11 de març del 2014

NUESTRO HOMBRE EN LA HABANA

[Página 12, Radar, 9 de marzo de 2014]

Con libros como El hombre que amaba a los perros, la saga de policiales de Mario Conde y ahora Herejes, Leonardo Padura se ha convertido en uno de los más destacados escritores latinoamericanos, actualmente muy leído tanto en países de habla hispana como en Europa. En Herejes, el libre albedrío y la búsqueda de la libertad son los ejes conceptuales de la trama, que arranca en Holanda bajo la figura señera de Rembrandt y su pintura pero, como siempre sucede con Padura, todos los caminos conducen a Cuba, donde el escritor reside a pesar de que muchos crean que no. Fue precisamente en su casa de La Habana, a unos cuarenta minutos del centro, donde Padura ofreció esta entrevista en la que recorre los orígenes de sus libros, la historia de la comunidad judía cubana, su relación personal con la Revolución y además explica por qué necesita vivir y escribir en Cuba.

Martín Granovsky


Las instrucciones de Leonardo Padura fueron muy precisas. La entrevista comenzará a las cuatro y terminará exactamente a las cinco. Ni un minuto más tarde. “Maestro, después de la feria del libro tengo que viajar a los Estados Unidos y hay una parte de la agenda previa que ya no puedo cambiar”, ha dicho por teléfono. “Mira, te vienes a mi casa, pero a las cinco terminamos porque viene el barbero. Como tiene una hernia hiatal, a las seis debe comer algo y por eso a las cinco me corta el cabello y a las cinco y media comienza el viaje de media hora hasta su cocina.”
Padura recibe a Radar y Clacso TV en su casa. Son unos 40 minutos del centro de La Habana. No importa en qué viaje uno. Hay poco tránsito porque todavía hay pocos autos y se tarda lo mismo en un Lada ruso de 1970 que en un Hyundai coreano del 2003, pero parece más confortable un taxi Chevrolet modelo 1950. Están remotorizados a gasoil, la salsa emana de un equipo con USB y el conductor es capaz de hacer chistes hasta con el Anti Dühring de Federico Engels o, lo mejor, chotear, burlarse de los problemas y de sí mismo con una ironía fina y divertida. En el camino el auto va dejando detrás escenas de la ciudad que parecen escenografías. Una frase del Che en medio de tres cuadras seguidas de recovas con columnatas griegas. Casonas hermosas que no fueron demolidas pero podrían caerse en cualquier momento. Gritos. Cantos. Mezclas.
El último libro del escritor de El hombre que amaba a los perros y las policiales de Mario Conde es Herejes. De esto, y del béisbol, y de los judíos, y de los cubanos, y de por qué no se va de Cuba habló Padura en una entrevista que puede verse desde hoy en el link http://bit.ly/1n28CEg.
El fanatismo en El hombre que amaba a los perros. La herejía en Herejes. Sé que son novelas y no ensayos, pero...
–Como tú bien dices no son ensayos, son novelas. Novelas para las cuales tuve que hacer una investigación casi de ensayista porque tienen un componente histórico y cultural: acontecimientos, personajes, procesos... En Herejes lo que le da unidad al libro es la búsqueda de la libertad, la búsqueda de la posibilidad de ejercer el libre albedrío por parte del individuo en distintas sociedades y en distintos momentos históricos. Empecé a escribir esa novela tratando de hablar de lo que significa el libre albedrío para un cubano de la Cuba contemporánea. Pero me di cuenta de que si lo reducía a una coyuntura cubana iba a tener únicamente una lectura política, y las lecturas políticas suelen ser reduccionistas porque se asocian a un contexto muy específico. Entonces me fui a la historia. Caí en el universo judío. Tengo dos personajes, un judío polaco, askenazi, que llega a Cuba poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y más atrás un judío sefardí en la Holanda de la grandeza de la pintura en el siglo XVII, en la época de Rembrandt y dentro de su mismísimo estudio. Alrededor de esos personajes voy tejiendo una historia que al final tiene toda una conexión de un componente con otro, justamente a través de un cuadro de Rembrandt. Por supuesto estudié religión judía, historia del pueblo judío, pintura holandesa, la técnica de Rembrandt y su biografía. Encontré un dato que para un historiador es poco importante y para mí como novelista fue muy revelador: Rembrandt era un adicto a los caramelos y esa adicción a los caramelos le provocó que su dentadura se afectara con el exceso de azúcar. Sufría de frecuentes dolores de muela. Cuando Rembrandt pasaba una mala noche, con dolor de muela, se levantaba con muy mala leche. Narrativamente ese elemento puede ser definitivo a la hora de crear un personaje.
¿Por qué se te cruzó justo la historia judía?
–Por algo casi fortuito. Quería que aparecieran ya en un momento determinado un cuadro de Rembrandt y la comunidad judía de Amsterdam. Ya estaba decidido. Pero me encuentro de pronto con un libro donde afirman que Rembrandt era judío, cosa que no es para nada cierta. Y ese elemento me obligó a estudiar un poco más sobre los judíos en Amsterdam y sobre la vida de Rembrandt. Entonces definitivamente dije “este mundo me interesa mucho, voy a profundizar en él y lo voy a conectar con otra historia de judíos de varios siglos después”.
Y ahí te metiste con los judíos habaneros de los años ’30.
–Me fue de gran ayuda una historiadora cubana que estudió esa comunidad. Pero había un escritor cubano que murió recientemente, justo cuando salió el libro, de origen judío polaco, Jaime Sarusky. Fueron muy útiles sus vivencias. También las de un profesor que trabaja en los Estados Unidos, judío cubano también, de origen polaco también, Joseph, que viene a Cuba con cierta frecuencia. Sarusky pertenecía a la clase media judía de provincias, pero Joseph sí vivió en la judería. Pepe el judío, como le decimos todos nosotros, vivió en la judería de La Habana vieja. Su familia era muy pobre. Su padre era de los que realmente salían a la calle diciendo “vendo corbatas baratas”. Me dio mucha vivencia de lo que era esa comunidad y sobre todo de cómo la relación con los cubanos fue una relación armónica, sin presiones étnicas ni raciales ni religiosas. Muy integrada, muy libre.
¿De él sale Pepe Cartera, uno de los personajes de Herejes?
–Está un poco inspirado tal vez en el padre de mi amigo Pepe. Es un personaje muy importante. En esta novela representa el sacrificio y la bondad.
¿La relación de los judíos con los cubanos no judíos era realmente tan abierta? ¿También los vínculos interraciales?
–En ese sentido hay mucho de realidad en la novela. Tú sabes perfectamente que los judíos tienen una relación bastante endogámica. En general, se casan entre ellos. Pero aquí, en Cuba, muchos judíos optaron por casarse con cubanos incluso de origen católico. Incluso cubanos negros. Pepe me contaba que su padre era tan pobre que muchas veces él cuando era un niño no se fue a la cama con el estómago vacío gracias a que en la cuartería que vivían, pequeñas habitaciones, sus vecinos eran una negra mujer de un asturiano con un trabajo que le daba por lo menos para alimentarse más o menos bien. Esa negra los protegía a él y a su madre y les daba un plato de comida. Eso ha sido muy común en Cuba, donde las relaciones entre las personas que están en un mismo estrato económico son muy fluidas...
¿Solidarias?
–Son solidarias. Y no hay una carga pesada respecto de las razas. A pesar, claro de que los negros siempre fueron el último escalón de la sociedad porque, bueno, vinieron como esclavos a cortar caña, sin ninguna instrucción y pasaron por todos los trabajos posibles. Pero después fueron sustituidos por los chinos que vinieron como braceros. También los chinos fueron discriminados. En fin... La discriminación no tenía que ver tanto con el color de la piel como con las posibilidades económicas.
¿Cuánto sabías antes y cuánto sabés ahora de las infinitas maneras de ser judío?
–Sabía algo porque soy curioso. Además, el mundo judío siempre me resultó atractivo por misterioso. Que unas personas que vinieron de Polonia hace cuatro siglos sigan andando por Nueva York con los mismos rizos y el mismo tipo de sombrero que usaban en Cracovia en el año 1700 y tanto, mueve inevitablemente a la curiosidad. Además, me interesaba porque yo soy, en mi pertenencia cultural, muy occidental, y por lo tanto todo lo que tiene que ver con el mundo grecolatino y judío me interesa. No soy tan culto como curioso. La curiosidad me lleva a tener una cultura en algunos aspectos de la vida.
La palabra “herejes” puede ser algo bueno o algo malo. Depende de quién y cómo la diga. En tu libro más bien queda como un elogio.
–Yo admiro más a los herejes que a los ortodoxos. Un hereje es una persona que entra en conflicto consigo mismo, con su sociedad, con su ambiente, con su medio, con su pertenencia, y creo que eso es mucho más válido que ser un ortodoxo obediente. Por lo tanto, los herejes tienen toda mi simpatía.
¿Te incluís entre los herejes?
–No, porque no he sido un creyente. Soy más bien un heterodoxo. No sé las proporciones que lo llevan a uno a creer o no creer, a pertenecer o no pertenecer. Pueden variar con el tiempo, pero nunca he sido demasiado creyente en casi nada. Vengo de una familia de formación católica. Mi madre todavía va a la iglesia los domingos. No es una beata, sino una religiosa a la cubana que alguna vez estuvo también en un toque de santos, de santos afrocubanos, y fue a un espiritista, en fin, como son los creyentes cubanos: tienen un sistema religioso muy heterodoxo. Por lo tanto, nunca estuve cercano a una fe absolutamente cerrada. Tampoco políticamente. Por eso tampoco me considero un disidente. No pertenecí como para disentir después. Un heterodoxo, en cambio, es alguien que tiene una necesidad de pensar las cosas y no estar de acuerdo siempre con lo que piensa la mayoría o con lo que piensa el poder o lo que piensa lo establecido. A mí me ocurre algo bastante simpático y es que muchas veces por el mismo argumento, pero virado según los intereses de quien lo utilice, me critican los extremistas de afuera y los extremistas de adentro. Lo cual me satisface mucho. Porque si te critican siempre los extremistas, estén de un lado o de otro, quiere decir que tú estás más cerca de la verdad.
Algunos amigos se asombraron cuando les conté que te entrevistaría en La Habana. “¿Cómo? ¿Padura vive en Cuba?” Imagino una respuesta posible: “¿Por qué no?”.
–Claro.
Entonces pregunto por qué sí.
–Vivo en La Habana, primero que todo porque soy de La Habana. Segundo, porque soy un escritor cubano y para escribir yo necesito oír esos gallos que cantan allá atrás, el sonido de... ustedes les llaman “colectivo”. Las “guaguas” les llamamos nosotros. Pasan por frente a mi casa. El negro que está en la esquina y grita algo. El blanco que está en la otra y trata de venderme una cosa. Mis vecinos de enfrente, que fabrican dulces y me preguntan dónde se puede conseguir azúcar porque se les acabó el azúcar y el negocio va mal. Esa vida cotidiana es un mundo. Pertenezco a una cultura que afortunadamente es muy fuerte, con un signo distintivo muy preciso. Soy un amante absoluto del béisbol. Entiendo el fútbol y lo puedo disfrutar, pero puedo darte una conferencia de béisbol de la cual tú no entenderías absolutamente nada. Yo lo sé todo. Y lo practiqué mucho.
¿Eras bueno?
–Regular. Una vez le preguntaron a Dulce María Loynaz, la poeta, por qué ella vivía en Cuba y su respuesta yo me la he apropiado también: “Porque yo llegué primero”. Y mi familia llegó primero. Por parte de mi padre, en mi familia por lo menos seis generaciones han vivido aquí, en este barrio donde yo nací.
¿De dónde venían, Leonardo?
–De España. El apellido es de origen vasco. Posiblemente estuvieron viviendo en Sevilla hacía ya algunos siglos. No sabemos si vinieron de Sevilla o de Canaria. Mi abuelo parecía un canario. Pero ni sabemos dónde está el primer Padura cubano. Y eso me da un sentido de pertenencia muy fuerte. Además, yo necesito escribir sobre Cuba. Incluso si mis novelas se desarrollan una parte en Moscú o en México, cuando asesinan a Trotsky o ahora en Holanda con un judío sefardí y con Rembrandt, todas parten y llegan a Cuba, y todas tienen que ver con la problemática y la condición cubana.
Mencionaste el asesinato de Trotsky. ¿Cuántas traducciones lleva El hombre que amaba a los perros?
–Debe andar por los 12 o 15 idiomas. En total hay novelas traducidas a 20 idiomas, incluyendo las de Mario Conde. Ya ahora voy pronto a Alemania a presentar la traducción alemana, después voy a Francia, que también ya sale, es decir que este año ya sale en 4 o 5 países.
¿Hay algún elemento común en el modo en que se acercan los lectores a esa novela?
–Las razones que puede tener para leer esa novela alguien que vive fuera de Cuba pueden ser muy variadas. Y todas son muy importantes para mí. Pero a mí me interesa especialmente la relación que establecieron los lectores cubanos con ella. Pasó algo muy curioso. El libro se publica en el año 2009 en España y en Cuba a finales del 2010 y principios del 2011. En ese período de un año y medio mucha gente en Cuba consiguió la edición española, mexicana o argentina de la novela, de Tusquets, que tiene casa en los tres países. La edición española costaba 22 euros, que es lo que gana un médico en Cuba en un mes. Y hubo muchas personas en Cuba que les pidieron a amigos o a familiares que les mandaran la novela. Ya habían leído algún fragmento. Yo había hecho alguna lectura pública y la gente empezó a interesarse en la novela. Y llegó una cantidad bastante notable de ejemplares. No te voy a hablar de cientos de miles, pero puede haber andado por más de mil ejemplares. Aquí en Cuba los libros se reproducen. Si en Argentina tú compras un libro, lo lees tú, lo lee tu esposa y lo pones en tu biblioteca. En Cuba, cuando es un libro que les interesa a las personas, tiene 20, 25, 30 lecturas. Después se editó una edición pequeña, 3000, 4000 ejemplares, se vendió inmediatamente, hasta que se volvió a reeditar y también se volvió a vender. En los primeros lectores la reacción, para mí, casi que fue la más deseada de todas. Me agradecían que yo hubiera escrito ese libro, porque con esa novela habían aprendido no solamente una historia que ellos desconocían porque no habían tenido acceso a ella, sino porque habían conocido una historia que los concernía a ellos y ellos mismos no sabían hasta qué punto los había involucrado. Tenían una relación de gratitud con el libro.
¿En Europa pasó lo mismo?
–El hombre que amaba a los perros refleja un mundo de relaciones muy amplio, que tiene que ver con la vida de muchas personas a través de lo que fue la utopía en el siglo XX, o el fracaso de la utopía en el siglo XX. Está la Guerra Civil Española, está todo el ideario socialista, está la vida de artistas importantes del siglo XX, y la relación del socialismo, el poder y el arte. Está Cuba, que fue una referencia para mucha gente en Latinoamérica. Cada uno se acercó desde un punto diferente. El lugar de Europa donde tuvo más éxito de público, de crítica y de premios fue Francia, aunque en España se vendió más.
¿Por qué en Francia?
–Porque es una historia que para los franceses, como está relacionada con la Segunda Guerra Mundial, tiene que ver con la historia de los frentes populares, con su propia credibilidad con respecto a lo que fue y lo que no fue. Encontraron un código, una lectura que les hablaba también de sus propias referencias históricas.
¿Y en Rusia?
–No, en Rusia no se ha traducido. Hay dos o tres editoriales que han hablado con mis agentes, pero todavía no se ha publicado en Rusia, lo cual me hace sospechar que, otra vez, me acerqué bastante a la verdad. La situación que se vive hoy en Rusia es bastante ortodoxa con respecto a un pasado que ellos quisieran que no hubiera ocurrido o quisieran que no se hubiera develado de la forma en que se develó, que es la forma en que yo lo trabajo en El hombre que amaba los perros.
O tal vez tenga que ver con la vuelta o la búsqueda de la centralidad del Estado ruso y el imperio. Un fenómeno anterior a la revolución rusa y por lo menos en parte un fenómeno que no desapareció en el período soviético.
–Recuerda que los rusos siguen siendo rusos. Sí, por eso. Eran rusos antes de la revolución rusa, eso quiero decir también.
Leonardo, antes hablaste de tu necesidad de escribir en Cuba. Una vez, en Buenos Aires, me hablaste incluso de tu participación en la guerra de Angola.
–He sido testigo de lo que se vivió en cada década. Participé en muchas de ellas y sufrí en carne propia algunas, como la de Angola. Yo fui a Angola como periodista, afortunadamente, no fui como militar; de todas maneras, desde el día que llegué me dieron un fusil AK47. Lo dormí al lado mío en la cama. No tengo nada que ver con las armas. Cada vez que abro una cuchilla me corto un dedo. Y te podrás imaginar que dormir con un fusil y un bolso de cargadores al lado es una relación con otra realidad que para mí fue muy dura. Conocí la miseria extrema en Angola. No la conocía. Vi personas que sacaban de la basura de la basura, es decir, ya la basura reciclada por otras personas, para comer. Fue una conmoción muy fuerte. Además, me obligó a estar un año fuera de mi casa, lejos de mi mujer, de mis perros, en un medio bastante hostil. Y en mi vida pasé por todos los experimentos educacionales, laborales... Imagínate, yo empecé a estudiar en la universidad. Quería estudiar periodismo. No pude porque ese año la carrera estaba cerrada. Quise estudiar historia del arte y me dijeron que también estaba cerrada. Terminé estudiando filología. Empecé estudiando en una escuela que se llamaba Escuela de Artes y Letras, que pertenecía a la Facultad de Humanidades y terminé graduándome de filólogo en la Facultad de Filología. Todo eso en el plazo de 5 años. Es decir que soy como uno de los perros de Pavlov que ha pasado por todos los experimentos posibles. Y haber vivido en Cuba todos estos años, por supuesto que me da derecho a tener opiniones sobre Cuba.
¿Qué estás leyendo desde que terminaste Herejes?
–Ultimamente me ha pasado algo muy sintomático y es que hay un grupo de personas que se creen que yo soy un maestro y me tratan como tal y me piden consejo o me piden que escriba una notita para publicar en la contraportada de sus libros. Me he leído tres libros seguidos que tienen que ver con esa función. No es fácil. Ultimamente también me compré un ereader y me estoy dando el gusto leyendo una serie de novelas que vienen del norte de Europa, escandinavas, irlandesas. No las había leído y en algunos casos están bastante bien. Las leo en español. He leído a Jo Nesbo, leí a Asa Larsson. El islandés que se llama Arnaldur Indridason es el que más me ha gustado.
¿Lo que más leés son novelas?
–Cuando no estoy escribiendo novelas, lo que más leo son novelas. Cuando estoy escribiendo novelas, muchas veces leo más ensayo y dejo la lectura de novelas para la noche. Generalmente, son novelas que ya he leído y que vuelvo a leer porque encuentro en ellas la respiración, la atmósfera que estoy buscando para mis libros.
¿Qué leías durante la escritura de El hombre que amaba a los perros y Herejes?
–Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa. Es una novela que a mí me ayuda mucho a entender cómo se puede armar un libro. Las estrategias narrativas que se pueden utilizar en un libro. Me lo sé de memoria, pero lo sigo leyendo. La manipulación del lector es una cuestión muy importante en la literatura. Y engañarlo, también, un poquito.
En literatura se puede.
–Es parte del juego. Tú entras en una novela y sabes que estás entrando en el territorio de la ficción. Si fuera un historiador, yo no podría jugar contigo.
No deberías, por lo menos.
–Las cartas deben estar volteadas, pero en una novela las cartas están tapadas, y en el acto de ir levantando cartas se crea una complicidad entre el escritor y el lector que es parte del disfrute estético, justamente.
¿Sos un gran contador en la vida cotidiana?
–No, no soy un gran hablador, no soy un gran conversador, y cada vez menos porque tengo poco tiempo para hacerlo. Dedico más tiempo a la lectura, a ver cine y series de televisión de calidad que se están haciendo en estos momentos. El otro día hablaba por teléfono con Alejandro González Iñárritu, un director de cine que lo sabe todo del cine, y Alejandro me decía: “Leonardo, el problema es que yo creo que en estos momentos la dieta de dramatismo más importante que se está manejando en el audiovisual se está utilizando en las series de televisión serias”. Tiene razón. Vi recientemente la segunda temporada de una serie suecodanesa que se llama El puente, The bridge, Bron en sueco o danés. Ahí aprendí cómo se dice en sueco o en danés, no lo sé, “¡la hostia!”. No lo puedo repetir aquí porque se van a ofender (risas).
¿Los suecos y los daneses?
–O los argentinos cuando lo oigan porque debe tener unas palabrotas terribles. Terminé de ver el final de Breaking Bad que me parece una serie extraordinaria. Y de todas, mi preferida sigue siendo The Wire.
Más allá de las series, andás por Escandinavia y el norte de Europa con Rembrandt.
–Pura casualidad. Me compré el ereader en septiembre en España y una amiga me cargó ahí muchas novelas. Soy muy cosmopolita, como te dije. Muy occidental en mi formación cultural. Puedo disfrutar perfectamente a un escritor chino o a Murakami. Por cierto, Murakami me parece que es tramposo en su literatura, no de la forma en que lo puede ser Vargas Llosa, con habilidad y recursos literarios, sino con falta de habilidad y pocos recursos literarios, que es la peor manera de ser tramposo. Murakami es un escritor supervalorado. De todos modos, el mundo hispánico, mediterráneo, europeo, y cuando digo hispánico también incluyo a la América latina, Hispanoamérica, en general, es mi mundo fundamental de referencia.
¿Cuál era tu mundo mientras estudiabas filología?
–Muy latinoamericano. Estudié entre 1975 y 1980, el momento en el que todavía el efecto del boom estaba retumbando con cada novela de García Márquez, de Vargas Llosa o de Cortázar. Cuando salió Palinuro de México, de Fernando del Paso, recuerdo que fue una conmoción para mí. Leíamos fundamentalmente autores latinoamericanos, y estábamos muy cerca. En aquella época comenzaron los festivales de cine de La Habana. Es un momento creo que glorioso del cine brasileño y argentino. Es la época de La historia oficial, de Ultimos días de la víctima, con Federico Luppi, sobre la base de una novela de José Pablo Feinmann, es decir que había de todo en el cine argentino. Y estábamos muy en la onda latinoamericana. También es la época en que nos permiten descubrir la salsa. La salsa en Cuba estuvo marginada porque se consideraba que era un robo a la música cubana, cuando no es para nada cierto, es una ampliación de las sonoridades y las potencialidades de la música cubana en su fusión con otras músicas de su contexto, de su contexto caribeño. Músicas dominicanas, puertorriqueñas, latinas de Nueva York, panameñas. Y es una época en que también redescubrimos la salsa y yo me hago absolutamente fanático de Rubén Blades y de Willie Colón.
Y del béisbol, decías. ¿Qué relación tiene el béisbol con el cubano? Van 55 años de Revolución y algunos menos de bloqueo y son fanáticos del mismo deporte que los norteamericanos.
–Hay una razón histórica. El béisbol entra en Cuba desde los Estados Unidos en la mitad del siglo XIX y es adoptado por los cubanos como un elemento de modernidad y de antiespañolismo. Fue una forma de oponerse al atraso español con algo que venía de los países desarrollados del norte. Y a partir de ahí empieza a tener una relación muy dinámica con la sociedad cubana, entra a formar parte de la cultura cubana por muchas razones. Tengo escrito un ensayo difícil de sintetizar. Pero hay un elemento que es muy importante y es que empieza a ser practicado por los jóvenes burgueses que estudiaban en los Estados Unidos y regresaban a Cuba. Pero de esos jóvenes burgueses pasa a la clase media. Y de la clase media, inmediatamente, cuando pasa a las clases populares, se produce un fenómeno que es muy importante. Para jugar béisbol se necesitan 18. En esa época, 20. Inmediatamente tuvieron que empezar a buscar jugadores y, cuando se acababan los blancos, había que jugar con los negros. Por eso el béisbol fue un elemento importantísimo en la integración étnica cubana a través de una manifestación deportiva y cultural.
Leonardo, veo que se asoma tu mujer con gesto de avisar algo. ¿Quiere decir que terminamos porque llegó el barbero?
–Y toca dos veces. Aquí el cartero toca una. El barbero toca dos. El barbero toca dos veces.

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