Luis Fdo. Brito Medina
"El poeta del asesinato sensasionalista"
James M. Cain, autor prolífico y talentoso de novelas duras tales como “El cartero siempre llama dos veces”, “Perdición”, “Mildred Pierce” y “Serenade”, alimenta a lo largo de su vida un sentimiento hostil por el denominado séptimo arte. Argumenta que el cine es una forma de inspiración inferior. Lo encuentra crudamente esquemático, infantilmente artificioso, ingenuo, superficial y poco sofisticado.
Cain se acerca a la industria del cine con un desdén irónico, porque él desarrolla ávidamente en su juventud una notable carrera como guionista y más tarde, como novelista, obtiene respetables riquezas por los derechos cinematográficos de su trabajo literario. Hoy en día gran parte de la opinión pública es consciente de su obra a través de las películas derivadas de sus libros. Cuando la gente piensa en James Mallahan Cain, piensa en Fred MacMurray y Barbara Stanwyck en “Perdición”, piensa en John Garfield y Lana Turner en “El cartero siempre llama dos veces”, piensa en Joan Crawford en “Mildred Pierce”. Cuando la gente piensa en Cain piensa en el cine negro.
¿Y por qué no? “El cartero siempre llama dos veces” y “Perdición”, son obras maestras de la novela negra, en las que el adulterio, el homicidio del cónyuge y los seductores seguros por accidente presiden la narración, y una vez que se permite la adaptación de estos relatos a la gran pantalla por la censura Hays, allá por la década de 1940, se convierten en verdaderos modelos para un asombroso número de películas noir. El uso excesivo del “modelo Cain” se extiende mucho más allá de la desaparición del cine negro original, en la década de 1950. La práctica emerge en la era neo-noir de los años 1980 y 1990, con películas como “Fuego en el cuerpo” (Lawrence Kasdan, 1981) y “Sangre fácil” (Joel Coen, 1984).
Muy pocas películas de cualquier época mantienen un parecido real con el espíritu de la escritura de Cain. En algún lugar de las sombras del cine negro, James M. Cain, el escritor, se pierde. Nadie ha pensado en postularle para un Nobel en literatura. Sin embargo Cain merece, al menos, un asiento al lado de los grandes escritores de ficción de su época. No existe hoy, bajo la perspectiva del tiempo, persona capaz de negar su valía como novelista de primer orden en el terreno de la novela negra.
Cain pertenece a esa partida de escritores de las décadas de 1920, 1930 y 1940, conocida como “hardboiled”. Escritores que se ocupan de cuentos violentos y espeluznantes, de narraciones concisas sobre la delincuencia y la desesperación, autores que manejan paisajes poblados de antihéroes. Algunos de ellos, como Dashiell Hammett (“El halcón maltés”, “Cosecha roja”) y Raymond Chandler (“El sueño eterno”, “El largo adiós”), escriben novelas policíacas. Otros, como Horace McCoy (“¿Acaso no matan a los caballos?) y Cain, tienden a acercarse a los delitos y fechorías desde el punto de vista de los ejecutores de los mismos. El crítico Edmund Wilson llama a estos últimos escritores “poetas del asesinato sensacionalista” y, de ellos, considera a Cain el mejor.
James M. Cain, nace en 1892 en Maryland, en el seno de una familia de la clase media alta, hijo de madre católica de ascendencia irlandesa. Ésta es una ex soprano que deja su carrera para casarse con el padre de Cain -académico egocéntrico y bebedor compulsivo-, a quien no le gusta el trabajo. Ambos progenitores tienen una molesta inclinación por corregir puntillosamente la gramática de Cain, un hábito que, sin duda, ayuda a dar forma a su amor por el uso de la primera persona en la narración.
Escribir es una especie de premio de consolación para Cain. Profundamente sensible, con una notable tendencia hacia el autodesprecio, lucha por encontrar su lugar en la vida, probando toda clase de trabajos, desde la ópera a los seguros. Su coronación como novelista llega con “El cartero siempre llama dos veces”. Afortunadamente, en esta ocasión, el fracaso no consigue su objetivo. Sus experiencias personales le inculcan cierta afinidad hacia los perdedores. Así, los personajes de sus novelas son almas perdidas de la sociedad, marginadas e indefensas, en el límite de la desesperación y que están dispuestas a probar cualquier cosa con tal de escapar de su mundo perdido. Cain siente una fascinación mórbida por los tortuosos dilemas morales propios de su educación católica, así como los encuentros sexuales ásperos parecen formar parte de su propia idiosincrasia.
El interés de Cain por los derrotados no es pura perversidad. Él retrata a sus perdedores con gran humanidad, plenos de una ingente integridad y una sorprendente complejidad. Vencidos y debiluchos, psicópatas y sociópatas, los personajes de Cain son seres seculares dignos de compasión. Tal vez la más humana de todas sea Mildred Pierce. Mildred es un ama de casa cuya posición socioeconómica se puede conceptuar de “recursos limitados” y que se enfrenta a la Depresión con un talento fuera de lo normal para hacer pasteles. Rodeada por hombres con escaso sentido de la responsabilidad, y motivada por el anhelo de que su sociópata hija Veda se convierta en el eje de su vida, Mildred construye Scrappily, un imperio culinario menor, disfrutando al tiempo de su libertad sexual. Su gran equivocación es su amor autodestructivo para la insaciable e ingrata Veda.
Las altamente sexuales, psicológicas y físicamente violentas novelas de Cain causan sensación por su elevado espíritu de liberación, pero no son llevadas a la pantalla hasta el final de la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento del cine negro. Para entonces Cain ha renunciado a Hollywood y ha dejado California por los confines pastorales de Maryland a donde se traslada con su esposa, una cantante de ópera.
El cine negro nace del enredo casual de una serie de influencias improbables, tanto artísticas como temáticas. Sus historias son dramas criminales, principalmente estadounidenses, cuyo aspecto cinematográfico se ve fuertemente influenciado por la iluminación, el encuadre y el estado de ánimo del expresionismo alemán, cortesía de los muchos directores que huyen de los nazis. A estas peculiaridades hay que añadir los impulsos propagandísticos de la época: la promoción de la vivienda urbana y la campaña para alentar a los soldados que regresan imbuidos de hábitos propios de tiempo de guerra y motivarlos a asentarse de nuevo en la vida doméstica. Pero el cine negro es también una forma estilizada en la que los personajes son peones del destino, con personalidades empapadas de lujuria, de codicia, muy cercanos a la paranoia y el mal. Cain confía en su sentido rítmico para el diálogo y su comprensión de la psicología humana y el contexto social para contar sus cuentos.
Así sucede que, cuando el cine negro se encarga de adaptar las novelas de Cain, el Hollywood de los años 1930 aleja de sus clisés el sexo, el asesinato y la manipulación. El resultado es que las mujeres decididas pero imperfectas de Cain pierden ese rasgo individual que exhiben en los libros y se hacen inútilmente manipuladoras.
Ocurre que Cora Papadakis, en “El cartero siempre llama dos veces”, se transforma en Cora Smith, una apuesta belleza carente de la desesperación que ayuda a explicar sus motivaciones en la novela de Cain. Phyllis Nirdlinger, en “Double Indemnity”, se convierte en Phyllis Dietrichson, una mujer sin sentido del mal. Y, por si fuera poco, para la película de Mildred Pierce, se refuerza la personalidad de los hombres en detrimento de la condición de la protagonista. Muchas de estas figuras exhiben en la pantalla caracteres que brillan por su ausencia en la novela.
Es importante y objetivo, y por ello no podemos dejar de mencionarlo aquí, que cualquier análisis de la obra de James M. Cain debe contemplar la distinción entre las exigencias literarias de la década de 1930 y las exigencias cinematográficas de la década de 1940.
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