David Torres
El policía de novela negra es el último, o el penúltimo, de una larga estirpe literaria que se remonta al chevalier Dupin, de Edgar Allan Poe. Poe creó el arquetipo del detective aficionado, el diletante genial, medio filósofo, medio científico, que toma atajos y se burla de los métodos policiales para atrapar a criminales casi tan brillantes como él mismo. Al crear a Sherlock Holmes, el detective consultor más famoso del mundo, Conan Doyle tomó muchas cosas prestadas de la figura de Dupin, la misantropía, un punto de orgullo y de desprecio, el tedio pertinaz, la inteligencia apabullante e incluso la compañía de un escudero que también ejerce de narrador y ayudante. Chesterton vistió a este cerebro con patas con la casulla de un sacerdote católico, el padre Brown, un hombre bonachón y desenfadado en donde la fe religiosa se junta con la luz de la razón para desvelar monstruos. Agatha Christie se desdobló en Hercules Poirot y en la adorable Miss Marple para continuar el mismo esquema clásico de la novela detectivesca: un misterio aparentemente irresoluble que se desvela apenas sin intervención física del investigador, como si el crimen fuese un problema matemático.
Frente a ese modelo aristocrático, asexuado, casi angélico, Dashiell Hammett inventó un detective completamente distinto, Sam Spade, un tipo de la calle que lía cigarrillos en lugar de fumar en pipa, lleva gabardina, tira de pistola, pega puñetazos y suelta piropos a las chicas. Raymond Chandler afinó el retrato al componer a Philip Marlowe, una extraña mezcla de dureza y melancolía, de cinismo y ternura. Ambos utilizan tanto el cuerpo como la mente a la hora de ponerse a trabajar y no se limitan a sentarse en un sillón para pensar, sino que necesitan salir a la calle y hundirse entre la mugre. Los casos no son ni mucho menos tan brillantes como los acertijos de Poe y de Chesterton, pero lo que la novela pierde en elegancia y en limpieza lo gana en crudeza y realismo. Con Hammett el detective emerge de un laberinto puramente mental y entra en los auténticos infiernos del crimen, chapoteando en charcas de culpa, de codicia y de rencor. El investigador deviene un crítico social, un testigo de la degradación y la corrupción que infecta el mundo. La novela negra se llama así porque la sociedad lo es, siempre lo fue y siempre lo será.
Spade y Marlowe engendraron casi por generación espontánea una enorme descendencia de detectives más o menos privados, tipos que se anuncian por teléfono, aguardan tras su nombre escrito en una placa o serigrafiado en un cristal, aburriéndose tras una mesa desordenada, dando sorbos a una botella de bourbon, cargando el revólver o dando largas a una secretaria tercamente enamorada. Casi todos ellos son solitarios, desaliñados, descreídos y algo cínicos; tienen el corazón roto por una vieja historia de amor, una mujer de la que nunca quieren hablar; comen a deshoras, generalmente cualquier cosa; les gusta el jazz, la ópera o el ajedrez. Una de las pocas excepciones habla en español, a veces en catalán, se llama Pepe Carvalho, es gastrónomo aficionado, quema libros de poesía en su chimenea y empezó su carrera matando a Kennedy.
Sin embargo, por necesidades del servicio, en las últimas décadas este arquetipo del detective hosco y solitario ha ingresado en la policía, se viste de uniforme, lleva placa, aunque intenta mantener las constantes vitales del oficio entre las broncas del jefe y los conflictos con la autoridad. Ese cambio era lógico puesto que, con los avances en la investigación policiaca, los bancos de datos, los archivos digitales de huellas, la lupa de Sherlock Holmes ya no valía de gran cosa y las agencias de detectives quedaron relegadas a la triste labor de huelebraguetasque tanto repugnaba a Marlowe: los casos de divorcio, infidelidad y absentismo laboral. Por lo demás, muchos de los grandes policías de la novela negra siguen fieles a la figura de Spade (que en última instancia procede del cowboy, que a su vez procede del caballero andante), un arquetipo genérico del que han bebido muchos de los grandes maestros de la novela negra. Son o suelen ser indisciplinados, divorciados, melómanos, alcohólicos o ex alcohólicos y su fracaso vital es el precio que pagan por su dedicación obsesiva a su oficio.
Henning Mankel dio a luz a Kurt Wallander, el inspector de policía sueco aficionado a la ópera y con un padre jubilado que pinta siempre el mismo cuadro, un paisaje. Jo Nesbo creó a Harry Hole, el pivot de la policía noruega, alcohólico, fumador, maleducado y cabezón como él solo. Incluso cuando Martin Amis hizo una temeraria incursión en el género con Tren nocturno, donde cambió el género del protagonista, acabó escribiendo sobre una mujer solitaria, pasada de peso y con aspecto hombruno. La gran excepción vino de Bélgica y de la mano de George Simenon: Maigret, un comisario belga, felizmente casado, que se enfrenta al misterio mordisqueando tercamente su pipa y familiarizándose con el entorno de la víctima antes de volver a casa.
Entre todos debo confesar que mi favorito es John Rebus, el anárquico, desengañado y fatigado sabueso escocés, uno de los pocos que cuenta con un archienemigo propio, el despiadado y astuto Big Ger Cafferty, capo de la droga en Edimburgo, y con una compañera inquebrantable, la pelirroja Siobhan Clarke. Alimentado casi exclusivamente con whisky y cigarrillos, Rebus conduce por las calles desoladas y lluviosas de la capital escocesa oyendo sin cesar viejas canciones de rock de los setenta (The Kinks, The Rolling Stones, Jethro Tull, The Clash, The Who) cuyas letras le recuerdan su matrimonio destrozado, su juventud extraviada, el desastre general de su vida. En la serie de Ian Rankin, se percibe casi en cada página la tristeza y el desaliento del trabajo policial: “Para muchos policías una investigación criminal era como si el muerto fuese un cliente, mudo y frío, que no dejaba de reclamar justicia”.
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