Enric González
Jorge Arévalo
¿Cómo era aquello que dijo Raymond Chandler sobre el buen
detective? "Tiene un cierto conocimiento
del carácter ajeno, o no conocería su trabajo". Bien. En
ese caso, Maigret es un gran detective. En ese caso y en cualquier otro, porque
Georges Simenon, el autor, constituye una de las cumbres de la literatura del
siglo XX y porque en torno a Maigret, el personaje, gira la humanidad entera, viva
y doliente. Si un antropólogo extraterrestre quisiera saber cómo funciona el
espíritu humano, habría que regalarle la obra completa de Simenon. Son más de
200 tomos, hay quien dice que casi 400, no se sabe con absoluta certeza porqueSimenon
utilizó numerosos seudónimos en sus comienzos. El hipotético extraterrestre tendría
lectura suficiente para el largo viaje intergaláctico de vuelta a casa.
Decimos
Maigret, a secas, porque al comisario no le gusta nada su nombre, Jules, y lo
mantiene casi en secreto. Se trata de una pequeña rareza en un hombre
relativamente convencional, felizmente casado con Louise Leonard, sin hijos,
aficionado a ir al cine con su esposa y a cultivar el jardín de una casita
cercana al río Loire que compró, en 1953, para cuando se jubilara. Conviene
admitir que la
vida laboral de Maigret es extraordinariamente dilatada. La
primera novela en que aparece es Piotr,
el letón (1931), pero
su carrera como policía de barrio comenzó en 1913 (La primera investigación de
Maigret) y en 1928 ya era comisario jefe de la Policía Judicial de
París. Se jubiló en 1956, aunque desde su casita del Loira siguió ocupándose de
algún caso. Evidentemente, no ha muerto. No morirá jamás. Su creador, el belga Georges
Simenon, falleció en 1989. Quizá
haya que esperar todavía un poco para que se reconozca que la comedia humana
contenida en la obra de Simenon supera en valor literario a la de Honoré de
Balzac.
Simenon
prefería sus obras llamadas duras, en las que no aparecía Maigret. Su personaje
imponía algunas reglas, fundamentalmente la resolución de un caso policial, que
acabaron agobiándole. En realidad, los
casos de Maigret raramente resultan complejos. Sus delincuentes y sus víctimas son
gente corriente, impulsada por necesidades y pasiones muy comunes. Lo
absorbente, o adictivo, es el retrato de las personas o las cosas. Las
sorpresas narrativas surgen de forma natural: se trata del tipo de sorpresa que
sobrecoge al lector cuando se asoma al interior de un alma ajena y se reconoce
en ella. Maigret
posee un código moral estricto y lo
combina con una formidable capacidad de empatía. A veces perdona al criminal.
Casi siempre le comprende. Sólo cuando el culpable es una auténtica sabandija
se comporta con dureza. Aunque sus agentes sientan adoración por él, sabe que
es sólo una pieza más en el engranaje social. "Por más que eso disguste a
los autores de novelas", escribe Simenon en Las memorias de Maigret,
"el policía es un profesional, un funcionario". Maigret, que vuelve
cada noche a pie o en autobús a su piso en el número 132 del bulevar Richard
Lenoir, siente un especial afecto hacia
la fauna callejera: "La prostituta del bulevar de Clichy y
el inspector que la vigila tienen las suelas gastadas, y a los dos les duelen
los pies de tanto patear kilómetros de asfalto".
El
comisario Maigret es el patrón de la novela policial del sur de Europa. Mucho
de lo que se ha escrito dentro del género en Francia, España, Italia, Grecia y,
parcialmente, Alemania, desciende del jefe de la Policía Judicial parisina. Bebe con desmesura,
en especial cerveza, calvados y vino blanco. Come
con igual desmesura, lo que implica que no hay interrogatorio
sin bocadillos ni noche sin la cena opípara que cocina madame Maigret.
El gusto por la comida es algo que heredaron el Carvalho barcelonés, el Jaritos
ateniense, el Montale marsellés, el Montalbano siciliano, el Schiavone romano
exiliado en Aosta y muchos otros detectives mediterráneos.
Maigret fuma en pipa. Se trata de un hombre
corpulento, de expresión facial sobria, y su vestimenta recoge varias de las
modas del siglo XX: en su primer caso, antes de la Primera Guerra Mundial,
lucía cuello duro y bombín, como Mortadelo en los primeros dibujos de Francisco
Ibáñez; luego se habituó al sombrero flexible y la gabardina. De entre todos
los actores que lo han encarnado, me quedo con el Jean Gabin viejo, de rostro
pétreo y mirada impasible.
Lo que Simenon
disecciona, con o sin Maigret, es la
mezquindad de la Francia profunda. Aunque Maigret sea el jefe
de la policía de París, donde mejor se mueve es en las ciudades pequeñas, como
La Rochelle. Muchas veces he soñado con recorrer Francia en tren con los libros
de Maigret en la maleta, deteniéndome en estaciones secundarias, alojándome en
pensiones y comiendo tête
de veau oblanquette en
restaurantes caseros. Me dirán que esa Francia, la de
Simenon y Maigret, ya no existe. Yo creo que sí existe. La
marginación, la infelicidad, los amores frustrados, la ambición estéril, la
inmigración encerrada en guetos, el racismo, la rabia de quienes no pueden
acceder a la Francia feliz y próspera de los poderosos, siguen siendo hoy el caldo
en el que se cuecen las peores enfermedades sociales.
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