19 de juny del 2014

M: EL ASESINO SERIAL QUE NOS PRESENTÓ A PETER LORRE

[De buena fuente USMP, 18 de junio de 2014]

Fue hace más de 83 años que el cine introdujo por primera vez a Peter Lorre en una de las producciones más destacables del brillante realizador austríaco Fritz Lang

Ana Bazo Reisman

M

Los asesinos seriales siempre cautivan. Su infancia plagada de escenas familiares traumáticas, sus perfiles psicológicos generalmente salpicados con las mismas característas y sus ingeniosas formas de ataque que crean un patrón como firma consiguen cierto efecto de fascinación para los estudiosos entre el repudio de las urbes.A pesar de sus crímenes condenables, cuyo móvil es la satisfacción de una enfermiza necesidad de matar, algo en ellos siempre saca a relucir un toque de humanidad que algunas veces nos produce algo de ingenuidad y compasión.
En la década del 30, los asesinos seriales eran más que ciudadanos con dobles vidas que buscaban calmar una sed de crimen. Mientras que en América se tenían casos como Panzram, Northcott o el monstruo de Cleveland (inidentificable hasta ahora), en Europa, y especialmente en Alemania existió otro grupo de asesinos seriales un tanto más sanguinarios cuya lista estaba encabezada por Fritz Harrmann, Carl Grossman y Peter Kurten, éste último, el más controvertido de la ciudad de Dusseldorf.
A pesar de la gran similitud de perfiles con el asesino original, llamado popularmente “Vampiro de Dusseldorf”, el genial director de “M”, Fritz Lang, siempre negó haber basado el filme en el caso de Kurten y sin embargo, muchos países lo promocionaron con esta acepción que pronto se haría popular como título. Yo le digo “M” y, según se cuenta, el título que se tomó en un principio fue “M: Morder unter uns” que quiere decir “el asesino está entre nosotros” y que, en un contexto histórico, si nos centramos en el año 1931 coincide con la antesala de la dominación nazi, cuyo líder fue el mayor asesino que todos conocemos.
Fritz Lang (1890 – 1976) no sólo se conformó con ser reconocido en 1927 con su obra maestra, “Metrópolis”, una de las películas mudas más innovadoras y alucinantes hasta hoy, sino que incursionó también en la etapa sonora del cine con “M” -un drama que tranquilamente se podría considerar como prototipo para el cine negro-  y lo logró de nuevo:  constante cámara en mano que le da ese efecto accidentado a sus increíbles planos secuencia, los ángulos subjetivos que suman al espectador dentro de la escena como el propio personaje, los sonidos intencionalmente suprimidos para recrear ese espacio silencioso en el que la mente del asesino juega el papel de su propio hostigador y de la pobre acción policial cuya única y válida aparición sucede en el instante de apresar a un excelente debutante llamado Peter Lorre cuyos recordados ojos saltones, dientes pequeños y cabello engrasado convergen dentro de la interpretación casi exagerada de un pobre loco, por quien debemos sentir, momentáneamente, algo de clemencia.
Lang nunca retrata un contenido explícito en cuanto a los infanticidios en cuestión, puesto que decide perturbarnos aún más con simbolismos. Las sombras de Peter Lorre acompañadas de un ‘cover’ silbado del clásico de Grieg que estremece los oídos al advertirnos que el asesino está cerca, una pelota que rueda sola saliendo de un arbusto que sirve como escena del crimen, un globo que se eleva en la fría atmósfera de una zona de Berlín y se estanca entre los cables de alta tensión en el descampado, los marcos recreados por el reflejo de lo que una vitrina de jueguetes, dulces o instrumental quirúrgico exhibe, una mesa que parece esperar con ansias la llegada de su pequeña comensal, unas escaleras vacías e interminables cuya aparición se hace más recurrente mientras la preocupación de una madre aumenta.
Todo esto que sirve de antecedente para que los criminales de la ciudad -gángsters, prostitutas, ladrones y estafadores- se vean en la obligatoria tarea de tomar justicia por mano propia a fin de desaparecer al hombre que provoca la presencia de patrullas y detenciones perjudiciales para sus fechorías.
Los asombrosos planos generales que incurren en una suerte de protagonismo masivo cuando se desarrolla el juicio popular en contra del desadaptado de la ciudad cuyo elegante saco ha sido ingeniosamente marcado con una M, propician a su vez, una interrogante mordaz en la que la sociedad del momento (y de siempre) se ve reflejada: ¿Es correcto cobrarle con la misma moneda a un asesino?




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