Entre los distintos motivos que llevan a una persona a matar a otra, hay uno que si apela con carantoñas humanistas a nuestra particular escala moral de valores, atrapa nuestra simpatía. Y ese motivo es la venganza.
De inmediato nos ponemos en la piel de la persona agraviada y hacemos nuestras las razones que impelen sus actos; sale nuestra parte más cristiana, esa sustentada por la Biblia, la del ojo por ojo, y cegados ya no vemos, solo actuamos.
Si vuelves en ti consciente de que han intentado matarte, como sucede con Mario Durán, y no lo han conseguido lo lógico es que primero te pongas a salvo, no sea que vuelvan, y lo segundo es que les demuestres como se hace eso de matar, asegurándote de que aprendan quedando bien muertos. Y de eso va la novela.
La acción de Indómito transcurre en La Habana; pero no en esa capital que saluda al mundo desde su malecón de postal; tampoco la que atrae nostálgicos de cuando las revoluciones eran revolucionarias y se fotografían la lado de imágenes de los compañeros Camilo, Fidel y del icónico Che; ni esa que atrae singles de todo el mundo dispuestos a empapar sus oídos de, maravillosa mezcla criolla que conforma la, música cubana, el paladar a base de mojitos y con el secreto inconfesable de terminar la noche siendo húmeda montura de una joven jinetera.
La Habana de la novela es la de la otra cara del espejo. La que solo ven, conocen, viven y sufren los que en ella habitan, la que cada día barre para dentro ya que si se saca hacia fuera puede haber pena de sedición, la de los que forman cola por la puerta de atrás de la cocina de los hoteles para recoger lo que otros dejan y la conocemos por los pequeños detalles, que va desgranando el autor, más ilustrativos que si empleara abigarradas descripciones.
Decir que Indómito es una historia de venganza no es faltar a la verdad pero es quedarse corto. Indómito es además una historia de amistad y sobretodo de lealtad; de sacrificio generoso, como el que significa cuidar, por agradecimiento, a un desconocido al que ni su hijo visita y es también una crítica social que desvela que no todo lo que brilló bajo el sol de la revolución aún luce y que lo que encandiló a abuelos y padres ya no genera igual entusiasmo en los hijos y es que con solo pintura no se cubren los desconchones que ya no puede esconder por más tiempo el régimen.
Y lo hace desde una trama estructurada al modo de novela negra americana clásica ambientada en el Caribe. Hardboiled servido con ron. Con unos personajes que se definen por sus diálogos y sus comportamientos. Con una trama ágil que gana en complejidad y en crítica social; con un avance sostenido que alterna calma con velocidad y que esta se multiplica a la par que se avanza a lomos de una Harley y con unas acciones rotundas que marcan un punto y seguido, lo que indica que aún hay más.
Pero todas las venganzas se construyen a partir de una historia de sacrificios y dolor, de ahí que la victoria, para los vencedores, tenga siempre un sabor agridulce. Mario jamás podrá olvidar a Rubén.
Vladimir Hernández arranca esta novela negra con un golpe de efecto cliffhanger mostrando una gran capacidad para contar una historia muy bien explicada, pormenorizando incluso en el robo, para presentar personajes con tanta facilidad que casi no necesita describirlos e ilustrar que el crimen que se cuenta es solo el que se ve pero no por eso el único que existe.
Léanla y la recomendarán. Fué, sin duda merecido, Premio L'H Confidencial 2016.
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