Osvaldo Aguirre
En “Repensar hoy el policial en la Argentina”, un ensayo publicado en el volumen colectivo Crimen y pesquisa (2016), Jorge Lafforgue recapitula lecturas críticas y propone una nueva hipótesis: la distinción entre novela negra y relato de enigma impidió considerar textos que participaron del género sin adscribirse a esas categorías. Desde Diez cuentos policiales argentinos (1953), compilación pionera de Rodolfo Walsh, hasta Cuentos policiales argentinos (1997), del propio Lafforgue, las antologías ocuparon un lugar central en el trazado de aquellas líneas y en la reflexión sobre los problemas que planteaban. Un conjunto heterogéneo de autores permanece en los márgenes del consenso editorial, no por algún tipo de oscura injusticia sino por su desajuste respecto de las convenciones.
La reedición de Los tigres de la memoria, de Juan Carlos Martelli, instala un texto ejemplar en ese marco. Las razones por las cuales pudo ganar el Premio Sudamericana-La Opinión, en 1973, no resultan misteriosas; en todo caso habría que preguntarse por qué fue olvidada. La novela trama un notable registro de la violencia política de la época en torno a un personaje que carga con “demasiados amigos presos, demasiados amigos torturados, demasiados amigos muertos” y procura desligarse de una vida en ambientes del delito. Lo que en cualquier ficción sería objeto de simple comentario, en la de Martelli constituye la matriz desde la que se habla. No ya los estereotipos del género sino la misma linealidad estalla en un relato interferido por fuerzas incontrolables: “Ustedes despertaron mi memoria, la rodearon de selva, permitieron que cada palabra abriera un abanico de garras”, dice el narrador. Como anota Martín Kohan en el prólogo, el despojamiento y el tono directo del modelo chandleriano se cruzan con una opción por lo elusivo y lo implícito que proviene de Juan Carlos Onetti y fraguan en una poética única.
Los galardones fueron también una consagración relativa para Juan Damonte, “un hombre singular y absolutamente desconocido”, como lo definió Paco Taibo II. En 1996 recibió el premio Dashiell Hammett por su novela Chau, papá, publicada en México. Si bien fue traducida al francés y al italiano, recién circuló en Argentina en 2013, como parte de la colección Código negro, y pasó desapercibida. Historia ambientada en la dictadura militar, donde confluyen las drogas, la represión ilegal, la guerrilla y la peripecia de un personaje, Carlos Tomassini, que corre vertiginosamente hacia su destrucción, la novela tiene su registro en lo que llama el chamuyo, un juego que consiste en llegar al límite de la agresión a través del lenguaje y que remite tanto al deseo homosexual como al dominio de la violencia. En su desarrollo desmañado contrastan pasajes humorísticos, entre ellos las recreaciones de un ambiente mafioso familiar, y macabros, como la excursión del protagonista por un basural donde los grupos de tareas arrojan los cuerpos de sus víctimas.
La reedición en la Serie del Recienvenido de Ricardo Piglia revalorizó La muerte baja en el ascensor, novela de María Angélica Bosco, perdida en el catálogo de la colección El séptimo círculo. Los prototipos del detective se desdibujan allí en una pesquisa en equipo, y en particular está ausente el aficionado que reconstruye los sucesos en base a sus razonamientos, canónico al momento de publicación (1955); el afán de presentar en forma realista la investigación policial hace que Bosco se adelante al subgénero que consagró más tarde Ed McBain.
Roger Pla fue uno de los primeros en incorporar las voces de los delincuentes y explorar su intimidad. En la nouvelle Paño verde (1955), se propuso retratar “un tipo especial de delincuente que es esencialmente nuestro”, cuyos ancestros remitían a Juan Moreira y Hormiga Negra, los gauchos alzados contra el orden y que integraban las bandas armadas de las periferias. Pla extendió esta indagación a su obra póstuma, Los atributos, recreación del mítico ambiente prostibulario de la ciudad de Rosario, y a cuentos magistrales como “El sátiro”, sobre la construcción de culpables en el aparato policial. En estos autores el género no parece un punto de partida sino más bien un lugar de paso dentro de un proyecto más amplio. Rubén Tizziani contó que su novela Noches sin lunas ni soles, un clásico paradójicamente de difícil hallazgo, surgió de la necesidad de profundizar “un trabajo sobre el habla de la gente de Buenos Aires”, de hacer literatura y no costumbrismo con ese material.
“Se admite ya que Buenos Aires sea el escenario de una aventura policial”, anunció Walsh en Diez cuentos policiales argentinos. Pero las mejores representaciones en ese sentido fueron posteriores, y una de las más logradas, Evaristo, provino no de la literatura de la historieta. La obra de Carlos Sampayo y Francisco Solano López se inspiró en la figura del comisario Meneses, gesto de audacia si se tiene en cuenta, como señaló Pablo De Santis también en Crimen y pesquisa, que “la literatura policial argentina (y sobre todo después de la dictadura militar) le ha escapado al policía, imposible de asimilar con la idea del héroe”. En el otro extremo, Los tigres de la memoria propuso una figuración distinta del mismo personaje, también reactiva a los estereotipos y por eso vigente.
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