Cabe pensar que Veronica Lake —sin las efusiones que evoca el capitán, o acaso sí, pues la imaginación provee de dulces ensueños con largueza— también fue la última imagen de la vida que se llevaron muchos de los caídos en la Segunda Guerra Mundial. Al menos esta actriz encantadora, a la que acababan odiando cuantos conocían personalmente, fue una de las pin-ups favoritas de las tropas estadounidenses en aquel conflicto. Sus fotografías iluminaban las taquillas de los soldados que no tenían novia; sus dibujos decoraban la proa de los bombarderos. Las sospechosas llenas de embrujo, a las que daba vida en las películas que protagonizaba junto a Alan Ladd en aquellos años, nunca fueron óbice para que participase en las giras de venta de bonos de guerra cuando fue reclamada para ello. Más aún, cuando se lo pidió el Pentágono, incluso contribuyó al esfuerzo bélico de su país cambiándose el peinado. En efecto, se recogió ese mechón de pelo con el que se tapaba el ojo derecho, su principal seña de identidad, su principal atractivo. El peek-a-boo, que llamó ella misma a aquel tocado, surgió por casualidad, al despeinarse mientras interpretaba a una “borracha simpática”. Se popularizó tan rápidamente que, unas semanas después, todas las chicas lo lucían. Sin embargo, para las que trabajaban en las fábricas de material bélico era una lata: les impedía rendir todo lo que se esperaba de ellas, puesto que no las dejaba ver bien.
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