La novela negra narra la historia de una anomalía.
Alguien mata a alguien.
Hay un cadáver en un sillón y un arma de fuego. Los vecinos opinan que el oxciso era un hombre extraño pero amable, y coinciden en que no lo merecía. Las huellas conducen a la ventana y hay un cristal roto, pero es mejor desconfiar. El apartamento está en un tercer piso. Suenan las sirenas y un desconocido huye por las cocinas de un restaurante chino, causando un estrépito de ollas y sartenes.
El detective, un hombre solitario, acosado por las deudas y en cuyo test psiquiátrico hay una triple D que equivale a Depresivo, Divorciado y Dipsómano, decide tomar el caso; investiga y persigue, pregunta, irrumpe con violencia a extraños domicilios nocturnos, encuentra indicios, golpea a un drogadicto un poco más de la cuenta y obtiene el nombre de una casa de masajes, hace conjeturas, se desvela y por lo general, al amanecer, llega a conclusiones escalofriantes: vivimos en un mundo extraño y las urbes anónimas despiertan al monstruo que duerme en ciertos transeúntes, ciudadanos con historias infantiles que podrían ponernos la piel de gallina, sufrimientos atroces que sólo pueden ser atenuados con altas dosis de alcohol, drogas duras, sexo frenético y brutal entre actores desesperados.
Una vida es poca vida, y vale poco.
La corrupción y el delito son frecuentes, como el atardecer o la lluvia o los disparos en las cafeterías. Hemos perdido el decoro, ya nadie respeta nada. ―Mesero, sírvame un café debajo de la mesa. El detective camina al lado de un puente peatonal repleto de grafitis y moho. La poesía de los callejones está siendo escrita con dedos embarrados de crack y alguien duerme en el cubo de la basura, al fondo, junto al cadáver de un gato. El hospital de poetas está lleno a reventar y ninguno quiere irse. Boggie El aceitoso, el mercenario urbano de Fontanarrosa, le dice a un amigo: ―Cuando en Quinta Avenida te estrangule un drogadicto pervertido, recuerda donde reside el encanto de los poetas: en que viven poco. Son efímeros‖. El detective, bebiendo un vaso de bourbon ante un mesero sonámbulo, evoca la sonrisa de una mujer y se retira una lágrima.
Luego, en silencio, paga el consumo y camina hasta la puerta, la empuja haciendo rechinar los goznes y se pierde entre las sombras, pateando una lata vacía de refresco, leyendo el titular de una hoja de periódico mecida por el viento.
En el fondo él es tan frágil y solitario como los monstruos que persigue.
Este detective ya no es el mismo de antes. El primero de todos, si dejamos de lado a Edipo Rey, es Auguste Dupin, creado por Edgar Allan Poe en su cuento ―los crímenes de la rue Morgue: un hombre elegante y lúcido que se mueve por los salones de la aristocracia. Es el modelo de Sherlock Holmes y Hércules Poirot, y el crimen es sobre todo un enigma que reta su enorme inteligencia. Estamos en la primera mitad del siglo XX. Son novelas de salón y el mayordomo es sumamente sospechoso. El cadáver estaba en el baño, afeitándose. Los parientes beben té y copas de jerez o Bristol Cream. La esposa del muerto está francamente nerviosa y responde con evasivas. El cuñado evoca los golpes en la puerta de Macbeth. La secretaria se repasa los labios de carmín y dice por tercera vez que a esa hora estaba con su marido. La solución del enigma llega de pronto a la mente del detective a través de un indicio, algo que desata una complicada álgebra mental, y al final todo está claro. Los criminales usan objetos refinados, dagas y estatuillas de jade, y su móvil, en ciertos casos, es poético, o filosófico: buscan el crimen perfecto. S.S. Van Dine utiliza con frecuencia el objeto escondido, mientras que Sax Rohmer inventa a un diabólico oriental, el doctor Fu-Manchú, cuya inteligencia está destinada al mal, padre de los malvados antagonistas del comic y el cine, desde Lex Luthor hasta el Doctor No.
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