“Me gustan los bares cuando
acaban de abrir para la clientela de la tarde. Dentro el aire está limpio, todo
brilla, y el barman se mira por última vez en el espejo para comprobar que
lleva la corbata en su sitio y el pelo bien alisado. Me gustan las botellas
bien colocadas en la pared del fondo, las copas que brillan y las expectativas.
Me gusta verle mezclar el primer cóctel, colocarlo sobre el posavasos y situar
a su lado la servilletita de papel pefectamente doblada. También me gusta
saborear despacio ese primer cóctel. La primera copa de la tarde, sin prisas,
en un bar tranquilo… Eso es maravilloso”, le decía Terry Lennox a Philip
Marlowe en El largo adiós. La génesis
de este libro tuvo lugar en una situación más que parecida, en la barra del
Boadas, la mítica coctelería barcelonesa, durante una animada conversación
entre un catalán y una porteña frente a unos dry martinis.
Esta conversación tuvo lugar
hace ya algunos años, y entre martinis fueron desfilando además de los tragos
de Marlowe, las comidas de Pepe Carvalho —cuyo progenitor aparecía inmortalizado en una
esquina del local—, los olores en la trilogía de Marsella de Jean-Claude Izzo,
el bœuf bourguignon que le preparaba
a Maigret su mujer, los placeres gastronómicos del Mario Conde de Leonardo
Padura durante el Período Especial de la Cuba revolucionaria, los arancinis sicilianos de Montalbano… De
los detectives a las distintas mafias, a pasiones compartidas como el chocolate
—“¿Viste Gracias por el chocolate de
Chabrol?... ¡genial!”—, la inquietante Patricia Highsmith, el A sangre fría de Truman Capote, el cine
de Hitchcock…
La porteña, toda ella pasión
—cabellos de fuego y ojos de agua—, era Raquel Rosemberg, periodista
gastronómica, viajera, gran lectora y amante de la novela negra, que había
publicado ya varias notas en El Conocedor
sobre la relación de algunos personajes de la literatura criminal con la
gastronomía, y, con el segundo Martini —también le llaman bala de plata—, vino la idea de recoger estas notas y otras creadas
para la ocasión en un libro que uniera esas dos pasiones. Un libro para morirse
de gusto que se llamaría Sabores que
matan.
Van pasando los años y cada
vez que Raquel pasa por Barcelona nos citamos en Boadas para festejar la
amistad, rendir homenaje a Chandler y a Vázquez Montalbán, tomarnos un dry martini y continuamos hablando de
proyectos, lecturas, tragos y comidas. Mientras resista el Boadas, habrá
esperanza.
Lean, lean, todo empezó
allí.
Jordi Canal
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