2 d’octubre del 2013

Dos negras argentinas

[El Economista, 1 de octubre de 2013]


La literatura negra argentina vive y goza de buena salud. Basta echar un vistazo a dos entregas recientes para comprobarlo.
Claudia Piñeiro tiene una habilidad notable para dar voz a las mujeres de la clase media argentina. En Tuya (Alfaguara), Inés narra en primera persona cómo siente que su matrimonio (su vida de alguna manera) no está funcionando. Entonces descubre que su marido la engaña y decide seguirlo una noche hasta un encuentro con una mujer que termina en un crimen.
En un reverso del modelo clásico de la femme fatale, se podría decir que Piñeiro inventó el homme fatale. No se trata sólo de invertir el modelo cambiando los géneros, sino también las motivaciones y la voz narrativa. En lugar de un personaje a la Jim Thompson, ahogado en alcohol, dispuesto a todo por dinero y una mujer seductora, Piñeiro nos receta a Inés, un ama de casa capaz de lo que sea por salvar su matrimonio y las benditas apariencias.
Piñeiro demuestra que la estructura del noir duro funciona con la misma efectividad, sin necesidad de ambientes sombríos, o los callejones y bares de Chicago, porque el centro del mejor género negro está en tirarse un clavado al abismo del alma de su protagonista, y en eso Inés no se diferencia del Frank Chambers de la novela clásica de James L. Cain.
Lo más logrado de Tuya no está en su ritmo trepidante y estructura efectivísima de giros dramáticos y vueltas de tuerca, sino en el uso brillante de la subjetividad de una narradora comprometida con su paradigma vital, suburbano, clasemediero, de mujer bien casada, cuya única ambición es la felicidad y estabilidad de su vida conyugal.
El centro del policiaco de procedimiento (procedural) es la investigación de uno o varios crímenes. El modelo se centra en una investigación realizada sea por una fuerza policial del estado (Dragón Rojo, de Thomas Harris; Undercurrents, de Ridley Pearson, o la serie sueca de Wallander son buenos ejemplos) o un detective (el famoso sleuth), profesional o no, que va siguiendo pistas y enfrentando obstáculos que ponen en peligro su propia vida.
Pensemos en el J.J. Gittes del Chinatown de Polanski, el Lew Archer de Ross Macdonald o la Kinsey Millhone de la serie alfabética de Sue Grafton.
Uno de los dilemas del policiaco latinoamericano está en la poca credibilidad de la estructura policial, o la dificultad para encajar el modelo perfeccionado por Chandler y Hammett del P.I. en un personaje creíble en nuestras ciudades. Tarea que, hay que decirlo, han conseguido con fortuna algunos autores, desde Rubem Fonseca, hasta Taibo II, Daniel Chavarría o Enrique Serna en su El miedo a los animales.
Sin embargo, la idea de un policía judicial investigador o un detective privado queriendo resolver un misterio no pueden escapar a un marco social donde el Estado no ha supuesto la fuerza estable de la ley y el orden.
Una variante posible se encuentra en la investigación del periodista solitario (recordemos El poeta, de Michael Connelly), que quizá funciona con mayor comodidad cuando la motivación para sobreponerse a los obstáculos de la investigación criminal es sólo la brújula moral y la ambición profesional del individuo, más allá de la institución a la que representa y su correspondiente acceso en nombre de la justicia.
Sergio Olguín se vale de esta variante cuando pone a Verónica Rosenthal a investigar qué hay detrás del suicidio de un conductor de tren de Buenos Aires. El conductor dejó una nota donde confiesa ser culpable de la muerte de cuatro personas.
La novela de Olguín es La fragilidad de los cuerpos (Tusquets), un thriller policiaco y político sofisticado, que consigue llevar al lector a momentos de intensidad insoportable.
La novela sigue la investigación de Rosenthal, que colabora en una revista de investigación independiente (pensemos en una versión argentina y seria de Proceso); su romance apasionado y destructivo con un hombre casado, y la conspiración de una mafia que manipula niños para celebrar un macabro juego de apuestas.
Olguín apuesta por varios registros y la historia se desenvuelve en narraciones paralelas. Siguiendo a dos niños y cómo se involucran, por desesperación, en el círculo de esa mafia. En la propia Verónica, y en Lucio, un conductor agobiado por la culpa.
La fragilidad de los cuerpos es por momentos devastadora. En lugar de que la estructura de un estado copado por la corrupción y la violencia se interponga en la verosimilitud de la investigación, Olguín se vale del escenario para aumentar la tensión.
Sus personajes nunca se perciben como títeres o accesorios cumpliendo funciones dramáticas en la estructura policiaca, quizá porque en sus acciones hay toda la complejidad, la inteligencia y la subjetividad que esperamos de los seres humanos.
Gracias a ello, a que respiran y piensan, la novela nos envuelve e involucra emocionalmente con ellos. Algo complicado de realizar con la fuerza y efectividad con que lo consigue Olguín.
Ambas novelas son un recordatorio de que la mejor novela negra no necesita ni la violencia de gatilleros del crimen organizado echando tiros a cada vuelta de página, ni sacudir la sensibilidad de sus lectores regodeándose en los aspectos más truculentos de la perversidad humana.

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