5 d’octubre del 2011

El vicioso encanto de las novelas en serie

[revista La Negra: novela y cine negro, 5 de octubre de 2011]

Por Myra Silva-Labarca

Un amigo español, Jordi Canal, reconocido especialista de la novela negra, me decía en una ocasión, que él no era particularmente aficionado a las series tipo Wallander, Harry Bosch o Heredia y que en general, prefería aquellos libros en que los escritores cambiaban constantemente de héroe. A su juicio, la variedad obliga al autor a una mayor creatividad, a un trabajo más meticuloso y a centrar la obra en sus aspectos de novela negra y no de crónica social.

No era, ni es, mi caso. Y para oponer una argumentación que vaya más allá de la idea “a mí me gustan las novelas en serie, de un personaje recurrente”, me puse a reflexionar sobre los motivos que me llevan a ir rápidamente a una librería en cuanto anuncian un nuevo Indridasson, Díaz Eterovic o Mankell. Y qué es lo que me hace buscar en los negocios de libros viejos las antiguas publicaciones de Simenon o de algún sudafricano o italiano que ya nadie reedita. Y también a sufrir cuando una serie llega a su fin, sea porque el escritor decide terminar con el personaje, como hizo Mankell con Wallander, o sea por la muerte del autor como sucedió con la serie de Tony Hillerman, protagonizada por los detectives navajo Jim Chee y Joe Leaphorn.

Una observación previa, es que yo considero como perteneciendo a una serie o saga aquellas publicaciones en que hay una evolución de los personajes (y no solo del personaje principal), en que la historia desarrollada en un libro encuentra a menudo sus raíces en una historia anterior, en las que las consecuencias de una investigación tendrán un eco en las encuestas siguientes y sobretodo, aquellas en que el mundo circundante, la escena en que se mueve la historia, sigue los cambios y los sobresaltos de la micro y de la macro sociedad en que transcurre.

Así, la gran cantidad de historias de Hércules Poirot no me causan ninguna emoción. Y si Sherlock Holmes me parece interesante, es sobre todo por lo que históricamente la literatura policíaca debe a Conan Doyle y por la manera en que él crea y desarrolla el método deductivo. Me es indiferente el orden en que he leído sus libros, ya que si se pueden constatar algunos cambios en la situación del doctor Watson, Holmes es un personaje bastante monolítico.

Es en las obras contemporáneas donde la gran mayoría de escritores de novela negra o de misterio prosigue una evolución temporal de sus héroes, creando en alguna ocasión series paralelas en las que los personajes de cada una de ellas se cruzan ocasionalmente (como Harry Bosch y Mc Evoy en Connelly, Charlie Resnik y Franck Elder en John Harvey o Carella y Mathew Hope en Ed Mc Bain, por ejemplo).

En mis recuerdos, las dos primeras series que me marcaron y que originaron mi pasión por estas secuencias de historias policíacas fueron la de la Comisaría 87 de Ed. McBain y la del comisario Beck, de los suecos Maj Sjowall y Pier Wahloo, ambas editadas mayoritariamente en los años sesenta.

A pesar de la aparente ligereza del estilo, pocas novelas son tan profundamente negras como las de McBain, y aunque el utilice el procedimiento corriente de rebautizar la ciudad escena de sus historias, nadie duda un momento que Isola sea Nueva York. Sus personajes profundamente humanos, tienen las cualidades y defectos de todos nosotros y se alejan ostensiblemente del modelo de policías puros y duros a los que nos tenía acostumbrados la literatura policíaca de la época. Desde fines de los años 50 hasta comienzos de los 2000 escribió alrededor de 50 novelas de esta serie, en la que evolucionan y envejecen no solo los policías y sus procedimientos, sino también la ciudad.

El caso sueco es aún más interesante, por otras razones. La serie de diez historias fue concebida desde el comienzo como tal, con el número preciso de volúmenes que debía contener. El trabajo muy particular de escritura a cuatro manos, la sorprendente visión crítica de la sociedad sueca en un momento en que el modelo socialdemócrata escandinavo era considerado como un ejemplo para el resto de Europa, la justeza de los métodos de investigación y la variedad y calidad de los personajes son razones más que suficientes para justificar su éxito. La capacidad de analizar el posible desenlace del fracaso del modelo económico les permite imaginar y en cierto modo prever el asesinato de Olof Palme en la última novela de la serie, El terrorista en que se describe precisamente el asesinato de un imaginario primer Ministro sueco y su posterior investigación, los que conducen al comisario Beck a la desilusión definitiva y a su renuncia del cuerpo policial. La lucidez de los autores unida a sus calidades literarias permiten comprender por qué prácticamente todos los autores escandinavos actuales se reclaman como herederos de esta pareja.

La escritura en serie permite a los escritores no solo realizar un trabajo de crónica cuasi documental y sociológica progresivas, sino profundizar y enriquecer el carácter de los personajes a través de su evolución en varios libros. Es curioso observar cómo elementos fundamentales de la constitución de la personalidad de los héroes aparecen no desde el primer libro, si no mucho más tarde. Visto desde la perspectiva del autor, es posible que no se quiera recargar con elementos biográficos y/o psicológicos una historia que se supone estar basada más en la trama que en los personajes. Es posible también, que un autor los “descubra” progresivamente, que un héroe se imponga a su creador.

 Sería por ejemplo el caso del Heredia de Díaz Eterovic, en que la dolorosa historia de la infancia, que permite comprender y da complejidad al personaje aparece por primera vez en el décimo volumen, El segundo deseo y que a partir de este libro, la serie adquiere otra dimensión, mucho más psicológica, que nos permite por ejemplo conocer mejor a Anselmo, el fiel amigo quiosquero, en el volumen trece. No es otra cosa lo que hace Indridasson, con los recuerdos infantiles sobre la desaparición del hermano del inspector Erlendur, historia que aparece por primera vez en el tercer o cuarto volumen (depende del orden de las traducciones) y de la cual se destilan progresivamente los detalles en los libros siguientes, permitiendo apreciar cómo esta tragedia que afectó tan profundamente a Erlendur en su niñez, repercute no solo en su vida personal sino en las investigaciones que realiza.

Podríamos tomar cada héroe de serie y analizar sus progresiones, pero lo que nos interesa aquí son los efectos de esta escritura sobre los lectores admirativos que somos. Sería fácil pensar que en cada uno de nosotros se esconde un interés “voyerista”, malsano, que desea conocer los meandros de la vida de los demás. Si así fuera, se trataría de un defecto común a todo lector y no solo al aficionado de la literatura policíaca. Me parece que en realidad se trata de un deseo de ir más allá de la simple mecánica investigativa o del descubrimiento de un enigma y que se relaciona más bien con los procesos de identificación que provoca toda lectura. El protagonista, policía, abogado o investigador privado es antes que nada, una persona. Y como tal tiene una historia, un pasado y un presente. No es una mera fotografía en un momento dado.

Pero si el título de esta breve reflexión habla de un encanto “vicioso”, es porque me parece que el interés no es meramente literario. Correr compulsivamente tras la última aparición de Rebus o de Mackenzie y Gennaro -para no nombrar siempre a los mismos- es signo de un lazo mucho más estrecho con las obras, casi podríamos hablar de una “apropiación” de los personajes. Y si no, pensemos en la desilusión originada por Denis Lehane cuando anunció que terminaba la serie Mackenzie-Gennaro después de Gone, Baby, Gone y la alegría de los lectores –expresada en comentarios en internet y festivales- cuando recientemente publicó Moonlight Mile, que marca la reaparición de la pareja después de varios años de ausencia.

Es probable además que el deseo de saber qué pasará, qué le depara el futuro a nuestros investigadores favoritos esté contaminado por el deseo de conocer nuestro propio futuro. Y que el rechazo a la desaparición de un personaje o al término de de una serie, se origine en el rechazo de nuestra futura desaparición. Así, la inmortalidad de los héroes permitiría olvidar el final ineluctable de nuestra propia vida.

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