13 d’octubre del 2014

Nórdicos y súrdicos

[Página 12, 13 de octubre de 2014]

Juan Sasturain


La semana pasada, en el marco de la XXXVII Feria Internacional del Libro de Montevideo, se organizó –por segunda vez– un ciclo dedicado a la Novela negra, rótulo tan exitoso como equívoco, ya que, tras ser aplicado específicamente y durante décadas a un cierto tipo de relato criminal “duro” de origen norteamericano –lo que hicieron Hammett, Chandler y otros, en contraposición a la clásica novela de enigma “a la inglesa”– hoy ha pasado a ser, en el uso corriente, casi un sinónimo del vasto género policial en sus diversas formas. Todo relato que incluya violencia, crímenes, ocasional investigador (o no) y alguna referencia al contexto social en que se derrama la sangre –de Atenas a Nairobi pasando por Santiago o Buenos Aires– cabe hoy dentro de la llamada novela negra o género negro. Valga esta aclaración no como un gesto de descalificación sino simplemente para entender de qué prolífico fenómeno universal estamos hablando. Porque el dato es que –según se dice– la llamada novela negra vende. Vamos por ahí entonces.
Uno de los síntomas de la popularidad o por lo menos de la atención que despierta el género en editores, escritores y lectores universales es la proliferación de encuentros, festivales, simposios y demás eventos que se ocupan del tema. En la Argentina, sin ir más lejos, este año se realizaron nuevas ediciones del Festival Azabache, en Mar del Plata, y del BAN! (Buenos Aires Negro), mientras debutaban, en las últimas semanas, las audaces Córdoba Mata y Chicago Argentina, en la consabida Rosario. Y todos estos encuentros –e incluso alguno más estrictamente académico realizado en la Biblioteca Nacional y alrededores– contaron con la presencia entusiasta de escritores, críticos, libreros, editoriales y sobre todo de un público entre curioso e inquisitivo. Lindísimas experiencias, todas ellas.
En el caso de la Feria de Montevideo, la segunda edición del ciclo sobre Novela Negra –con la presencia numerosa de veteranos y jóvenes autores uruguayos, más el español Lorenzo Díaz, el chileno Bartolomé Leal, el mexicano Elmer Mendoza y un puñadito variado de argentinos– se centró sobre todo en el estado de la producción en el país anfitrión y en Latinoamérica en general.
Y estuvo muy bien –y acaso resultó necesario– que así fuera, habida cuenta de que para el encuentro inicial del año pasado la Cámara del Libro del Uruguay, organizadora de la Feria, había apostado con buen ojo a la capacidad de convocatoria e interés que genera urbi et orbi –con éxito de ventas y de crítica– la que podríamos llamar moderna Armada Escandinava. Así, invitó a un terceto de narradores (Arne Dahl, de Suecia; la finlandesa Lena Lehtolainen y el noruego Kurt Aust), elegidos de entre esa larga serie de escritores policiales suecos, noruegos, daneses y fineses que, desde la irrupción triunfal de Henning Mankell, Larsson y seguidores, satura las listas de best-sellers universales. Y los rubios y rubias cumplieron larga y amistosamente su papel de modelos de modernidad vendedora para el género. Bienvenidos fueron, bienvenidos sean.
El fenómeno de la proliferación cuasi plaga actual de estos “narradores nórdicos” se asemeja –mutatis mutandi– al dilatado post Boom latinoamericano que enfiló, hacia los setenta, tras la estela de Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez y Cabrera Infante y sus padres/tíos formadores, a una serie interminable de narradores más o menos torrenciales que siguieron vendiendo y mirando al norte su condición de portadores de los genes del trópico y el polvo de las revoluciones. Suele suceder. Sólo el tiempo decanta las voces genuinas entre el griterío de colores, los perfiles propios en la neblina de los fiordos.
Seamos justos: en muchos casos, el interés humano, la complejidad de sus personajes, la mirada crítica y la saludable tendencia a evitar los maniqueísmos excesivos hacen que los narradores nórdicos –por pintar con saludable honestidad los costados oscuros, las inevitables manchas de sus envidiables modernas sociedades desarrolladas– resulten a menudo convincentes. Y, más allá de las recetas, suele haber muy buenos escritores. Sin embargo, la cuestión viene al caso porque, más allá de méritos o deméritos estrictamente literarios, ese policial nórdico –con todas sus variantes– parece que poco tiene para aportar –en tanto modelo, se entiende– a la actual narrativa latinoamericana del género.
La cuestión, obviamente, pasa por la relación con el sistema, con el orden social, político y económico establecido, y con la institución policial en particular: en la narrativa negra latinoamericana –llamémosla súrdica, para contraponer un poco chicanera, programáticamente los modelos– la institución que encarna el Orden, la policía, es parte del problema y no de la solución. Porque ese orden es “natural” y funcionalmente injusto y excluyente, y la verdad que su lucha por imponer y develar no suele tener nada que ver con la justicia final. Y no es un problema de personas particulares sino de sistema, no se trata de fallas ocasionales de una sociedad en armonioso y democrático funcionamiento que requiere ocasionales ajustes o reparaciones sino de una sociedad atravesada estructuralmente por el delito. El económico, básicamente, que establece y sostiene las perversas condiciones de injusticia que están en la raíz de todos los males. Si el capitalismo desarrollado y hegemónico en este mundo globalizado se permite ejercicios críticos de buena conciencia en el seno de sus sociedades centrales, en estos orgullosos arrabales devastados por sus políticas y sus intérpretes nativos las cuestiones se plantean en otros términos. Hay cambio de roles. Los delincuentes son otros, y los que se encargan de tratar de hacer justicia, también.
Por eso los actuales narradores súrdicos –a diferencia de los diestros, muchas veces admirables nórdicos– están más cerca, en su práctica de escritura, de la genuina literatura negra, aquella que en relatos más o menos cínicos o románticos, alevosamente críticos sin necesidad de moraleja (Hammett, Cain, Chandler, Goodis, Thompson), supo dar cuenta del mecanismo que la sociedad capitalista no puede dejar de renovar en sus más o menos sutiles variantes: un sistema sostenido/enmascarado por la relación indisoluble entre el dinero, el poder y la violencia.
Y sobre eso siempre hay mucho para contar. Todo un programa.



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