame de Archer o de las imprescindibles Justified o The Americans. Aún más: sería difícil imaginar el despegue de la ficción propia en canales como la AMC o USA Network sin el órdago que ganó la FX con The Shield (esa ambición del todo-o-nada explica, por cierto, el descenso a tumba abierta del debut; Shawn Ryan admite que habría necesitado cuatro o cinco capítulos para batir el conflicto principal a punto de nieve, pero entonces, sin esa cuchillada inesperada, el piloto nunca habría sido elegido… y Farmington no existiría).


Un policíaco vérité con alma de jazz

La primera metralla de The Shield es estética y provino de convertir la necesidad en virtud. La puesta en escena —desarreglada, incómoda, eléctrica— arroja al espectador en medio de la acción, transmitiéndole la tensión física de que en cualquier momento pueden volar las balas y las bofetadas. La escasez del presupuesto obligaba a grabar a la carrera, aprovechando los escenarios urbanos y apostando por una cámara al hombro que permitiera sortear grandes planificaciones. Un rodaje con tácticas de guerrilla y unos operadores de cámara con alma de Charlie Parker, abiertos a la improvisación jazzística durante cada toma. Esto fue aprovechado por Clark Johnson —el director de las premieres y las season finales de The Shield y The Wire— para imprimir un ritmo vertiginoso, atropellado, saturado de zooms, desenfoques y reenfoques violentos; un estilo tan caótico y desapacible como la agresiva urbe que se retrata. Con su traqueteo de reporterismo bélico, el aroma de documental vérité multiplicaba el realismo de la historia, alejándolo de la zona de confort de tantos procedimentales. Fondo y forma encajaban como un guante.

Con esta propuesta tan especiada y rompedora, The Shield rápidamente cosió su nombre al linaje del mejor policíaco contemporáneo: es fácil rellenar la línea de puntos que arranca de Hill Street Blues en los ochenta, pasa por Homicide y NYPD Blue en los noventa y desemboca torrencialmente en The Shield y The Wire, que se estrenó unos meses después (su canto de cisne sería la sobresaliente Southland). Dramas policiales que trataban de innovar estética, narrativa y éticamente, productos que ansiaban acercar el hedor de la calle al salón de casa y proponer caracteres complejos y contradictorios, héroes-hijos-de-puta que obligaran al espectador a recapacitar en gris moral.

Inspirada en el «escándalo Rampart» —un sarampión de corrupción y abuso policial que sacudió al poder angelino a finales de los noventa— The Shield refuerza ese tono áspero y nada complaciente desde su premisa y su explosivo piloto. Polis manchados, personajes que siempre persiguen una agenda oculta, un hervidero racial y la puerta de atrás de una de las ciudades más opulentas del mundo, lejos del glamour esterilizado de Venice Beach y Rodeo Drive. Con empuje realista, sacando partido de ese sol abrasador de Los Angeles, los protagonistas patrullan una ciudad herida por el miedo e inundada de lunáticos, one-niners y lumis con dentadura oxy.

The Shield fotografía una metrópolis desquiciada, donde el contrato social ha saltado por los aires y cualquier ciudadano esconde un sádico en potencia. La barbarie de algunas escenas —una cara quemada contra un fuego de cocina, un castigo-tatuaje a una soplona de doce años, la insana estrangulación de un lindo gatito o una violación oral con momento Kodak— apuntala esa viga. De hecho, todo el lexicón criminal hormiguea por sus ochenta y ocho capítulos: traficantes, pederastas, asesinos, violadores, proxenetas, ladrones, serial-killers, timadores, torturadores, parricidas, racistas, tarados, aprovechateguis, drogatas, navajeros, pandilleros, gángsters de cuello blanco… En este entorno, ni la ley ni la moral pública son efectivas ni suficientes para combatir el crimen. Al contrario: se hace necesaria una suerte de justicia natural —las soluciones poco convencionales de Vic Mackey— «como precondición esencial para la existencia de un orden social» (Chopra-Gant), es decir, para el mantenimiento de la seguridad en las calles. «Mis calles, mis reglas», grita en «Slipknot» (3.9.).

«Hay una salida, siempre la hay»

La trama se ubica en Farmington, una deprimente comisaria de Los Ángeles —una vieja iglesia reconvertida— donde opera el Equipo de Asalto. El líder del Strike Team ha de contrarrestar las bandas callejeras de Los Angeles y neutralizar todo tipo de delincuentes al mismo tiempo que se enfrenta a sus superiores, que investigan sus métodos poco ortodoxos y tratan de aclarar los rumores de que viola la ley en su propio beneficio. «Hay una salida, siempre la hay», apura Mackey en «Chasing Ghosts» (6.6.); la frase condensa el funambulismo narrativo y moral que presenta The Shield, siempre haciendo equilibrio sobre el alambre.

Mas la distinción del drama criminal al uso no se produce solo por la dureza de la acción y la brutalidad de su protagonista, sino también por su elasticidad narrativa. Los policías del distrito de Farmington se enfrentan a casos que duran un capítulo —asignados habitualmente a Danny y Julien o a la pareja de investigadores formada por Dutch Wagenbach y Claudette Wyms—, a subtramas que recorren tres o cuatro episodios, a villanos de temporada (Armadillo, Margos, Mitchell, Rezian, Pezuela, Beltran) y polis de temporada (Decoy Squad, Rawlings, Kavanaugh) y a un conflicto —la lucha interna del y contra el Strike Team— que se arrastra y envenena durante siete temporadas, desde el «acto imperdonable». La acumulación narrativa resulta tan, tan congestionada que la única metáfora válida para describirla es la de los coches de choque. Este cuádruple nivel narrativo acaba engendrando una refinada arquitectura que proporciona una de las más depuradas muestras de la combinación de autoconclusividad y trama de fondo que autores como Kozloff, Nelson o Mittel han estudiado. En la actualidad, solo The Good Wife o Justified pueden combinar las tramas verticales y las horizontales con tanta soltura.

Uno de los elementos que mejor demuestra cómo en The Shield la producción estaba siempre al servicio de la historia radica en los actores. Más allá de los legionarios que van cayendo en la línea de fuego, el caso más revelador es el de David Rees Snell: era un amiguete de Shawn Ryan que metieron como extra en el piloto, en un personaje sin diálogo. Sin embargo, a lo largo del periplo su Ronnie Gardocki fue creciendo impulsado por los giros de guión y acabó convertido en peón esencial durante la última temporada. Algo similar puede decirse del cachondo detective Billings (David Marciano) —un alivio cómico que juega un papel relevante en el desenlace— o la sorprendente Mara (Michelle Hicks), que pasa de florero a gatillo.


Poder, mujeres fuertes y Cinco de Mayo

Dado el tono y el tema, lo fácil sería acusar a The Shield de machista y hormonada. Sí, pero no solo; eso sería fijarse en el dedo, no en la Luna. Porque exhibe un elenco femenino de lo más sabroso y complejo, mucho más atrevido que otros shows que aspiran a cumplir cuota y corrección política. La serie jamás normaliza ni blanquea las cuestiones de sexo y raza por dos razones: para mantener el retrato realista (aún hoy abundan problemas raciales y sexuales en el mundo real) y, sobre todo, para expandir las posibilidades dramáticas. En las luchas de poder, manipulación y crimen que retrata The Shield, importa la pigmentación de tu piel y qué tienes entre las piernas. No es casualidad, claro, que el Strike Team lo integren hombres blancos y que el mayor intento por colorearlo acabe en resaca. Mackey ya marcaba paquete con el hispano Aceveda nada más saltar a la cancha:
Vic Mackey: Tendrás mi informe en un par de días. Quizá en una semana. Si no te gusta este calendario, háblalo con Gilroy.
David Aceveda: No tengo por qué. En este edificio, yo estoy al mando.
Vic Mackey: Bueno, puede que sea así en tu propia mente, amigo. Pero en el mundo real, no respondo ante ti. Ni hoy, ni mañana, ni siquiera en el Cinco de Mayo. («Pilot», 1.1.).
Franqueza similar se da con los personajes femeninos, fuertes y poliédricos; nada de corderitos de Norit. Está Danny Sofer, una eficaz policía que lucha por conciliar su vida laboral y emocional en un entorno que sabe masculino y hostil. O Tina Hanlon, una bella latina que suple su falta de profesionalidad con el chantaje cosmético. En la cuarta temporada aparece una sensacional Glenn Close para encarnar a la aguerrida capitana Monica Rawlings y en la sexta emerge, casi con retrovisor, el cerebro criminal de Franka Potente. Así mismo, la insoportable escalada emocional de la última temporada no se entendería sin la aportación —tan opuesta, tan humana, tan agónica— de las esposas de Mackey y Vendrell.

Y, sin embargo, aún queda la mejor y más compleja de todas: Claudette Wyms (una excepcional CCH Pounder). Negra, cincuentona, honrada, escrupulosa, triste y una profesional de los pies a la cabeza, Wyms se nos retrata como la verdadera brújula ética de Farmington, sin que ello implique beatificarla. Al contrario, sabemos que su vida personal es un desastre y que su constante pingpong dialéctico y profesional con Wagenbach —tan divertido y entrañable— es también una fórmula para evitar el tedio de su existencia. Ninguna de ellas escapa de la ambigüedad que atraviesa todo el relato.

«¡Es Al Capone con placa!» o el dilema entre derechos y seguridad

Como escribía John Sumser en su análisis del género, el policíaco contemporáneo supone la actualización de la narrativa de la frontera, una suerte de evolución del sustrato ideológico del western: quién aplica el monopolio legítimo de la fuerza, cómo se defiende una comunidad política de las amenazas contra su orden o, ay, cómo lidiar cuando el vigilante corrompe su mandato. Todas esas cuestiones asoman, sin necesidad de subrayado gafapasta, en The Shield, hidratadas con derivadas de alcance social y político: los problemas del multiculturalismo y la integración, las tensiones entre ley natural y autoridad legítima, las redefiniciones posmodernas del heroísmo y la culpa… Y lo hace sin la autoconsciencia sociológica de obras más «serias» como The Wire o Mad Men. No. The Shield es, primero, un relato entretenidísimo, que genera una dependencia yonqui. Se afana en coger por sorpresa al espectador en todas sus curvas, en segregarle testosterona y persecuciones en cada capítulo, en machacarle con una extenuante partida de esgrima verbal y frontón psicológico donde un serial-killer pone en evidencia la triste vida de perdedor del poli (¡ay, DutchBoy!) o en levantarle del sillón con una réplica de tipo duro, un vacile de doscientos voltios en territorio Byz Lats o un macabro escenario del crimen —lo más gore y perversamente divertido siempre nacía de la pluma de Kurt Sutter, el showrunner de Sons of Anarchy.

Vic Mackey, el calvo de acero, comparte once titular —en la posición de un Beckenbauer, dominando todo el campo desde atrás— con los «adorables antihéroes» que han poblado la serialidad contemporánea: Tony Soprano, Walter White, Jackie Peyton, Tommy Gavin, Dexter Morgan o Nucky Thompson. En una zona de Estados Unidos que compite en peligrosidad con Irak, Mackey parece un mal menor, como le explica Wyms al capitán Aceveda, la «cuota étnica» con aspiraciones de político reformista:
David Aceveda: ¿No te molesta? ¿Las cosas que hace?
Claudette Wyms: No juzgo a otros polis.
David Aceveda: Mackey no es un poli. ¡Es Al Capone con placa!
Claudette Wyms: Al Capone ganó dinero dándole a la gente lo que quería. Lo que la gente quiere estos días es llegar a sus coches sin que les asalten. Regresar del trabajo y ver que su estéreo sigue donde estaba. Oír sobre algún asesinato en el barrio y que al día siguiente la policía capturó al tipo. Si tener todas esas cosas implica que un poli dio una paliza a algún hispano o algún negro en el gueto… bueno, por lo que respecta a la mayoría de la gente, es un «mejor no preguntar para no saber» («Pilot», 1.1.).

[ESPOILERS A PARTIR DE AQUÍ]

Sobre esta dicotomía entre derechos y seguridad se levanta el quiasmo moral que espolea toda la serie. La efectividad del Strike Team incita al espectador a meditar sobre cómo el ciudadano medio, más aún tras la hecatombe del 11-S, necesita que haya Mackeys por ahí fuera imponiendo sus normas en la selva urbana, desatascando las alcantarillas para que la gente pueda dormir tranquila, consciente de que quien llama a la puerta a las seis de la mañana sea el lechero. Este dilema se hace carne en el espectacular montaje alterno que clausura el primer capítulo a ritmo del Bawitdaba de Kid Rock. Por un lado, el Strike Team sale enfervorizado a la caza y captura de un traficante de droga. Sus imágenes en la camioneta o mientras llegan a la peligrosa mansión de Two-Time se combinan con escenas del resto de protagonistas en su esfera doméstica: Claudette es recibida por su perro, Dutch con guantes y lejía limpia su escritorio, Aceveda le da el biberón a su retoño y Danny se repiensa su cita a ciegas, metiendo una pistola en el bolso antes de cruzar el umbral de la puerta. Ay: para la tranquilidad y seguridad del hogar es necesario que alguien haga el trabajo sucio, parece sugerir. ¿Cueste lo que cueste?

Glenn Close y Forest Whitaker parten la serie en dos

El pecado original del piloto —¡oh, Terry!— provoca una huida hacia adelante donde los protagonistas van cavando la tierra bajo sus pies, encontrando siempre una letanía de coartadas para autojustificarse: «Ey, recordemos de dónde procede este dinero armenio: prostitución, drogas, robos… y el resto de este cash solo va a financiar más de lo mismo. No se lo han ganado; no me siento mal cogiéndolo» (Mackey en «Dominoes Falling», 2.13.). The Shield —al igual que Breaking Bad— exhibe una aventura tremendamente moral porque, precisamente, lidia con las consecuencias de los actos y fuerza al espectador a mirarse en un espejo incómodo. El mal causado infecta todo, como un cáncer sin curación. Es como si el narrador implícito se afanara en repetirnos que las cosas pudieron ser de otra manera, pero los hombres deciden y tienen que asumir la factura de esas decisiones. El tren del dinero, el catacrac de Lem o las piruetas para mantener el poder entre bandas son solo algunos de los atajos para lograr escapar de la tormenta de mierda y sangre que provocó aquella «marca de Caín».

Precisamente el vendaval arrecia en la quinta temporada, la que parte la serie como un melón. La determinación de encarar el conflicto fundacional del relato fue acertadísima. La cuarta temporada, la protagonizada por una feroz Glenn Close, es estupenda, pero resulta la menos brillante del periplo. Por dos razones: en primer lugar, la desintegración del Strike Team, el desplazamiento de Aceveda y, sobre todo, el viento a favor de Rawling hacen que escasee esa amenaza interna que tanto tensa la cuerda para Mackey y los suyos. Falta vapor y malabares. En segundo lugar, The Shield comenzó a acusar cierto cansancio narrativo, sensación de moverse en círculos: era el momento de coger el toro por los cuernos e hincarle el diente a la trama de fondo, encarando las consecuencias del asesinato de Terry Crowley, ese sangriento pasado que, en la tradición del mejor noir, perseguirá a los personajes hasta el cementerio.

Jon Kavanaugh es el catalizador.

Su desestabilizadora presencia —un Forest Whitaker de párpado flojo, tan histriónico como canino— provoca una espiral desquiciada, trágica, donde cada capítulo empuja al espectador al límite y el relato parece a punto de descarrilar con cada nuevo giro. El final de la quinta temporada —con la voladura del pobre Lem— figura entre las season finales más devastadoras, junto al de la segunda temporada de Lost o Boardwalk Empire, la tercera temporada de Battlestar Galactica o las cuartas de Dexter y Breaking Bad. «Somos una familia. Sobrevivimos a esto juntos o nos hundimos juntos», advertía Mackey en «Tapa Boca» (5.4.). Pero, oh, no es lo mismo la estirpe profesional que la de sangre. La familia, siempre la familia —lo detallaremos más adelante— como excusa para perpetrar los actos más viles y seguir convencido de ser una buena persona. «La familia lo primero, ¿verdad», le espeta un atormentado Shane a Lemansky, antes de hacerle picadillo y gritarle aquel desgarrador «¡¡lo siento!!» («Postpartum», 5.11.).

«Vas a pagar por esto»

«Averiguaremos quién hizo esto… y lo mataremos», brama Vic minutos después de enterarse del asesinato de Lem. Las consecuencias de aquella trágica convulsión se dilataron hasta el cierre, pero tuvieron parada y fonda en «Chasing Ghosts» (6.6.), uno de los capítulos más memorables de la serie, dirigido por Frank Darabont. En los últimos minutos se produjo, por fin, el esperado enfrentamiento bíblico entre Shane Vendrell y Vic Mackey. Pura nitroglicerina dialéctica. La caja de Pandora. Toda la porquería del Strike Team saliendo a la superficie. Y flotando. «Crees que estás mirando por una ventana —se defiende Shane—, pero en realidad estás mirando un espejo». La maquiavélica lógica para matar a Lem no era diferente a la de liquidar a Terry Crowley; basta con definir el «nosotros». En ese plural descansa la última frontera.

Desde ese cardíaco momento, la narración se convierte en una caza obsesiva, salvaje, una ruleta rusa donde no hay más opción que matar o ser matado. Los escritores mantienen la tragedia griega dentro de los lindes de la verosimilitud. Mentira sobre mentira. Sin dar un solo paso en falso. Sin atajos. Sin ahorrar una gota de sangre. La cuestión central de The Shield —«¿a qué parte de nuestra libertad estamos dispuestos a renunciar para tener mayor seguridad?»— se reformula: «¿Cuál es el precio que paga la gente por haber torcido las reglas?». Ya le había advertido Mackey explícitamente a Shane: «No puedes hacer algo como esto sin un precio. Vas a pagar por esto». Pero Vic no es mejor que el asesino de Lem. Su propia esposa, Corinne, también se lo recuerda: «Te ayudaré una última vez y, después, los niños y yo estaremos fuera de tu vida. Ese es mi precio. ¡¡Y tú tienes pagar algún tipo de precio!!» («Parricide», 7.8.). Los actos tienen consecuencias; en los últimos capítulos solo falta por saber a cuánto asciende la cuenta… y quién se hace cargo de ella.


El soberbio final anti-Soprano

Ryan cuenta en los extras del DVD cómo en la séptima temporada ya no tenían que reservarse nada. Querían reventar el casino. Premiar a los espectadores que estuvieron desde el minuto uno (por eso desfilan tantos personajes ocasionales por la última tanda de capítulos). Buscaban un desenlace circular, rotundo, anti-Soprano; un final que, además de ofrecer conclusión narrativa, dejara a la peña desolada emocionalmente… y no cabreada con su proveedor de cable por haber cagado la señal mientras Tony, Carmela y cía cenaban aros de cebolla.

Mackey sigue ejerciendo de equilibrista, de «yo contra el mundo»: enfrente tiene la ley, el pasado, Shane, Corrine y los niños, Claudette y Dutch, Aceveda a ratos… y a los villanos habituales que pueblan el universo de The Shield. Lo extraordinario es que Mackey siga en pie y, sobre todo, que acaricie el éxito una vez más, saliendo indemne de su última maquinación. Aquí es donde el diseño de tramas de The Shield toca techo: la peripecia narrativa, enrevesada, logra que Aceveda se convierta en un salvavidas, a cambio de Beltrán, y que el pacto con la agente Olivia Murray resulte creíble y demoledor.

En una serie tan frenética, los silencios se convierten en seña de identidad en el último tramo de la temporada. Esos primeros planos saturados y parsimoniosos del rostro hercúleo de Mackey durante la confesión ponen los pelos de punta. Su remordimiento inicial, con la voz entrecortada, deja paso a ciertas sonrisas cuando se relaja el fardo y recuerda tal o cual felonía. «¿Cuánta memoria tiene ese chisme?». Ja. Los contraplanos atónitos —horrorizados— de la agente Murray cuando se da cuenta del monstruo con el que acaba de pactar completan el drama y los gritos de Claudette —esos ojos desesperados— al conocer el acuerdo de inmunidad otorgan un aire trágico, punzante, de impotencia ante la injusticia.
Olivia Murray: ¿Tienes idea de lo que me acabas de hacer?
Vic Mackey: He hecho cosas peores («Possible Kill Screen», 7.12.).
Empatía, heroísmo y renglones torcidos

A lo largo de toda la séptima temporada, el espectador se va quedando sin aire y, cuando llega al adiós piensa que las cartas están echadas. ¡Han sucedido tantas cosas hasta ese capítulo! Pero lo grandioso de «Family Meeting» (7.13.) es saber abrochar de forma contundente sin trillarle todo el camino al espectador. Una historia que acaba, sin cabos sueltos. Y que, sin embargo, sabe jugar con la sorpresa: nadie puede esperarse el torrente de emociones y requiebros que sacuden los últimos noventa minutos.

Una de los mayores hallazgos de la serie, como hemos indicado, siempre anduvo en el terreno moral. El protagonista gana aristas puesto que, gracias a la narrativa expandida que permite la serialidad, con frecuencia se nos muestra en su vertiente personal y doméstica. Vic Mackey es un buen padre en el día a día y está dispuesto a todo para proteger a su mujer y a sus hijos, dos de ellos autistas. A efectos dramáticos, los lazos de sangre desestabilizan el marco moral de los antihéroes, tanto interna como externamente. Por un lado, la apelación a la familia les sirve de coartada para justificar la necesidad de muchas de sus reprobables acciones. Pero, por otro, es un hecho que el entorno familiar saca lo mejor de Mackey, su faceta más paternal y desinteresada. Con Cassidy nunca hay segundas intenciones. Por si la familia directa fuera poco, a lo largo de todo el relato Vic también se legitima ante el espectador por su fiereza para defender a los niños de crímenes horripilantes y castigar a sus agresores. Tiene un treinta por ciento de villano… ¡pero también un setenta por ciento de héroe!

Por eso no es casualidad —en un ejercicio de equilibrio dramático bien planeado por los guionistas— que en cada temporada el Strike Team, a pesar de sus métodos violentos y tantas veces ilegales, tenga que enfrentarse a villanos mucho más salvajes y despiadados. Por comparación, siempre salen ganando. Así, en la «estructura ética» del mundo ficcional que representa The Shield, Vic Mackey está lejos de ser el peor personaje. Al contrario. Como recuerda Poniewozik en la revista Time, «Mackey, claramente, es un mal policía (…). Eso no sería interesante durante mucho tiempo si no fuera por el hecho de que Mackey es, también, un muy buen policía (…). Es un monstruo que derriba a otros monstruos, en nuestro nombre». De ahí el título: el Strike Team es el «escudo» del ciudadano, no solo físico, sino también moral.


La huida imposible de Shane Vendrell

Algo similar ocurre con Shane, durante años el tipo más despreciable y por el que, al final, cuesta no derramar lágrimas. Lo de convertirle en una víctima es una de las mayores genialidades dramáticas que ha producido la teleficción contemporánea. Para eso hace falta, primero, una escritura planificada y una poética decidida. Mojar la pluma en vida para dibujar personajes de carne y hueso que permitan construir esa atmósfera donde el monstruo —ese humano— esté tan cerca, acechando. El resto del trabajo de victimización correspondía a un impresionante Walton Goggins, un actor de método, una mirada carismática y atormentada (la propia esposa del actor se suicidó en 2004, saltando al vació desde un edificio de Los Ángeles). Shane Vendrell es un redneck que ha mentido y robado, un poli que ha meado sobre un sospechoso y ha provocado la cruel muerte de una niña, un viscoso padre que se ha zumbado a una zagala mientras su esposa estaba enferma, un compañero que casi mata a otro en el salón de casa (Tavon) y un amigo que ha liquidado a uno de sus mejores amigos…

Aun con semejante historial consigue quebrarnos el corazón y que apostemos por él en los últimos capítulos. La empatía del espectador hacia su trance resulta indudable, extrañamente conmovedora. Shane, al final de su odisea, es un padre que vaga por la desesperación, un marido fiel que ayuda a su esposa embarazada, dolorida, a orinar, un tipo carcomido por la culpa de arrastrar a Jackson hacia el abismo y «regalarle» a Frances Abigail un nacimiento en prisión. La huida imposible de Shane lo convierte en un mártir a ojos del espectador. Mackey es como él y, sin embargo, es a Shane a quien le salió cruz. Ya se lo había advertido Diro Keshakian, en una sentencia —en el doble sentido de la palabra— premonitoria: «No podemos dejar a la gente que queremos fuera de las decisiones que tomamos» («Recoil», 6.9.). Durante la serie, en muchas ocasiones resulta dudoso que los personajes actúen por el bien de su familia; lo indudable es que los platos rotos sí los pagan todos, arrastrados por el fatum… y la justicia poética.
Vic Mackey: El problema contigo es que siempre tratas de ser tan listo como yo. Ahora yo estoy limpio y tú estás en el patético agujero llamado Antwon Mitchell-ópolis.
Shane Vendrell: ¿Sabes? Siempre pensaste que eras dos veces más hombre de familia que yo. ¿Verdad? El gran padre, un amante, marido incomprendido, ¿verdad? Si tu familia te ama tanto, Vic, ¿por qué se vuelven contra ti, eh? Corrine está trabajando con la policía, amigo. (…) ¡La madre de tus hijos te está manipulando! Ella prefiere verte ir a la cárcel a que abraces a uno de sus hijos de nuevo. Lo que nos pase a mí y a Mara… al menos vamos a estar juntos para todo. ¿Qué tienes tú, Vic, eh? Dime qué tienes.
Vic Mackey: Cuando tú y la reina perra estéis cumpliendo la cadena perpetua además, veré a Jackson y al otro chico una vez al año en sus cumpleaños. Les contaré algunas viejas historias acerca de papá y mamá, los despeinaré, les llevaré a tomar un helado.
Shane Vendrell: ¡Ni siquiera te atrevas ver a mis hijos! ¡Nunca! ¿Entiendes eso?
Vic Mackey: Sí, bueno, te enviaré una postal desde el Space Mountain («Family Meeting», 7.13.)
Su némesis echa limón en la herida y, como un perro cada vez más acorralado, el vaquero llega a un punto de no retorno. El espectador está allí, esperándole en su vano intento por encontrar una salida. Por eso es tan desgarrador su suicidio colectivo, una escena que arranca sollozos hasta del más machote. El bello plano de Mara y el niño, las flores, el camión de juguete… ¡Claro que quedaban sorpresas para el último capítulo!

Culpa y justicia poética

«Los culpables somos Vic y yo —escribía Vendrell antes de volarse la tapa de los sesos—. No creo que uno sea peor que el otro, pero cada uno convirtió al otro en algo peor que nuestro yo individual». ¿Alguien gana en The Shield? Sí: al final hay cierta justicia poética. No falla el sistema, sino los hombres. «En un panorama radicalmente contrario a la posición de The Wire sobre la corrupción urbana —escribe Bellafante en el NYTimes—, The Shield creía que las instituciones eran rescatables cuando gente decente se desempeñaba de forma competente».

La ley y el bien se imponen; el mal paga. Dutch, ese pardillo genial, es el gran vencedor. El detective Wagenbach ha sido un constante quiero y no puedo: un desastre con las mujeres, un legalista en territorio comanche y un tipo extremadamente inteligente, aunque sus compañeros le tomen a guasa. No es casualidad que sea él, junto a su leal compañera, el encargado de cobrar la deuda por los pecados del «Equipo de asalto». Wagenbaches la esperanza, la confianza en la restitución del orden y la legalidad en el viciado universo de The Shield. Al final, demuestra que se pueden resolver los casos con honradez y, además, de propina, atisba un futuro amoroso (reforzado por un guiño extratextual: su mujer en la vida real es la actriz que interpreta a la abogada).

Danny y Julien, a su manera, también tienen cierres positivos. En el caso de Julien con el añadido, tan inusitado, de mostrar a un homosexual que, en lugar de salir del armario, se mantiene dentro, conformándose con melancólicas miradas de deseo reprimido. ¡Hasta en eso evitan los creadores la placidez del tópico propio de otras series!

El resto llevan la tragedia inscrita en el nombre. Lem explotó, Shane se lleva a los suyos por delante, Ronnie es carne de traición y trullo y Aceveda se infecta de la corrupción que pretendía atajar en el capítulo uno. Sin embargo, es Claudette el personaje que se antoja más trágico: no solo ha mantenido la ortodoxia a la hora de derrotar el crimen, sino que ve con impotencia cómo Mackey se le escapa en el último suspiro y el lupus la devora salvajemente. Por eso ella, bastión de integridad en el relato, es la única que puede escupirle a Mackey la última venganza. La de la culpa. Las fotos de Shane, el vientre de Mara y el pequeño Jackson:
Todas esas redadas. Todas esas confesiones que conseguiste en esta sala, ilegales o de otra manera. Todas las drogas que sacaste de las calles esta noche para el ICE [Inmigration and Customs Enforcement]. ¡Debes de estar muy orgulloso de ti mismo! ¡Esto es lo que queda del héroe al salir por la puerta!» («Family Meeting», 7.13).
La dureza para mantener los planos de Mackey resulta asfixiante. El silencio duele. Mackey ha ganado su última batalla… para perder toda la guerra que justificaba sus acciones: la familia y la placa. Una vez más, remarcando la derrota con los silencios y unos planos gélidos, cerradísimos, a contracorriente de la electricidad de toda la historia. En ese cubículo frío, mecánico y monótono, con ese traje barato que le hace parecer un fantoche. ¡El omnipotente y brioso Vic Mackey condenado a una muerte en vida!

El director Clark Johnson regresó para cerrar el círculo. Nadie escapa a su destino. Las piezas encajan. La muerte reclama su factura. Y el espectador, tras el puñetazo en el estómago, se queda con la sensación de que le han contado todo sin necesidad de dárselo masticado.

¡¡Demonios, así es como se acaba una serie!!


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