Guillermo Busutil
Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) es autor de cinco novelas entre las que destacan Respirar por la herida y Un millón de gotas, galardonadas con el Polar Europeo de novela negra y el Premio de Literatura policial extranjera de Francia. Con La víspera de casi todo ha obtenido el Premio Nadal 2016
foto: Ricardo Martín
—La víspera de casi todo es una historia de personas exiliadas de sí mismas, casi de fantasmas.
—Son personas incapaces de asumir lo ocurrido y lo que ellos son, y de no saber reinventarse. Viven entre un pasado difícil, un futuro sin esperanza y un presente que es tierra de nadie. Me interesa mucho la diferencia entre el ser y el estar que tiene nuestra lengua con respecto a la inglesa. Para ellos el to be es ser y estar a la vez, en cambio nosotros distinguimos la esencia de la sustancia. Esta diferencia explica que los personajes estén pero no sean, que vivan ese exilio de sí mismos que los convierte en fantasmas a la deriva, sin ninguna emoción que les ayude a reconstruirse. En la vida lo difícil es conseguir un equilibrio entre lo que uno ha sido y lo que está dispuesto a ser.
—También aborda usted la culpa. ¿Una herida que nunca se cierra o la culpa como sombra?
—Somos hijos de la culpa judeocristiana. En la novela distingo sus dos vertientes: la culpa de no haber cumplido las expectativas que el mundo espera de nosotros y otra, más dolorosa, que es la culpa de traicionarnos a nosotros mismos. Germinal Ibarra representa ambas. Pero más que el dolor de esa herida, infligida por otros y en ocasiones erróneamente asumida por nosotros, me gusta esa idea de la sombra que te persigue y te atormenta, que en momentos concretos te aproxima a la decisión de terminar de golpe con todo.
—El dolor forma parte de esa culpa y de la inmovilidad de los personajes. ¿No se puede huir del dolor?
—Vivir es un oficio doloroso. Venimos al mundo llorando. Pero el dolor no es en sí mismo malo. No creo en la condescendencia ni en el discurso de autoayuda del tú puedes, que nos viene de la literatura norteamericana, porque a veces quieres pero no puedes. Lo que hay que hacer es aprender a vivir con la frustración y a transformarla. El dolor es quedarse y marcharse a la vez. Y eso es lo que hacen mis personajes, asumir el dolor y aprender a tener el coraje de sobrevivir.
—En sus obras está muy presente la violencia. Esta vez trata más sobre sus diferentes fórmulas.
Si la vida es sobrevivir, sobrevivir exige luchar y la lucha es confrontación. Me interesa indagar cómo la violencia nos puede transformar y hacia dónde puede llevarnos
—En cada novela he ido dándole un tratamiento más íntimo porque la violencia que nace desde dentro de uno mismo es la que prefiero contar. Si la vida es sobrevivir, sobrevivir exige luchar y la lucha es confrontación. Me interesa indagar cómo la violencia nos puede transformar y hacia dónde puede llevarnos. Lo mismo que explorar sus diferentes manifestaciones, como sucede en la novela. No es lo mismo la que ejerce un torturador como Oliverio, que se expresa entre la razón política y la ambición personal, que la de Ibarra que es una violencia justiciera. Una es rechazada y la otra es aceptada. Lo mismo que la que Eva Mahler se inflige a sí misma como autodestrucción y que resulta comprensible.
—Hay muchas ramas en su novela: el pasado, la culpa, el dolor. Y la venganza como un pulso entre la frustración y la necesidad del perdón, simbolizada en un libro de Juan Gelman.
—Quería confrontar ese pulso de sombras. La venganza como una pulsión inevitable pero estéril y el valor del perdón que exige que lo pida aquel que ha infligido dolor. Gelman lo expresa perfectamente, todos saben que sufrió las consecuencias de la dictadura argentina en su familia, al decir que para seguir adelante hay que pasar página. Es inevitable. La venganza no compensa ni restituye. Lo explica muy bien el diálogo entre Mauricio y Oliverio. ¿Qué tipo de venganza puede uno cobrarse después de 20 años, con un viejo acabado? Lo único que queda es apelar a la humanidad del que fue amigo para tener al menos dónde llorar a su mujer.
—Eso nos lleva a la memoria. Otra constante en sus novelas.
—En nuestra cultura podemos intelectualizar la muerte pero una persona no está muerta hasta que no se la puede llorar en un lugar físico. Es una necesidad de carnalizar la pérdida y aceptarla. Con la memoria nos pasa esto. Lo dicen los responsos: mientras viva la memoria en los demás nuestros muertos siguen vivos. Mauricio idolatra a la Pecosa mucho más de lo que hubiera hecho si hubiese vivido con ella hasta el final de sus días. Una de las ventajas de los fantasmas es esa, se quedan donde se quedan y no sufren el deterioro del día a día. La Pecosa se convierte para él en una causa. La memoria es una constante en mi obra porque tiene que ver con la idea del pasado como discurso. Construimos lo que somos a partir de un relato.
—Usted describe muy bien el lado oscuro del ser humano, su tormento interior, sus contradicciones. ¿Es un influjo de Dostoievski?
—Soy un apasionado de la novela existencialista rusa. Dostoievski es el maestro de la disección del alma humana y construye toda su obra desde el dolor. Precisamente acabo de releer El Jugador y me parece magnífica su manera de tratar la imposibilidad del hombre para sentirse parte de donde está. No dejo de aprender cosas de su profundidad y de cómo maneja las emociones.
—Igualmente está Camus en el tratamiento del paisaje como atmósfera y como carácter.
—El paisaje como construcción de la narrativa y el papel visual que juega la atmósfera en esa construcción es muy importante para mí. El paisaje imprime carácter, la atmósfera crea un tiempo interior y marca un tiempo narrativo, a la vez que un enfoque cinematográfico. Ese es el éxito de muchas series actuales de televisión. Soy muy camusiano y esa recreación del clima, de la orografía, de la temperatura, de la soledad, del influjo del páramo, propias de El extranjero y de su Sísifo, están en el crimen y en el monólogo del principio de la novela.
—Otro factor determinante son las mujeres, Eva, la Pelusa, Dolores, Martina, como desencadenantes de un proceso trágico.
—La mujer siempre es la protagonista de mis novelas. Lo tienen todo. Especialmente la dificultad de ser mujeres en una sociedad patriarcal, sea cual sea su registro social, y de rebelarse frente a la utilización que quieren hacer de ellas. Una transacción económica en el caso de Eva Mahler, una apropiación como trofeo en el de Dolores. Y me fascina meterme en su punto de vista y que sea creíble. Lo mismo que situarme en el lado incómodo de sus relaciones. No soy un provocador pero me gusta plantear preguntas incómodas y soluciones objetivas. La literatura tiene que sacar al lector de su zona de confort, y si es posible zarandearlo. Me gusta escribir libros que arañen por dentro al lector.
—¿No hay mucho de tango en las historias emparejadas de Eva y Germinal, de la Pecosa y de Mauricio?
—El tango me apasiona porque es un canto que parte de lo canalla de la vida para hablar de las grandes verdades de la vida como son el amor, la pérdida, el desamor, el dolor. El tango es pasión y esa pasión por sentirse vivos entre lo trágico y lo imposible, en la búsqueda de una verdad que quizá no exista, está muy presente en los personajes y en la historia. Lo mismo que la melancolía de lo cotidiano. Mi voz narrativa, además de buscar el equilibrio entre lo ético y lo estético para hablar de la vida, es muy pasional.
—A usted le etiquetan de escritor de thrillers. ¿Cree usted que son los géneros los que influyen en el escritor o es su literatura la que cruza los géneros?
—El objetivo de la literatura es contar una historia. Y yo lo hago utilizando los recursos que me ofrece la literatura: el enfoque narrativo de Scott Fitzgerald, los diálogos de Hemingway, las influencias de las que hemos hablado. Lo mismo que el expresionismo clásico del cine negro. Es la literatura la que atraviesa los géneros.
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