David Felipe Arranz
El relato mestizo y poliédrico que cuenta Víctor del Árbol en Un millón de gotas (Destino) es tan violento, intenso y apasionado como la propia historia de Europa durante el pasado siglo. El amor y la venganza vertebran una narración que maneja perfectamente la tensión dramática, con un estilo ligero, a veces seco –como corresponde a los momentos de mayor violencia– y que llega a esquivar la habitual vacuidad narrativa de muchos escritores en pos del bestseller. Del Árbol mantiene el pulso clásico del narrador omnisciente, sin hacer experimentos con la gaseosa de la literatura. Y le sale bien. Porque aunque este libro tenga la factura de un volumen superventas, su vocación e intención están a la altura de las grandes sagas familiares de Émile Zola, John Galsworthy o Thomas Mann. Pero también se hace eco de los grandes de la Edad de oro de la literatura rusa, como el conde socialista Tolstói o el jugador Dostoievski, este último uno de los genios literarios que se centraron en el estudio de la culpa y del dolor que se deriva de ese sentimiento.
Así, Víctor del Árbol bucea en la vida del mediocre abogado Gonzalo Gil, que se ve obligado por razones de sangre y de amor fraterno a investigar el inesperado suicidio de su propia hermana, la policía Laura, tras conocer que el mafioso ruso Zinoviev ha sido brutalmente asesinado. El asesinado es precisamente el mismo sujeto que hace poco tiempo acabó con la vida de su hijo de ocho años, el sobrino de Gonzalo, y cuya foto ha aparecido grapada al pecho del difunto. Todo apunta a que Laura es la principal sospechosa de lo que parece una venganza: incapaz de sufrir la presión en la comisaría y en su entorno, finalmente se quita la vida, pero en su ordenador personal se encuentran las pruebas de una peligrosa red trama mafiosa, Matrioska, compleja y a la que Laura entregó los últimos años de su existencia.
Para llevar a cabo su investigación, Gonzalo deberá abrir la caja de pandora familiar llena de recuerdos y dar un salto hacia atrás de setenta años, empezando por su padre, el ingeniero asturiano Elías Gil, hijo a su vez de un minero comunista al que cree un verdadero héroe de la lucha antifranquista, y un convencido de la política soviética y formado en la URSS, a tenor del relato que le ha hecho su madre. Su pista se pierde finalmente en 1967 y Laura, en un artículo publicado en la prensa, logra arañar la capa de oro de la fama intocable de su progenitor. Efectivamente, las cosas son distintas y tienen matices, porque como en toda familia, también los grandes mitos maquillan la verdad. Pasado y presente se convierten en un solo tiempo a medida que la vida del hijo se va mostrando como la lógica evolución de la de su padre, el gran ausente y el motor del idealismo. En su indagación del pasado paterno, Gonzalo se topa con la terrible experiencia de la isla de Názino, donde se llevaron a cabo las primeras tentativas estalinistas del Gulag y fue confinado. También el nieto e hijo, Javier –uno de sus dos vástagos–, vive como epígono las consecuencias de una manera de ver el mundo, el actual dominado por la oscura figura de su otro abuelo, un poderoso abogado que pretende fagocitar a su sufrido padre, metido ahora a investigador.
Recientemente, Antonio Mercero también acaba de desconstruir una familia de abogados con la excelente La vida desatenta (Debolsillo). La reflexión es similar, aunque Un millón de gotas se remonta al pasado político de la posguerra española: los miembros de nuestras familias son las únicas personas que no escogemos y con quienes nos vemos obligados –nos guste o no– a convivir –siempre en mayor o menor medida–. Víctor del Árbol propone que una forma adecuada de conjurar estos demonios familiares consiste precisamente en la investigación del pasado de los familiares más próximos: nuestros propios padres. Sin lugar a dudas, el origen de muchos de nuestros traumas encuentre la respuesta en nuestras propias e inmediatas raíces, y esta novela contribuye a que los develemos. Pero sobre todo, el autor ha hecho una apuesta firme por un descenso a los infiernos del mal: atención al personaje de Igor Stern, uno de los villanos más perfectos de la última novela española.
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