Raül Jiménez
Amigos lectores, Sajalín está de vuelta con la primera referencia de su “cosecha 2015”. Y como ya es habitual con una de nuestras editoriales predilectas, lo hacen “sacándose de la chistera” un nuevo autor a tener muy cuenta —otro descubrimiento más que se añade a un catálogo tan selecto como suculento—. En este caso hablamos del periodista irlandés Gene Kerrigan, capaz de ofrecernos un “artefacto literario” con forma de intensa novela negra, pero con una carga de profundidad mucho mayor de lo que suele ofrecer este género. En ese sentido, La Furia es toda una sorpresa. Una lúcida, desencantada y nada artificiosa mirada a “la otra Irlanda”.
Y es que tanto el cine como buena parte de la literatura nos ha enseñado dos tipos de “Isla Esmeralda”. Uno es el país bucólico, ensoñador, revestido de un misticismo que entronca con sus parajes naturales y su ancestral cultura. El otro es el de la violencia: la lucha por la independencia y el posterior enquistamiento del conflicto por Irlanda del Norte, con el brutal terrorismo del IRA y la espeluznante represión británica como los atroces extremos de una sinrazón que, afortunadamente, parece encauzada hacia un escenario pacífico —no exento de problemas—. Ahora La Furiaañade una tercera faceta, una vivamente actual, poderosamente realista, marcada por la corrupción y la crisis económica, amigos íntimos del crimen. Y sangrantemente familiar.
Kerrigan construye una doble trama criminal para pintar un fresco social verde-blanco-naranja que apenas deja títere con cabeza. Por un lado, la historia de Vincent Naylor, que podríamos calificar como “tradicional”, es decir, la de un delincuente de poca monta que, recién salido de la cárcel planea su siguiente golpe, el más ambicioso, que potencialmente podría retirarlo. Por el otro, el asesinato irresoluto del banquero Emmet Sweetman, un tipo de crimen más “de nuestros días”, de gente trajeada con cargos de alto rango, estatus social, poder… y cero escrúpulos para robar lo que no es suyo sin mancharse las manos y, por supuesto, salir indemnes, amparados por un poder político no sólo cómplice, sino abnegado súbdito. El hallazgo de La Furia, tan fascinante como deprimente, es que uno no se entiende sin el otro.
Frente a los criminales tenemos al sargento detective Bob Tidey, un honesto “perro viejo” que ve cómo su mundo policial es ahora un microcosmos de la sociedad resquebrajada, o a punto de ser despedazada por ese depredador conocido como capitalismo —página 21, no hace falta decir mucho más—. Muy pronto el agente se da cuenta que la resolución del caso Sweetman conlleva dificultades “extras de orden interno”. Tidey tiene algo de Serpico, pero sin el innecesario glamour americano de “el último héroe contra el sistema” y, mientras se enreda contra superiores negligentes y compañeros serviles —”Hoy en día es como si todo el mundo estuviera agradecido por ser una unidad de producción, por que te enchufen o te desenchufen según la voluntad del patrón”—, demasiado apegados a su silla, es capaz de lanzar demoledoras sentencias que van más allá de sus circunstancias puntuales. —”Cada vez que algo nos incomoda, miramos hacia otro lado […] cuando necesitamos hacer algo, siempre hay alguien que nos dice que tenemos que ponernos el traje de patriota y callar la puta boca.”— A través de las acciones y las palabras de Tidey, Kerrigan nos habla de un país desahuciado, en venta a precio de saldo, a disposición de las aves de rapiña encorbatadas —¿os suena?— y la violencia.
Junto al magnífico trasfondo socio-económico de la novela, La Furia brilla con luz propia por su sentido del ritmo interno. Las tramas encajan como dos ríos que naturalmente van a desembocar al mar, sin atropellarse pero sin detenerse. No hay tiempo que perder. Kerrigan domina como pocos los diálogos: lacónicos, directos, reveladores, haciendo avanzar los capítulos con certera diligencia, mientras el lector se introduce instantáneamente en las vidas amenazadas o al límite de los personajes. Sólo tengo la duda de la monja Maura Coady, clave para la resolución de la novela y cuya sombría historia personal —otro pedazo bien negro de la historia de Irlanda— quizás resulte algo forzada. Aunque ciertamente cumple su cometido a la perfección: añadir otra muesca más, una especialmente terrible, a los desmanes y barbaridades cometidos en Irlanda. El mensaje de Kerrigan es claro: el desastre económico no puede entenderse sin su contraparte social. En la que toda la sociedad tiene su parte de responsabilidad —pasividad, omisión, negligencia, oportunismo, interés, codicia— y unos pocos, culpa. ¿O pensabais que con votar cada cuatro años estaba todo resuelto?
Mucho más que una novela de género. Gran lectura y gran descubrimiento. Apuntaos el nombre de Gene Kerrigan.
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