En ocasiones, o tal vez con más frecuencia de lo que nos atrevemos a aceptar, las relaciones entre las personas se vuelven anodinas, vacías, llenas de una levedad que suele tener como consecuencia permanente el avanzar por el mundo sin propósito alguno y sin ganas de querer tenerlo. En ocasiones, esas vidas insulsas se entrecruzan, exploran el deseo de lo nuevo, viven el segundo de lo definitivo, se gastan y se alejan. Desaparecen. Se hacen nada. Siguen rumbos que no conocemos. Se olvidan, simplemente, como sucede con todo aquello que no tiene sustancia. Vidas que se volatilizan, ausentes de todo peso. Vidas que pasan sin dejar rastro de sí. «[…] te llamo, me llamas, nos llamamos».
Jean Echenoz (Orange, 1947) convierte la tragedia del sinsentido en una tromba.
La irrupción de los personajes en el relato, el avance avasallador de
las acciones que instalan un mecanismo desquiciado de encuentros y
desencuentros, la presencia del narrador cuya omnisciencia rompe la
cuarta pared para interpelar permanentemente al lector, hacen de Enviada especial
un relato que transcurre a velocidad de cine, que no se detiene, que
superpone los acontecimientos y los desata sin mayor aviso. Echenoz, en
todo el esplendor de la novela negra: secuestro, pagos y rescate que
nunca se realizan, planes que no resultan, música que nunca se escribe,
relaciones apenas rozadas por la insatisfacción de la carne.
La historia transcurre acelerada desde el rapto de Contance, la
desidia de Tausk, su esposo, el placentero encierro de la raptada,
síndrome de Estocolmo mediante, la vuelta a la escena de un crimen muy
antiguo, las inmensas ganas de componer y volver al pop como en los
viejos tiempos, el vacío que se siente siempre, personajes que aparecen,
que se vinculan como en un juego de escena manejado por otro,
desaparecen, se los lleva la muerte, la acción de la muerte, personajes
pusilánimes, sin consistencia que siguen tramando deseos de gloria,
trascendencia en lo inmediato. Desde París a Pyongyang, una trama
manejada por un general venido a menos, Constance siempre en el centro
de lo que sucede, espía ahora, inmersa en el vacío de lo que es Corea
del Norte, edificios, carreteras vacías, escapes y nada, nada más.
El lector asiste a los acontecimientos como embrujado por el
relato de un narrador que permanentemente le está haciendo guiños de
complicidad, lo atrapa con su ironía, lo sujeta a la realidad de lo que
narra, lo hace testigo definitivo de lo que cuenta. Notable
forma de hacer entrar al lector en la historia: «Entretanto, pasean por
las avenidas del parque donde, instalados en un lugar estratégico, Objat
observa sus idas y venidas, tampoco comprendemos, a pesar de nuestra omnisciencia, cómo ha podido informarse de esa cita que parece, la verdad, no llevar mal camino».
Echenoz logra disponer los elementos narrativos al servicio de una
buena historia, las conexiones de los acontecimientos, sutilmente
entrelazados, permiten momentos de gran intensidad. Es una novela que se
lee a ritmo de espías, como las viejas historias de Fleming, llena
graciosamente, irónicamente, del mejor cliché del género.
Enrique Saldaña
(article aparegut a la revista digital elpensador.io l'11 de juny de 2019)
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