Valle, Manuel. Dashiell Hammett : el tweed y la seda. Granada : Comares, 2006 ISBN: 8498361192
Parece fácil adentrarse en la obra de Dashiell Hammett. Junto con Raymond Chandler es la figura señera del género de misterio en Norteamérica, un género que difícilmente habría aparecido sin él o, en todo caso, no habría logrado nunca ni la calidad literaria ni la proyección social que consiguió. Evidentemente, Dashiell Hammett no fue el inventor de la novela negra; nadie lo es nunca de un modo taxativo para ningún género literario, que ya existía cuando él comenzó a escribir como una amalgama de materiales dispersos el western, las biografías de criminales, las historias de fuerte contenido sexual, etc., que se concentraban por aquel entonces en las revistas pulp, entre las que destaca la mítica Black Mask, dirigida por Cap Shaw, en la que Hammett escribió sus mejores relatos. Pero a partir de estos materiales literarios heterogéneos, la obra de Hammett provocó una transformación del género criminal, a la vez que lo insertaba en las corrientes narrativas de la época, lo elevaba a las más altas cotas de calidad literaria que había alcanzado hasta entonces y abría caminos y posibilidades inusitadas para la literatura de misterio. La relevancia literaria de Hammett se combina, por otra parte, con una personalidad destacada: no sólo fue el emblema de la revista Black Mask sino que social y políticamente también su figura resultó emblemática como personificación de la resistencia crítica y el compromiso con sus convicciones, hasta el punto de convertirse en uno de esos escritores cuya biografía resulta tan apasionante o más que la de sus personajes y que son por ello mitificados de tal modo que logran traspasar parte de ese carácter legendario a sus propias creaciones literarias. En el mito personal y literario se condensaba además su experiencia como detective de la Agencia Pinkerton, que le permitió no sólo conocer el mundo de los rufianes sino su lenguaje, el lenguaje del hombre de la calle, lo que posibilitó la transformación de la novela de misterio en una género más realista y pegado a las preocupaciones sociales de esos mismos hombres de la calle que constituían la masa de lectores. Se dibujan así las dos aberturas que facilitan la entrada al mundo hammettiano: las convicciones políticas e ideológicas de Hammett (izquierdistas y comunistas) y el realismo argumental y estilístico de su escritura, fruto de su experiencia personal como investigador. Parece fácil pues, si accedemos a través de esas aberturas, adentrarse en la obra de Hammett.
Pero no lo es.
Porque esos dos signos de identidad, a la vez que entradas que permiten acceder al océano de la escritura de Dashiell Hammett, son rocas que impiden el paso formando una consistente muralla que comenzó a formarse ya desde los momentos finales de la vida de Hammett pero que no ha dejado de crecer y solidificarse a lo largo de los años. La roca de la izquierda –permítasenos el símil– sería la condición mítica del propio Hammett, fraguada por su apasionante biografía pero condensada en varios textos, entre los que destaca uno que ha llegado a convertirse asimismo en mítico para los seguidores del escritor. Nos referimos a la semblanza biográfica que Lillian Hellman escribió sobre su compañero como «Introducción» a la edición de El gran golpe. En este texto, escrito en cierta forma a regañadientes por Hellman, la compañera de Hammett nos declara su tentativa nunca llevada a buen puerto de escribir una biografía del novelista, intento que él siempre descalificó en forma burlona porque no sería más que «la historia de Lillian Hellman, con una referencia ocasional a un amigo llamado Hammett» y al que –según nos cuenta la propia autora– siempre puso trabas negándose de manera elegante e irónica a proporcionarle información. La muerte del escritor no sólo no ayudó a que se escribiera esa biografía por parte de Hellman, sino que lo impidió de manera definitiva, pues ella nunca logró encontrar las condiciones emocionales que le permitieran abordar esa tarea con garantías de éxito. Pero a cambio de no escribir esa biografía, Lillian Hellman trazó en la «Introducción» la semblanza de su compañero, una especie de memoria sentimental hecha con retazos escogidos, anécdotas compartidas, momentos significativos, encuentros o desencuentros. Y a partir de este deslumbrante texto, mil y una veces citado como una especie de evangelio biográfico de Hammett, mil y una veces repetido por diferentes autores que escribieron –y escriben– sobre su figura o su obra, fragmentado en anécdotas más o menos sugerentes, a partir de este texto –decimos– se fraguó de forma definitiva la condición mítica de Hammett. A saber: el Hammett detective de la Pinkerton durante varios años que (tal vez por la obligación de luchar contra los sindicalistas rompiendo huelgas, tal vez por el asesinato del sindicalista Frank Little, que nunca dejó de obsesionarlo) abandonó ese trabajo; el Hammett elegante, seductor, bohemio, mujeriego o bebedor empedernido, pero también asceta absoluto en el momento de la escritura; el Hammett izquierdista y comprometido; el Hammett comunista que se negó a delatar a sus compañeros; el Hammett demócrata hasta el extremo de alistarse en el ejército con cincuenta años para luchar contra el nazismo; el Hammett debilitado físicamente pero siempre digno como preso de conciencia del maccarthysmo, limpiando las letrinas de la cárcel con el máximo esmero o leyendo en su camastro mientras sus compañeros de celda escuchaban los entonces célebres seriales radiofónicos de Sam Spade; hasta llegar al momento crepuscular que nos muestra a un Hammett consumido que moriría en los primeros días de enero de 1961. Y como paisaje de fondo, una luz y una sombra: la luz de su carácter extremadamente vital, conversador y estudioso, alegre y apasionado sobre los temas más variopintos, desde la retina del ojo o las sagas islandesas hasta las tortugas gigantes voraces o Hegel (pero también Marx y Engels), conocedor de asuntos tan peregrinos como la fabricación antigua de los cristales o la hibridación del maíz; y una sombra que aún nos sigue turbando: su abandono de la escritura antes de los cuarenta años, tras habernos dejado algunas de las mejores novelas policiacas que se hayan publicado nunca, o lo que es lo mismo –perdón por el entusiasmo–, algunas de las mejores novelas del siglo veinte.
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