28 de març del 2005

Elogio de la biblioteca excéntrica

[Anaquel: boletín de libros, archivos y bibliotecas de Castilla-la Mancha, 29, enero-marzo de 2005]

Y es que la gracia de muchas bibliotecas, antes de que cayera sobre ellas la apisonadora de la moderna ciencia bibliotecaria, era lo que los angloparlantes llaman serendipity, la posiblilidad de hacer descubrimientos afortunados accidentalmente, de ir a por una cosa y salir con otra completamente distinta.

Javier Docampo. Servicio Regional del Libro, Archivos y Bibliotecas

Dicen los psicólogos que aquello que realmente se imprime en la memoria y se queda en nuestro cerebro, ahíto de informaciones no deseadas, es lo que se sale de la norma, lo inesperado, lo excéntrico. Por eso quizá me aburren un poco algunas bibliotecas públicas de hoy en día, esos
flamantes edificios en los que no destaca nada original, en los que no existe un rincón en el que aislarse porque lo importante es que estén formados por grandes superficies, en las que luzcan bien los dineros municipales y los conocimientos del arquitecto y todas las superficies han de ser brillantes, bruñidas, inmaculadas, frías y un puntito tanatorias…


En esas bibliotecas uno sabe perfectamente lo que va a encontrarse. El porcentaje preciso de novelas, de teatro y de poesía, de libros de historia y de naturaleza. El bibliotecario habrá seguido rigurosamente (y pobre del que no lo haga) las pautas establecidas por organismos locales, comarcales, autonómicos, mundiales y siderales para colocar en cada sitio preciso el cd adecuado, la película precisa, el libro perfecto, sin dejarse llevar en ningún momento (¡Dios nos ampare!) por ningún capricho, por ningún atisbo de sus gustos personales.

Yo me acuerdo de la destartalada biblioteca de mi barrio, en la que pasé buena parte de mi adolescencia. Era una biblioteca bastante mala según las pautas actuales: pequeña, oscura, sin libre acceso y con un personal que poco hacía aparte de gritarnos y ponernos malas caras a los estudiantes (¡más personajes indeseables en una biblioteca!). Pero aquella biblioteca (sin ordenadores, ni vídeos, ni cedés, ni deuvedés) estaba llena de jóvenes sudorosos y también de tesoros sorprendentes para aquel que pudiera pasar un buen rato escudriñando ficheros. Viejas ediciones argentinas de escritores del 27 que ningún celoso bibliotecario atento sólo a la última novedad bibliográfica había decidido expurgar; preciosos libros de arte ilustrados aún con viñetas decimonónicas; clásicos sin censurar que nadie había clasificado aún como inadecuados para una biblioteca pública permitían a un adolescente inseguro y también un poco excéntrico llevarse a casa esos libros que no hubieran figurado nunca en ninguna lista de los 100 mejores libros para el/la joven contemporáne@ integrad@.

Y es que la gracia de muchas bibliotecas, antes de que cayera sobre ellas la apisonadora de la moderna ciencia bibliotecaria, era lo que los angloparlantes llaman serendipity, la posibilidad de hacer descubrimientos afortunados accidentalmente, de ir a por una cosa y salir con otra completamente distinta. Fue Aby Warburg, el humanista alemán que huyendo de la barbarie nazi se instaló en Londres con su fascinante biblioteca, todavía hoy abierta al público, el que descubrió una forma de ordenar los libros que permitía a los lectores que recorrían sus estanterías pasar de un tema a otro descubriendo relaciones insospechadas y saltándose las clasificaciones lógicas y encorsetadas. La biblioteca se transformaba así en un auténtico instrumento de conocimiento en libertad, en una verdadera herramienta de aprendizaje, lejos de las imposiciones del mundo académico oficial.

Por eso tampoco me gustan las bibliotecas en las que los libros son tan flamantes como sus brillantes edificios. En las que la obsesión por la novedad (¿es siempre lo último lo mejor?) las lleva a convertirse en remedos de librerías a la moda y en las que cualquier libro que tenga más de diez años es mirado con sospecha (¿cómo es tan vago el bibliotecario que aún no lo ha tirado, perdón, expurgado?). Claro que todo esto es también consecuencia de las cicaterías presupuestarias que impiden construir edificios suficientemente espaciosos. Porque cualquier bibliotecario no desconoce que el saber sí ocupa lugar.

Y por el mismo motivo veo con esperanza algunas bibliotecas públicas que en las zonas más desarrolladas bibliotecariamente del país empiezan a añadir a sus anaqueles fondos que las identifican, las singularizan y las sacan del marasmo globalizador y uniformador. Bibliotecas como la Tecla Sala de l’Hospitalet, con su fondo de arte y de cómics, o la Biblioteca de la Bóbila, convertida en un referente para los amantes de la literatura policíaca y el cine negro, permiten albergar la esperanza de que la biblioteca pública pueda ser también un lugar en el que dar rienda suelta a pasiones no necesariamente compartidas por todo el mundo.

La biblioteca pública actual debe pensar en atender a una población cuyos intereses son más variados y más diversificados de lo que a menudo creemos los profesionales. Hay mucha gente apasionada por las setas, o por los aviones, o por la literatura rusa, que no son especialistas en el tema por lo que tie-en dificultades en acceder a bibliotecas universitarias o especializadas y a cuyas necesidades la biblioteca pública difícilmente puede hacer frente con sus propios fondos.
Por otro lado el préstamo interbibliotecario procedente de Bibliotecas Nacionales o Universitarias, pese a las inmensas posibilidades abiertas por Internet, sigue todavía resultando caro en muchas ocasiones. Por ello es muy interesante la vía antes apuntada en bibliotecas catalanas: la red de bibliotecas en la que cada una se especializa en un tema concreto, cuyos fondos pueden servir además para surtir al resto de las bibliotecas de la red. Porque uno va descubriendo con los años que los libros no te hacen mejor (como llevan tantos siglos insistiendo las autoridades educativas) ni te hacen más feliz (bueno, quizá los de autoayuda) pero si te permiten situarte y descubrir tu posición en el mundo. Y esa posición se la puede construir cada uno haciendo un uso anárquico y libertario de una buena biblioteca pública, una biblioteca que tendrá muchos libros (¿qué tal los 11 por habitante de Finlandia?) entre los que habrá viejos y nuevos volúmenes, ediciones polvorientas y hasta algún premio Planeta. Y puede que incluso algún ordenador, para que no se nos olvide que una biblioteca sin su rincón de cibercafé no es ni biblioteca ni es nada…

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