[Conferencia para FEXPOCRUZ, Feria Internacional del Libro de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 31 mayo- 11 de junio]
La
gente debe saber que, en la oscuridad de la noche, algo se mueve además de
Santa Claus. El crimen no descansa. Hemos generado increíbles multitudes
aglomeradas en ciudades, y el resultado no podía ser otro que el peligroso
anonimato. En estas sociedades hacinadas, donde todos terminan siendo nadie,
caracterizadas por el desafecto, ya no debería sorprendernos la mano crispada
en torno a un cuchillo de matarife, a un pesado revólver o a una elegante
lapicera para estampar la firma en el desfalco.
El crimen convive con nosotros como
nunca. Mientras dormimos, él se frota en las sombras y se alarga, se encoje, se
ensancha de acuerdo a sus caprichos y en complicidad con los faroles y la luna.
Se introduce, sin abrir la puerta, a las simples viviendas, a las casonas, y a
las bóvedas gruesas de los bancos y negocios prósperos. O simplemente se
mimetiza en la corteza áspera de los frondosos paraísos, de los coquetos
jacarandás, del espinoso y barrigudo toboroche. Estira la garra para atrapar a
la niña, a la joven o a la señora. Le fascina la violencia en el sexo. El
desgarre y el llanto. Mucho, la sangre. Y se retira del cuerpo yacente junto
con el alma arrebatada. Se va por donde vino a su caverna. A veces, refugiado
en su propia oscuridad, se desespera y llora. Casi siempre, sin embargo, se
solaza sin arrepentimiento y piensa en volver a atacar.
Durante el día, el crimen puede caminar
de traje y corbata, montado en Hush Puppies y, por ahora, mariconamente sin calcetines.
No sólo así: a todos nos consta que puede estar trajeado con blusa de seda, con
chaqueta y primorosa minifalda de cuero, medias de nilón transparentes conteniendo
con eficacia la carne temblorosa y friolenta de las nalgas, altísimos tacones
de punta de goma, muy capaces de prolongar la pierna insuficientemente larga e
intimidar al valiente. Camuflado en la elegancia, perfumes y aires de
suficiencia el crimen espera su oportunidad. Está el negociado, el tráfico de
influencias, la estafa o la malversación. Está el cadáver, la momia que explica
el origen de tanta fortuna. La fortuna que, a su vez, explica el buen nombre,
el tradicional apellido, las ridículas ínfulas de abolengo en plena y tan luchada
democracia.
Aún más: visibiliza a individuos del
sector social emergente, porque el crimen también pasea sobre abarcas u ojotas,
y se viste con sombrero, de saco sin corbata, de pollera, de preciosa blusa con
escote cuadrado y encaje y sonríe con dientes forrados en oro. El crimen, ya no
lo podremos olvidar nunca más, se acuesta con nosotros.
He contado siempre sobre la indignación
que sintió una buena amiga al advertir que el nombre de su pequeño hijo no
figuraba en la lista exacta y motivada de niños a secuestrar por una banda de
malhechores. Reaccionó violenta y de un manotazo acalló la radio. ¿Qué se
habían creído? ¿Que no sabían que su familia era de pudientes? Semejante
desaire la hizo proferir maldiciones contra aquellos que ya estaban entre
rejas. También he contado que mi pequeño grupo de estudios en Derecho se sintió
discriminado por el hijo de un narcotraficante que nunca nos invitó a sus
fiestas. Esas anécdotas me han dejado pensando hasta el mismo día de hoy. Me
han conducido a la novela negra. El crimen se adueña de nuestras vidas sin
cesar.
Está, entonces, la literatura policial.
Así como campea la erótica en la narrativa porque erotizada está nuestra
sociedad, la literatura policial, negra o detectivesca, como también se la
denomina, irrumpe en nuestro horizonte de novedades librescas porque nuestra
sociedad está criminalizada. Es por esa razón que afirmo con total
contundencia: “La gente debe saber que, en la oscuridad de la noche, algo se
mueve además de Santa Claus”.
Tengo la impresión que a la literatura
policial le conviene la atalaya invertida. Es decir: no aquella que busca el
cielo para narrar mirándolo todo con vista panorámica, sino la profunda atalaya
enterrada que pelea con los topos, con las ratas de las alcantarillas barrosas
y desagües murcielagados, que husmea en depósitos de escombros viejos, de cachivaches
inútiles, y se encuentra con fetos secos, porque en esa profundidad está la
mugre que se esconde, la antigua vergüenza que hay que olvidar, la misma
cobardía que acabó venciendo al verdadero honor. Por eso esta literatura
comienza desde lo subterráneo y asciende, cuando puede, a la luz. Su camino, y
su proceso, va de tumbo en tumbo, dando manotazos de ciego, volteando las
estatuas y los grandes maceteros, los íconos y los pequeños tótems, los
emblemas y la chapa, pisando los ornamentales crisantemos y los fantásticos
nomeolvides: pateando todo. Porque
quizás nada de lo que se ve es cierto. Aunque quizás esta premisa sea falsa. La
literatura policial ha inventado al detective y su bisturí para encontrar la preciada
e íntima verdad.
Cada detective o investigador maneja el
bisturí a su modo. Hace muy poco he leído a Cristina Fallarás en su novela “Las
niñas perdidas”. Quiero decirles que su investigador es una mujer con un
embarazo de seis meses y llora de rabia ante el peligro acechante sobre las
niñas del mundo. Varias veces. Y, también hace poco, he leído a Vladimir
Hernández en “Indómito” y su investigador, con metodología criminal, es un
delincuente sentenciado que corta brazos, piernas, y mete bala a todo lo que se
mueve. Otro cubano, Leonardo Padura, desarrolla un detective que farrea, en La
Habana actual, inclusive con aceite de camión a falta de ron, con nítida diferencia
de estilo respecto a Phillipe Marlowe que se emborracha con gimmlets. Del elegante James Bond, en las
tantas novelas de espías, que toma Martini batido pero nunca revuelto. A todos
les duele el dolor, aunque a algunos no tanto como se quisiera. A todos los
aplasta la ruindad posible y demostrable del ser humano, pero no todos sufren
bíblicamente. Advierto, no obstante, que estos investigadores están cubiertos
por una pátina de real cinismo. Nunca hubo un tiempo mejor para la humanidad,
ellos lo saben. Ni siquiera en la opera prima de la Creación.
El investigador busca la verdad pero no
siempre para revelarla. Han de notar, inclusive, que casi nunca entrega al
malhechor a la justicia. Todos pueden recordar al padre Brown, que prefiere
enfrentar al delincuente a la justicia de Dios y dejarlo marchar mortificado.
Excepcionalmente, cuando éste confiesa
ante el juez su delito, lo hace ya convencido de la mediación del padre ante la
divinidad para atenuar la pena. Creo que esta actitud es producto de su
pesimismo. Nuestro mundo ha perdido la esperanza pese a que la democracia está
presente en el imaginario de todos. Pero en la lucha del bien y del mal no hay
avance. El mal campea desde siempre y el bien se defiende apretando los
dientes. Es un problema con raíces en la materia. El primer impulso de un niño
es la desobediencia. Las abuelas y los padres se afanan como diez años
explicándoles que eso no se hace. Y no siempre logran su objetivo. Cuando
tienen veinte años, a muchos de ellos los busca la policía.
El investigador de la literatura
policial es un ser romántico. Pelea por nosotros a pesar de nosotros. Es un
incomprendido por las instituciones del Estado. Su vida corre peligro de muerte
y no parece importarle. Está en el anonimato. En su mayoría, no se casan.
Apenas tienen amigos porque sería inevitable comprometerlos. Son seres
sentimentales con fachas de duros y algunos lloran con la letra de los boleros.
Yo conocí a un investigador que, en sus tiempos libres, era árbitro de fútbol.
Le distraía la filigrana tejida por la pelota golpeada, o acariciada, por los
botines. Alguna vez le sucedió que se le hizo la luz mientras la pelota viajaba
por los cielos y salió corriendo a atrapar al criminal ante el total desconcierto
del juego. Él me contó que su jefe policial, en cambio, cuando necesitaba
pensar se sentaba a ver niñas colegialas de guardapolvo para agudizar su mente
pervertida en el caso en cuestión.
Los teóricos afirman que el cuento es
el género exacto para narrar lo policial. Puede ser. Pero el cuento se vende
menos que la novela, y nadie es capaz de explicar por qué. Lo más probable:
porque el lector piensa en los niños cuando le hablan de cuentos. Algunas
novelas ya brillan entre lo más selecto de la literatura. Quiero decir: se
codean atrevidas con las clásicas. En Bolivia, y en América Latina, las novelas
policiales no “aterrizan” en el género propio, sino en el género universal. Es
decir: una novela policial boliviana tiene que competir con Juan de la Rosa,
Raza de bronce o El run run de la calavera.
No sucede lo mismo en Estados Unidos o Europa donde ya existe el género.
Esta aparente incomodidad hace que nuestra novela se esmere en su calidad
literaria.
Mucha gente aún piensa que la novela
policial, como esa del viejo western,
sirve, mientras se viaja en bus, para paliar tanta monotonía del paisaje, pero
luego recomiendan dejar el libro abandonado en el asiento. Y no es así, ni
mucho menos. A tantos seguidores nos consta que “El Largo adiós” resiste veinte
lecturas o más, como también “Los mares del sur”. “Un ciego con una pistola”
nos exige dos lecturas para comprenderla bien. “Pulp” se puede releer, siempre
y cuando haya un whisky a la mano con dos cubitos de hielo. Hay decenas de
magníficos ejemplos.
La literatura policial nos recuerda que
las espinas de esta rosa bella y emblemática que llamamos “vida” podrían estar
envenenadas.
Santa
Cruz, junio de 2017.
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