7 d’agost del 2014

El efecto rompedor de la paradoja Laidlaw

[Elemental, 7 de agosto de 2014]

Juan Carlos Galindo



Llevo parte de mis breves vacaciones paladeando durante la noche, cuando la familia duerme, un descubrimiento excepcional que debo a una amiga inigualable en sus gustos lectores. Por las mañanas doy vueltas al personaje, a ese tesoro encerrado en solo tres libros, a su carácter enigmático, triste y a veces desazonador. Hablo de Jack Laidlaw, escocés, amante de las reflexiones, de las paradojas de las que no es sino el mejor ejemplo, policía adicto a un trabajo que lo destruye.
Con Laidlaw, creado William McIlvanney (Kilmarnock, Escocia, 1936), seguimos con la serie Los detectives de nuestra vida, que ya iniciamos el año pasado y que este verano estrenamos la semana pasada con el homenaje al agente de la Continental, también escrito por este bloguero. En las próximas semanas además de mi incansable palabrería tendremos invitados de lujo. Elemental no para. Lean y disfruten.

Jack Laidlaw tiene cerca de 40 años, buena pinta, buen pelo, un físico envidiable a pesar de sus quejas al respecto en Strange Loyalties (Canongate) la tercera y desesperada última entrega de la trilogía escrita por McIlvanney, ese escocés desconocido en España al que Ian Rankin o Val McDermid rinden tributo y atribuyen la paternidad del tartan noir. Es un hombre que “no parece que tenga 40, que no parece policía”, marcado por un sentimiento de culpa que le atormenta pero que necesita, machacado por la preocupación perpetua, por el conflicto interno. En la primera novela, Laidlaw (RBA la ha publicado en su Serie Negra, traducción de Amelia Brito), el narrador lo presenta así:
“Le parecía que su naturaleza renacía como una acumulación de paradojas. Era un hombre potencialmente violento que odiaba la violencia, un defensor de la fidelidad que era infiel, un hombre activo que anhelaba la comprensión. Estuvo tentado de abrir el cajón donde guardaba los libros de Kierkegaard, Camus y Unamuno como si fuera una provisión encubierta de alcohol. En su lugar lanzó un suspiro y empezó a ordenar los papeles que tenía sobre el escritorio. No sabía hacer otra cosa que habitar en las paradojas”.

No se confundan. No tenemos a un filósofo pesado, amante de grandes diatribas, sino más bien a un policía con una enorme preocupación social, un agente de la ley que la cuestiona continuamente, un inconformista en las filas de la represión. Y todo ello metido en medio de investigaciones llevadas con el hilo de la sabiduría de los buenos escritores. Miren cómo describe el propio Laidlaw su trabajo en The parpers of Tony Veitch, segunda obra de la trilogía:
“Una de las cosas por las que estoy en este trabajo es para aprender. No sólo cómo atrapar criminales sino también quiénes son realmente y quizás por qué. No soy un perro guardián entrenado para cazar a quien me ordenen con un silbido. No sólo sospecho de la gente a la que doy caza. También de quienes me lo ordenan”.
Laidlaw tiene una mujer, a la que engaña con la joven recepcionista de un hotel en el que se recluye cuando investiga grandes casos (más sentimiento de culpa a la hoguera del infierno personal) y tres hijos a los que adora pero a los que abandona por su trabajo. Brillante estudiante de primer año de letras, carrera que deja por inconformismo, su desinterés por las cosas cotidianas y por las conversaciones de las reuniones sociales que su mujer le organiza es proverbial. Bebe zumo de lima con soda y, a veces, menos de las que le gustaría, se emborracha acosado por el miedo a unas migrañas brutales que le tumban en cada ataque.
Como todo gran personaje, nuestro protagonista define sus límites por los secundarios. Laidlaw no trabaja solo. Sí por su cuenta, con cierta libertad, pero no solo. El joven Brian Harkness le ayuda, aprende a su lado, se divierte con sus preguntas, se desespera con sus paseos, sus circunloquios, su aparente desorden investigador, su terca insistencia. El agente Milligan, antiguo jefe de Harkness y policía chapado a la antigua, al que igual le da derribar una puerta que una cara, es su gran némesis. Cuando habla ante su antiguo pupilo en lo que él cree una crítica a nuestro hombre, podemos ver más virtudes de Laidlaw: “Hay un par de cosas que deseo decirle. Va a trabajar con el inspector Laidlaw. Permítame que le explique lo que eso significa. El lo va a hacer a su manera, por libre como dice él. Lo cual es una expresión algo caprichosa para algo tan sencillo. Vas a descubrir que al inspector Laidlaw le gustan las palabras caprichosas. Procure que no se le contagie esa costumbre”.
Laidlaw describe un Glasgow triste como él, con los mayores complejos de viviendas de Europa, “basureros arquitectónicos donde descargan a las personas como si fuera lodo. Arquitectura penitenciaria”. Ante esto, trata de absorber la ciudad, comprenderla, encontrar en ella las respuestas.
Los libros de Laidlaw son fundamentales para entender lo que ha venido después de tierras escocesas, pero sobre todo tienen un personaje soberbio, distinto, que deja un poso de inquietud en el lector. Un personaje que no se olvida y que reduce a meras copias y acumulación de convenciones a muchos de los que han venido luego.
El joven escudero Harkness es quizás quien mejor le conozca. Él habla así de todo esto: “Ese era el efecto Laidlaw, pensó. Un día con él es suficiente para confundir todas las ideas preconcebidas y convertirte en un desconocido para ti mismo. Qué hijo de puta más complicado” . Y más interesante,  encantador, enigmático, adictivo, añadiría yo. Atrévanse.

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