Javier García
El nuevo libro Reconstitución de escena, del historiador Manuel Vicuña, narra el nacimiento del género a fines del siglo XIX. La crónica roja y el registro policial son los primeros antecedentes que permitieron la creación de personajes detectives.
Exhumaron su cadáver en el Cementerio General de Santiago. Ocurrió en días oscuros de 1896. Era imprescindible la autopsia del cuerpo de Sara Bell. Las sospechas eran muchas. Así fue como la trasladaron a una plancha de metal: su disección podía dar resultados definitivos.
Lejos ya de este mundo, el rostro de Sara Bell era portada de diarios y revistas. La hermosa joven, que tuvo pendiente a la sociedad chilena antes de esclarecerse su crimen, fue envenenada con cianuro de potasio. El responsable: Luis Matta Pérez, abogado, socio del Club de la Unión y amante de Sara.
Un año después del macabro suceso, en 1897, salió de imprenta el libro El asesinato de Sara Bell, de Daniel Castro Hurtado, detective a cargo de las indagaciones. “La narrativa policial chilena nació a la sombra de ese crimen cuyo eco dilató el escándalo”, escribe el historiador Manuel Vicuña (1970) en Reconstitución de escena, ejemplar recién publicado por editorial Hueders.
El título escarba en los orígenes de la novela policial local asociada a la crónica roja como material literario y a policías como los personajes encargados de registrar estos episodios.
“Si bien no es puramente ficción, es un tipo de narrativa que anticipa la lógica propia de los relatos policiales: hay detectives, una investigación, un crimen y la búsqueda del culpable”, dice Vicuña, lector del género y autor de títulos como Un juez en los infiernos y Fuera de campo.
“Al menos desde 1894, los procesos célebres empiezan a abandonar la crónica roja de los diarios para distenderse en las páginas de los libros”, precisa el decano de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia de la UDP.
En Reconstitución de escena es posible encontrar la herencia extranjera del policial, que sentó las bases del género. “Auguste Dupin inaugura una larga estirpe de investigadores privados con vocación de extravagantes”, anota Vicuña sobre el personaje del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, que hizo su aparición en Los crímenes de la calle Morgue, en 1841. Además, Vicuña se refiere a Sherlock Holmes, del autor británico Arthur Conan Doyle, y a Philip Marlowe, del narrador estadounidense Raymond Chandler. “El detective remeda a Dios, lo sustituye más como impostor que como heredero”.
El siglo XX chileno tendrá sus propios personajes. Por ejemplo, el detective Román Calvo, “El Sherlock Holmes chileno”, protagonista de la narrativa de Alberto Edwards. Se sumarán, muchos años después, el detective privado Cayetano Brulé, de Roberto Ampuero, y Heredia, de Ramón Díaz Eterovic.
También explorarán en el terreno del policial los escritores Jaime Collyer (El infiltrado), Sergio Gómez (El labio inferior), Poli Délano (Muerte de una ninfómana), Carlos Tromben (Poderes fácticos), Mario Valdivia (Un crimen de barrio alto), Roberto Bolaño (La pista de hielo), José Gai (El caso P.), Isabel Allende (El juego de Ripper) y Hernán Rivera Letelier con su trilogía que protagonizan el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda. La muerte tiene olor a pachulí es su segunda entrega.
Bajos fondos
“He ido más a los cementerios que a los cines”, decía René Vergara (1916-1981), el responsable de la creación de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones. Antes de ingresar a la institución con 22 años, en 1938, recorrió Latinoamérica.
“Pega no le falta, porque agarra lo que venga, sin chuparse ante nada. Boxea, compone letras de tango, ejerce el periodismo, vende helados (…) levanta pesas en un circo, recolecta mandarinas, carga bultos en los puertos fluviales, corta caña”, anota Manuel Vicuña en Reconstitución de escena.
En los años 40 Vergara creó al inspector Carlos “El mono” Cortés, que protagonizó las historias que publicaba en revistas como Intimidades y Sucesos Policiales. Las riñas callejeras, los asesinatos de los bajos fondos, el amor marginal y los códigos del hampa eran la atracción de miles de lectores, que accedían a cambio de pocas monedas a esos retratos urbanos, adquiridos en los kioscos.
“Todo sugiere que Vergara se hizo tira gracias al influjo de la literatura policial, y no a la inversa”, señala Vicuña. “Vergara encarnó en Chile mejor que nadie la figura del detective-escritor”, agrega.
“Debe haber sido el primer escritor que se ocupó seriamente del género policial en el país”, precisó en un artículo el narrador Enrique Lafourcade.
René Vergara nunca dejó de lado su carrera. Fue becado por el FBI, recibió instrucción en Scotland Yard y trabajó para la OEA investigando crímenes en Latinoamérica. Recién en 1969 publicó una de sus historias en formato libro. Su novela debut fue El pasajero de la muerte. Su producción narrativa finalizó con De las memorias del inspector Cortés, en 1976.
Las ficciones de Vergara surgen de los hechos registrados en la prensa. “La crónica roja era el género más leído y la manera en que los diarios capturaban lectores. No había diario que no renunciara a la crónica roja, porque era renunciar a un público masivo. Era condenado por mucha gente porque se pensaba que solo alentaba el morbo”, comenta Vicuña, quien accedió a las evaluaciones anuales de René Vergara en 2014. “Ha hecho de su profesión un culto al cual dedica todas sus energías”, se lee en un informe de 1950.
Lucha de gigantes
Las esferas del poder cuestionadas. Militares involucrados en crímenes. Ejecutivas bancarias asesinadas y empresarios investigados por fraudes financieros. La literatura policial chilena de las últimas décadas se ha hecho cargo de apuntar en sus páginas los episodios oscuros de la historia reciente.
“La novela criminal es la novela social de nuestros días, y ella sirve para registrar las distintas caras de la relación poder y crimen, tan presente hoy en día en todos los países”, dice Ramón Díaz Eterovic, que hace algunas semanas publicó la novela Los fuegos del pasado, donde el detective Heredia viaja al sur a investigar un caso de adopciones ilegales.
Protagonista de 17 títulos, Heredia apareció por primera vez en la novela La ciudad está triste, de 1987. Desde esa fecha el detective, habitante del barrio Mapocho de la capital, se ha involucrado en la investigación de casos de Derechos Humanos, ha conocido los sinsabores de la vida de los inmigrantes, ha resuelto crímenes producidos por el narcotráfico y ha viajado al norte indagando la contaminación debido a una minera que opera en la zona.
Sobre los materiales que alimentan sus narraciones, dice Díaz Eterovic: “La crónica roja, y sobre todo las noticias políticas y económicas son un buen detonante para escribir una novela policial. Lo demás es algo de investigación y bastante imaginación”.
La novela Un crimen de barrio alto, de Mario Valdivia, arranca con el asesinato de Clarisa de Landa, una brillante ejecutiva bancaria que es hallada muerta en el living de su casa. Es cuando entra en escena el comisario Oscar Morante. “La reputación de los altos gerentes ha sido destruida sin remedio”, señala, aludiendo al círculo de poder que al parecer está metido en el crimen de Clarisa.
En otra vereda: el subcomisario Abel Ayala intenta resolver una seguidilla de crímenes de mujeres, mientras el ex jefe de la DINA, Manuel Contreras, atrincherado en el Hospital Militar, se resiste a cumplir su condena en la cárcel. Es la historia que desarrolla la novela El caso P., de José Gai.
Si Isabel Allende hizo su novela policial, Rivera Letelier planeó una trilogía. Este año publicó la segunda parte, La muerte tiene olor a pachulí. El escritor del norte vuelve sobre los prostíbulos, pero también retrocede a reconstruir el pasado de un teniente del Ejército que abusaba de mujeres en dictadura.
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