Walter Ego
Hablar de Chesterton supone hablar del hombre de las paradojas luminosas, de la ironía elegante, de las sentencias para el mármol: las que dispensó en los escritos diseminados en la prensa inglesa de las décadas iniciales del siglo XX, las que prodigó en su vasta obra de ficción. Supone hablar del Padre Brown, un curita del condado de Essex que descifraba enigmas criminales con la misma facilidad con que pudiera dar la extremaunción. Supone hablar de El hombre que fue Jueves, la más singular de las novelas policiales jamás escritas.
Tan singular como su novela resulta la figura de Gilbert Keith Chesterton. Nacido en Campden Hill, Londres, el 29 de mayo de 1874, desde muy joven se inició en el mundo de las letras luego de dejar atrás una temprana inclinación por las artes plásticas que le hiciera matricular en el Slade School del University College y de la que apenas si quedan huellas en las ilustraciones realizadas para algunos libros suyos o los de amigos como el novelista Maurice Baring y el también novelista e historiador Hillaire Belloc, junto a quienes integró el llamado “trío de escritores católicos ingleses”. En cambio, las críticas que comenzó a publicar en la revista Bookman, de la editorial Hodder y Sloughton, gracias a la mediación del hijo de uno de los dueños, pronto llamaron la atención en los círculos periodísticos ingleses, donde regían figuras como Herbert G. Wells, Max Beerbohm y Lytton Strachey, con quienes discrepó o se avino no pocas veces. Y es que Chesterton unía a la originalidad de sus opiniones, un sentido del humor que solo cedía ante el de su contemporáneo y contendiente George Bernard Shaw, con quien sostuvo una polémica durante más de veinte años para regocijo de los lectores y beneficio de las letras inglesas. “La mayoría acostumbra a decir que está de acuerdo con Bernard Shaw, y que no lo entiende –escribió–. Yo soy el único que lo entiende y no estoy de acuerdo con él”.
Es en el ejercicio del periodismo donde Chesterton forjará el estilo de su prosa exuberante. Fue un asiduo colaborador de The Witness y The Daily News, diario que lo acogió, a pesar de fustigar Chesterton mucha de las ideas que aquel prohijaba. Colaboró, sobre todo, con The Illustrated London News, donde semana tras semana, de 1905 a 1930, habría de publicar un artículo. En algún momento de su vida fue también el editor de sus propios órganos de prensa, como The New Witness y The G. K’s Weekly. El amor por lo paradojal, su vocación por la ironía, el uso de la sentencia, todo proviene de esta intensa actividad periodística. Desde esta trinchera razonará –y arriesgo, por exacto, el lugar común– sobre lo humano y lo divino. Lo disímil de los temas deja entrever, no obstante, la coherencia del sistema de ideas en que se sustentan, coherencia que puede reducirse, grosso modo, al gusto por la antilogía en la consecución no del equilibrio sino de la exclusión de todo aquello que haya bastardizado su naturaleza.
Fue Chesterton un pamphleteer, a la manera de Swift, como lo fue Voltaire, no lo que las traducciones apresuradas han hecho del término; fue un apologista del catolicismo en el que, para decirlo con palabras de Alfonso Reyes, “la paradoja humorística sustituye a la parábola cristiana”; fue asimismo un creador que, pareja a su obra periodística, produjo abundantes ficciones en los más variados géneros: poesía, cuento, novela, incluso teatro, con una considerable difusión dentro y fuera de su país. En todos los casos, puso su ingenio en función de la polémica y del sostén de las ideas más caras a él. Una de ellas, la necesidad de la fe, que terminó por convertirlo definitivamente al catolicismo hacia 1922, lo llevó a la escritura de El hombre que fue Jueves (1908) la novela policial más singular de todas: la única en la que el crimen y el criminal son enajenados de la trama.
En El hombre que fue Jueves están esencializadas todas las peculiaridades de Chesterton. Está presente el periodista, el crítico de arte, el polemista, el predicador católico. Desarrolla en la novela un tema que le resulta caro: la máscara no como ocultamiento sino como revelación. Él, que en cierta ocasión sentenciara que “a algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los revelan”, lleva esa idea hasta el paroxismo en esta obra. La mascarada de sus criaturas se exacerba hasta límites tales que uno de ellos es capaz de suplantar de modo total al personaje que le sirve para ocultarse; y aún más, el verdadero tour de force de Chesterton: bajo la máscara de un relato policial oculta cuidadosamente hasta el fin la alegoría religiosa que ha motivado la escritura del texto. De hecho, la conjura anarquista que sustancia al relato le interesa no por el cambio que propone del poder de los hombres, sino en tanto oposición al poder de Dios, y en esta pugna, donde el máximo destructor es a la vez el máximo creador, se acaba por descubrir que, más allá de los disfraces, a fuerza de querer cambiarlo todo no se cambia nada, que a la larga se es siempre el mismo.
Hoy parece evidente que Chesterton fue mayormente un escritor de su época. Se le execró y se le exaltó, menos por las virtudes de su prosa que por el credo que defendió. Una considerable parte de su obra, justo es decirlo, no ha resistido el paso del tiempo.
A más de siete décadas de su muerte, acaecida el 17 de junio de 1936, apenas le sobreviven un puñado de cuentos de la saga del Padre Brown, ensayos diversos, y la singular El hombre que fue Jueves. De esta, apenas si importan hoy los estériles ejercicios que deducen tras Domingo la presencia del Demiurgo, o reducen a Jueves, día de la creación del Sol y la Luna, a otra clave antinómica del autor; en cambio, se disfruta aún la seductora urdimbre de su trama y el ingenioso juego de máscaras de los personajes; pero, sobre todo, se disfrutan los brillantes momentos de humor con que se encubren los devaneos catolicistas del autor. Mucho me temo que cercanamente a Swift (a quien invoqué líneas arriba), el irlandés que pretendiendo satirizar a los hombres terminó legándoles un clásico de la literatura para niños con Los viajes de Gulliver, Chesterton será recordado por las sucesivas generaciones de lectores por esos instantes de reluciente comicidad que para nada se corresponden con el “aspecto de enorme viejo gruñón con pelo hirsuto, bigotes de morsa e impertinente prendido a la nariz”, con que lo describió Max Beerbohm. ¿Mucho me temo, dije? Más bien, gracias a Dios.
0 comentaris:
Publica un comentari a l'entrada