César Coca
La lectura de Un millón de gotas conduce al desasosiego. No solo por el tema en sí, sino porque el lector sabe que Víctor del Árbol, su autor, ha trabajado durante veinte años como mosso d’esquadra y en ese tiempo con seguridad ha investigado muchos casos de violencia, corrupción y muerte similiares a los que narra en su novela. Es decir, que la trama argumental está montada en torno a una realidad que su autor conoce bien, y no es la fantasía de un escritor encerrado en su casa y animado por el consumo inmoderado de alcohol.
Del Árbol se hizo un nombre entre los lectores con La tristeza del samurái, donde contaba dos historias separadas por casi medio siglo y cómo los hechos violentos del arranque de la novela terminaban por desencadenar sucesos imprevistos tantos años después. Aquí el planteamiento es similar, aunque más complejo. Un joven estudiante de Ingeniería, comunista convencido, viaja a la URSS en los años treinta. Algunos comentarios críticos con el régimen lo condenan a un campo de trabajo que más que eso es una sucursal del infierno. Por el camino se hará con algunos amigos, conocerá a un hombre violento y sin escrúpulos con quien se reencontrará una y otra vez, y a una viuda con una hija pequeña que se mantiene en pie gracias a los ideales que un día compartió con su esposo.
La lucha por la supervivencia en una isla en mitad de la nada, sometidos a las condiciones de vida más brutales, los salpicará a todos ellos, creando fantasmas y alimentando venganzas que generarán nuevos odios y nuevas venganzas. Así hasta los primeros años de este siglo, cuando las mafias del Este se han asentado en la costa mediterránea, infiltrándose en la sociedad más respetable y respetada y manchando a su paso cuanto tocan.
Lo más terrible de la novela es cómo la contaminación de la violencia y la traición alcanza a todos. El lector avanza dando saltos del pasado al presente por una trama que requiere de una cierta atención y se da cuenta de que la podredumbre llega hasta el último piso del edificio social. De este y de otros, porque el retrato de la URSS en los años treinta y cuarenta no puede ser más desalentador. Víctor del Árbol ha escrito un libro que acaba con la inocencia de cualquier lector. Si es que aún quedan lectores inocentes.
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