19 de març del 2014

El modelo de Sherlock Holmes

[La Vanguardia / Culturas, 19 de marzo de 2014]


Las pesquisas sobre uno de los mayores mitos literarios del siglo XX inspiran al autor para repasar sus andanzas y vincularlas a otros famosos detectives y agentes secretos que han tomado prestados muchos de sus rasgos

Luis Racionero

Llevaba tiempo intentando descubrir de dónde sacó Arthur Conan Doyle la inspiración para su personaje de Sherlock Holmes. Sabemos que los novelistas usan una percha donde cuelgan rasgos tomados de diversas personas, los mezclan y sale una quimera que, si es más verosímil que la realidad, se convierte en mito. El detective Holmes fue el mito más importante del siglo XX, superando fácilmente a Superman, Bond o Batman. Los turistas acuden al 221B de Baker Street para visitar su casa, hay clubes de los Irregulares de Baker Street por todo el mundo y W.S. Baring-Gould ha escrito la biografía de Holmes con todo lujo de detalles: su infancia en Montpellier, sus relaciones con Karl Marx, Lewis Carroll y George Bernard Shaw, así como su ambigua envidia hacia Moriarty.

Por fin he dado con la biografía agotada de Hesketh Pearson sobre Conan Doyle y se me han aclarado las dudas: el doctor Watson es Conan Doyle, que estudió medicina y ejerció mal que bien, con exigua clientela, hasta que se dio cuenta de que la escritura le estaba enriqueciendo. Lo malo es que a él le gustaban las novelas históricas –como a mí– y que se empeñaba en meter en ellas a todo personaje y detalle ambiental de la época, con lo que las convertía en mazacotes infumables. No así con Holmes, a quien inventó recordando dos personajes reales. Uno era su amigo Budd, también médico, que estudió con él en Edimburgo. Budd era un gentleman venido a menos, inventor de artilugios; por ejemplo, un imán para desviar los obuses, que propuso al Almirantazgo y cosas por el estilo. En la consulta maltrataba a los pacientes y les insultaba ferozmente, como Holmes a la clientela. Para sentarse a tomar té con Doyle daba dos saltos mortales y caía perfecto en la silla. Era un genio polifacético, divertido y perverso. El otro personaje que mezcló para formar a Holmes era un profesor de medicina de la Universidad de Edimburgo que –como hacía Pere Pons– no solo diagnosticaba al paciente a primera vista delante de los alumnos, sino que detectaba que aquel hombre era viudo, de Sheffield y recién licenciado de servir en un regimiento de gurkas en Malabar. Doyle le añadió el violín, el opio y se colocó él mismo como Watson para narrar sus increíbles deducciones, dejando incluso varias en el tintero, como “El caso del barco Anabel” o el de “La rata gigante de Sumatra”. Para el cual el mundo aún no está preparado “El caso de Wilson notorio adiestrador de canarios” o “La historia del político, el faro y el albatros amaestrado”. Harto de Holmes, queriendo dedicarse a la novela histórica que era lo que realmente le gustaba, Doyle mató a Holmes en la catarata de Reichenbach. Vana ilusión: el clamor popular fue tal que tuvo que resucitarlo y seguir soportándole aunque, como escribió un avezado crítico: “Después de la caída en la cascada, Holmes nunca volvió a ser el mismo de antes”.

He leído los casos de Holmes, libros sobre él de los friquis holmesianos, relatando sus andanzas en Montpellier o la vida secreta durante su desaparición. Pero más que en literatura, Holmes ha dado muy bien para el cine. Basil Rathbone encarnó en los cuarenta y cincuenta un Holmes sobrio, huesudo, sesudo y gélido, luego Jeremy Brett lo representó neurótico, caprichoso, histérico y brillante hasta que Benedict Cumberbatch lo ha modernizado a un metrosexual superdotado y displicente que se aburre sin Moriarty.

En todas han programado un Watson impecable y simpático como contrapunto a los excesos friquis de Holmes con su violín y su cocaína, tan amable que en cierta ocasión Holmes increpa a su amigo así: “La labor del detective es, o debe ser, una ciencia exacta y debería ser emprendida en la misma manera fría y sin emociones. Tú has intentado teñirla de romanticismo, lo cual produce el mismo efecto que si convirtieses una historia de amor o una fuga amorosa en la quinta proporción de Euclides”.

La idea del detective como científico, o al menos lógico, viene del creador del género Edgar Allan Poe que, en su detective Dupin encarna un racionalista maestro en el arte de la deducción. Doyle continúa el personaje añadiéndole toques extravagantes y humorísticos por exageración hasta que los americanos Chandler o Hammett lo bajarán al nivel de la calle con un Marlowe que es vulgar, desaliñado, tramposo y descosido. El inefable Humphrey Bogart es como un reverso de Holmes en plebeyo.

Cuando desde el detective evoluciona hacia el espía y el agente secreto, la acción gana a la deducción y el maestro Hitchcock marca la pauta de lo que luego será James Bond con su película Con la muerte en los talones, donde Cary Grant le enseña a Sean Connery cómo debería ser el protagonista de Ian Fleming: elegante, desenvuelto: “no pueden detenerme, tengo que mantener una esposa y dos bármanes”, culto y bon vivant.

El paso del detective al agente secreto se debe a las dos guerras y a la experiencia de los autores con ellas: Somerset Maugham fue espía en Suiza en 1914 y de sus andanzas sacó las historias de Ashenden, el primer agente secreto. Ian Fleming, su sobrino, por cierto, trabajó para el MI5 en la Segunda Guerra Mundial y de ahí su Bond. John le Carré y Graham Greene fueron influidos por la Guerra Fría.

De modo que, como el caso de Doyle con el Dr. Budd y la escuela de medicina de Edimburgo, los demás detectives y espías han tenido modelos en la realidad, que “la naturaleza sigue el arte”, pero primero el arte imita a la naturaleza.



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