Víctor del Árbol
El tiempo es una dimensión extraña. Pasa, pero en ocasiones somos nosotros los que lo transitamos, como si de un camino lento se tratase. Esa sensación de andar despacio es la que tengo hoy, el día que cumplo 46 años. Sin darme cuenta me planto en esta tarde y parece que no podía ser de otra manera. Que todos estos años debían traerme a este instante. Sin prisa, pero con paso firme. Escribí una vez que no me inquieta el dolor de estar vivo, sino que aquello que me acongoja es la sospecha de no estar viviendo. Que cada esfuerzo, cada pensamiento, cada acción sirva para ser consciente de cuanto me pasa. Hoy, ya no siento ese miedo.
Cumplo nacimientos, sí, y qué mayor regalo podía hacerme que regalarme el privilegio de ser yo mismo. Hace unos años, cuando empezaba a intuir lo que significa el oficio de escritor, alguien con más canas y cicatrices, me dio un consejo en la Residencia de Estudiantes de Madrid; era la primavera del 2006, y yo un hombre eufórico y candoroso. Acababa de ganar mi primer premio, y en la mesa estaba mi primer libro editado. 500 ejemplares que pronto se convirtieron en 3000. Yo soñaba la gloria, embriagado por un éxito inesperado. Aquel sabio, que sigue siéndolo, me observó con lástima, ahora lo comprendo, y me anunció que para vivir mi sueño no bastaba el talento, ni siquiera el trabajo o mi voluntad indudable. Necesitaría suerte –me dijo –; y la suerte sería encontrar a las personas que me acompañasen en el camino. Si esas personas no existían, o eran las equivocadas, mi pasión moriría como mueren tantas, sin remedio.
Aprendí en mis carnes esa lección. Todavía me supuran ciertas heridas. Volví al principio, comprendí en qué me había equivocado, rectifiqué y volví a intentarlo. Fue difícil, aún lo es, pero más difícil fue, es y será, no dejar partes de uno mismo en el camino, no perder jirones de personalidad en cada obstáculo que me toque salvar. Aceptar las reglas sin renunciar a las reglas propias, escuchar a los demás sin dejar de ser uno mismo, aunar pasión y profesionalidad, talento y trabajo, espacios íntimos y espacios compartidos. Mantener la dignidad sin caer en la vanidad, sostener la modestia sin caer en el servilismo. Respetar, por encima de todo, la voz que viene de dentro, no entregarla a las prisas, ni a las apariencias. Confiar sin candor, avanzar sin renunciar a lo andado, aprender antes que enseñar. Ese es el difícil equilibrio que aquel sabio me puso aquella tarde de primavera delante. Y a esa elección de vida me debo.
El 13 de mayo de este año 2014 que ha sido tan definitorio, la editorial Destino decidió publicar “Un millón de gotas” Semanas antes, yo estaba nervioso, tenso y esperanzado, como quien sabe que está ante su gran oportunidad. Quienes me conocen bien saben lo difícil que fue tomar esa decisión. Hoy, seis meses después, tengo en mis manos la cuarta edición, y eso, que puede no significar mucho, lo significa todo. Seis meses, poco tiempo. Toda una eternidad para los que sabemos que en el mundo de los libros, como en la vida, el fracaso es lo común y el éxito lo efímero. No hablo del éxito de ventas, hay cientos que pueden sentir ese éxito mejor que yo. Hablo de seguir vivo, de estar ahí, gota a gota, lector a lector. Miro los ejemplares en una librería y me parecen chiquitos, rodeados de otros cuyos méritos están ahí. Y escucho a Irina, a Elías, a Gonzalo, hojeo las páginas y los oigo susurrando su vida. ¡Estamos aquí! Seguimos vivos.
Nada se consigue solo. Comprendo aquella lección. Por bueno que seas, por grande que sea la editorial, por campañas de márquetin que se hagan. Todo eso ayuda, es fundamental, pero te seguirán faltando los otros. Los que harán que la suerte esté contigo o te abandone. En estos años, he visto cómo crecían los lectores, despacio, en silencio, pero con seguridad. Las cartas personales, las amistades que han nacido de los libros, los cafés en plazas de Barcelona, las tertulias literarias, los clubs de lectores con cinco personas, diez, veinte….las reseñas de lectores, de blogueros, las críticas de profesionales, los periodistas que no miran tu nombre ni tu número de ventas. Los escritores y escritoras animándote a seguir. También todo lo contrario, pero eso forma parte del camino, te curte, te mantiene a pie firme en el suelo.
Ojalá pudiera hoy daros uno por uno las gracias, estrecharos la mano o daros un abrazo. Ojalá pudiera preguntaros cara a cara tantas cosas que me asaltan, como quisiera dar respuesta a vuestras dudas. Un millón de gotas, un millón de lectores. Recuerdo esa broma con una persona de la editorial, dicha con un destello de esperanza en la boca pequeña. Claro que no sois un millón, pero sois muchos, y gota a gota, persiste esta historia. Como esa lluvia calma que alimenta la hierba sin aspavientos y que un día estalla en una primavera increíble.
Quería nombrar uno por uno a todos los blogueros que me habéis ayudado a dar a conocer esta historia. Pero no lo haré porque dejaría alguno en el camino y no sería justo. Que cada uno se sienta concernido con esta carta de agradecimiento, incluso aquellos a los que no os gustó lo que leísteis, también de vosotros aprendo cuando la crítica nace del respeto. A cada lector, gracias. A los que conozco, a los que jamás conoceré, a los libreros, a los dependientes de las grandes superficies que ponen el libro en manos de quien llega dudando, al equipo de personas de Destino, desde Emili, Silvia, Alba, hasta la becaria cuyo nombre desconozco. Gracias a Alrevés, gracias a Josep, y a Jordi Canal, mi gran amigo y consejero. Gracias a Carlos Pujol. A los bibliotecarios, a quien se niega a descargar pirata un libro, a mis amigos de Francia que practican ya el español con Tania y Compañía. A Antonia, a Claudia, a Hilde.
Gracias a aquel sabio cano, cuyas palabras, hoy más que nunca, mantengo vivas. La suerte son los otros. Y yo tengo suerte, amigos.
Gracias por regalarme este sueño en mi cumpleaños que no se detiene, que ya es una realidad. Yo solo puedo prometeros que seguirá lloviendo.
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