13 d’abril del 2011

Las niñas perdidas, de Cristina Fallarás

[Lector mal-herido, 13 de abril de 2011]

Casi nadie que haya hecho antes otra cosa hace nunca buenas novelas. Ponerse con las novelas es una perdición prematura, un parvulario de la palabra, una labor que no se deja para luego de la hipoteca y los niños creciditos. La novela no admite procrastinación, porque uno es novelista en la medida en la que no necesita acordarse de que lo quiere ser.

Fallarás, como tantos periodistas, vive puerta con puerta con las buhardillas verbales donde nace la ficción, y, de tanto ver entrar y salir gilipollas con sus libros bajo el brazo y, lo que es aún peor, de tanto entrevistarlos, acaba convencida de que una novela la hace cualquiera. No la juzguen. Efectivamente una novela la hace cualquiera.

Pero no Nuria Roca, cojones.

Fallarás, Cristina, no es Nuria Roca, pero sí ese profesional que ya ha impreso miles de palabras en papeles que no van a ningún lado, salvo al suelo que friegan las chachas y al cuerpo aterido del inope. De esa asunción de la palabra como cosa para salvar humedades y gelideces, en baldosa y piel, no se pasa tan fácilmente a la sacrosantez de escribir pensando que aquello perdurará, y que harán algún día una edición de bolsillo y hasta una calle con tu puto nombre. La diferencia entre prensa y literatura es que la literatura se lo tiene (textualmente) muy creído.

Entonces Fallarás -en esta novela, su tercera- nos propone un hardboiled mujer, cuando ya sabemos todos que el whisky y las putas las frecuentan sólo los hombres, que son los que han salido de casa prontito por la mañana a castigar el callejero.

Desde Poe, Hammett y Agatha Christie, las tareas del hogar literario noir vienen divididas asina: los hombres escriben el arrabal y el gran crimen y las mujeres se inventan muertitos. Los muertitos son el macramé de la trama, puro encaje de bolillos, casi pasar la spontex por la leche derramada y pensar que si fuera sangre mi vida en la cocina sería similar a la Indiana Jones en el puto Egipto. Del hogar a la aventura solo media un color, concluimos.

El caso es que Las niñas perdidas viene a concretar toda una postura mujer en la city, la de la Fallarás, que es una mujer soliviantada y soliviantante (o algo) que no está para planchar los dockers ni arrimarnos el colacao. Es una novela machota escrita por una mujer que, vía alter ego, sale a resolver un secuestro y una tortura y unos vídeos y unas delincuencias crudelísimas.

Y embarazada.

La detective que se ha inventado CF es como si Bruce Willis en El último boyscout estuviera, además de como las putas cabras, preñado. Esto pone patas arriba la maternidad, y seguramente el niño saldrá del Bilbao.

Entiende uno que esta novela, primeramente, se arriesga lo suyo al pretender del lector el aceptamiento de un pacto según el cual las tías pueden, como quien dice, jugar al rugbi, mear de pie o conducir un bulldozer. Yo soy la hostia de liberal, y una mujer conduciendo un bulldozer no me parece mal, siempre que tenga el carné. De escribir.

(Inciso: Fallarás ha hecho una novela mucho mejor escrita que pensada, aunque la página 64 la dedique íntegramente a describirnos las columnas de un puto hospital. Se nota enseguida que es de Aragón, y no catalana, como era mi temor sintáctico.)

Pero, asumido, o no, este contexto de hardboiled signado y protagonizado por una mujer, llegamos, con la lengua fuera, a otra meta volante: la novela negra española.

Y esto es mucho más jodido.

Porque leer novela negra española es siempre leer a un señor (o señora) que está inventándose unas truculencias parecidillas a las que hemos visto por la tele, y en las películas. Mientras que leer novela negra USA es leer novela negra. Al señor no lo vemos. Al señor no dejamos de verlo en la novela negra española, porque todos sabemos que lo más cerca que han estado de una pistola ha sido en el lavadero de coches de la Repsol, y era de agua y jabones, esa pipa.

Entonces uno lee novela negra hispana y ve enseguida la película. En Las niñas perdidas es Asesinato en 8 milímetros, por ejemplo, y un poco de Sin City.

También hay un retumbar de Stieg Larsson (ay) en ese afán por la burrada gore y la venganza legítima.

¿Qué nos queda, por tanto? De una novela negra española sólo queda el jueguecito de voy a hacer como que no me doy cuenta de que eres un español inventándote una historia que nadie se cree y tú vas a hacer como que sí que te la creías cuando las redactabas.

No sé.

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