5 de març del 2014

El presente de la novela negra europea

[Revista de Libros, 4 de marzo 2014]

Eugenio Fuentes

Desde que se produjeron los éxitos de público, y de parte de la crítica, tanto de los vigorosos autores nórdicos –Henning Mankell o Stieg Larsson– como de dos maduros autores mediterráneos –Andrea Camilleri y Petros Márkaris–, la novela negra está de actualidad en España. Hoy día, prácticamente no hay editorial que no incluya en su catálogo a algún escritor del género negro, cuando no una colección completa.
Por otro lado, desde hace varias temporadas autores de prestigio se incorporan a él atraídos por su vitalidad, o tentados por el reto de salir a la periferia de los centros literarios, o por profundas necesidades expresivas o superfluos intereses comerciales: John Banville, Mario Vargas Llosa, Ricardo Piglia, Ramiro Pinilla, Antonio Muñoz Molina, Fernando Savater, Luis Mateo Díez, José Jiménez Lozano… Al mismo tiempo, si no ha desaparecido, sí ha ido desterrándose el desdén hacia la novela negra y se han amortiguado algunos de los prejuicios que le negaban toda posibilidad de mérito literario a un género devaluado por toneladas de rutina en historias idénticas, con personajes idénticos y en idénticos escenarios. Se acepta, en fin, que ningún teórico tiene atribuciones para limitar el número de temas que puede abordar o no abordar un escritor. Ahora mismo, no se me ocurre ningún asunto, ninguna pasión, ningún conflicto, por muy complejos que sean, que no pueda ser planteado en la novela negra.
En la inflación o deflación de los géneros literarios influyen factores de diferente tipo: histórico, psicológico, comercial, autoral. Aunque hay escritores de género negro (Benjamin Black, P. D. James) que se alejan de la realidad contingente y no tematizan las tensiones sociales, tengo la sensación de que, en buena medida, los motivos sociológicos están en la raíz del actual éxito, auge y pujanza del thriller: vivimos tiempos sombríos, pesimistas, oscuros, en los que la crisis económica afecta a toda la sociedad e invade los terrenos afectivos y emocionales. Vivimos en una civilización occidental de colores brillantes, de pantallas iluminadas por píxeles de una extraordinaria paleta cromática que parpadean tras las ventanas en mitad de la noche, pero para mucha gente, con especial incidencia en la clase media, la vida está siendo tan negra como en aquellos años treinta de la depresión estadounidense que hicieron surgir las novelas de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain o Ross MacDonald, cuando las calles de Chicago se llenaron de tipos con sombreros de fieltro, gruesos abrigos de paño, zapatos de dos colores e incongruentes fundas de violín.
En los tiempos de crisis hay una pérdida de confianza del individuo en las estructuras del poder y en las instituciones públicas que no han sabido impedirla, si es que no han contribuido a su agravamiento. Crece la incertidumbre incluso en los Estados democráticos que, con todas sus maquinarias policiales y jurídicas, no garantizan la estabilidad, no destierran la violencia ni evitan la aparición de monstruos en los sótanos. De vez en cuando la paz se tambalea y, al hacer añicos la delicada porcelana de nuestras vidas, se agudiza el recelo, la sospecha de que no hay soluciones colectivas, sino, todo lo más, salidas individuales. Y en ese terreno ya estamos cerca de la novela negra, que, por mucha denuncia social que lleve dentro, nunca empuja a sus personajes a organizarse en cooperativas o en sindicatos.
La actual complejidad de las relaciones sociales, de la economía globalizada, de las organizaciones políticas en una Europa sin fronteras no es fácil de comprender, y el ciudadano que no encuentra respuestas satisfactorias en la prensa o en boca de los gobernantes acude a la ficción literaria buscando explicación o consuelo para algunas de sus preocupaciones y temores. Explicación, sí, y tal vez también la esperanza de que es posible otra realidad menos injusta.
La novela negra ha sintonizado con esa inquietud, ha colgado el barómetro en las plazas para comprobar la presión de la atmósfera social, ha sacado el termómetro a las aceras y ha salido a cazar en las calles asuntos y personajes que luego domesticará en las jaulas de sus historias. Muchos autores han escuchado el murmullo del malestar comunitario, de los miedos, de la inseguridad en el futuro, y lo devuelven a la sociedad de la que procede en forma de relatos cargados con los dos ingredientes básicos del género: el dolor y el enigma. Los autores «negros» aíslan unas cuantas voces de ese runrún social, las mezclan y las hacen interactuar en historias creadas por su fantasía, de modo que a menudo se aúna la ficción con la expresión de la realidad.
Por su parte, el lector de este género ya no es un niño que sólo busca entretenimiento. La actual novela negra es algo más que una manera cómoda, barata y sin efectos secundarios de combatir el insomnio. Al contrario, se leen porque con frecuencia reflejan las preocupaciones y las pesadillas que ha causado el insomnio previo, porque el autor habla, para bien o para mal, el mismo lenguaje que el lector.
Las seis novelas que se reseñan en estas líneas, cada una muy diferente de las otras en intereses, temas y estilos, muestran la vitalidad del género. La denuncia social, en Márkaris. La locura o la psicopatía en Hayder y, de un modo diferente, en Jo Nesbø. La venganza en Alexis Ravelo. La posible aparición del delito en cualquier momento, en una sociedad muy avanzada, en Mankell. Y las pasiones individuales y los conflictos familiares en John Banville/Benjamin Black. La de este último es una novela excelente. Otras cuatro tienen virtudes y defectos, fortalezas y debilidades. Y una es mala.
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El 7 de febrero de 2007, Henning Mankell (Estocolmo, 1948) recogió en Barcelona el Premio Pepe Carvalho, que se le concedió dentro del marco del Festival Bcnegra. Esa noche, en el escenario del Gran Teatre del Liceu se dramatizaron algunos párrafos de su novela La quinta mujer y el escritor sueco mantuvo con las periodistas Rosa Mora y María Eugenia Ibáñez una brillante y emotiva conversación que entusiasmó a los asistentes. En un palco del abarrotado teatro escuchaban con atención sus palabras Eva Bergman –su mujer, hija de Ingmar Bergman–, el cónsul sueco en Barcelona, Beatriz de Moura y Juan Cerezo –sus editores en España– y el autor de estas líneas. Al terminar el acto, los lectores que querían una firma en un libro suyo esperaban pacientemente en una cola interminable que se retorcía en el hall del Liceo y salía a dar la vuelta a la manzana. Para ahorrar tiempo y poder atenderlos a todos, tres empleadas de Tusquets Editores escribían en cada libro el nombre del lector y pasaban el ejemplar a Mankell para que lo firmara. Aquel encuentro recordaba las multitudinarias lecturas públicas de Charles Dickens en su gira estadounidense. En España nunca se había visto un fervor semejante hacia un escritor.
Ya sé que las tendencias y los gustos no varían de un día para otro, sino a lo largo de un proceso, pero en mi memoria asocio a ese escenario y a esa velada el momento en que cambió la consideración que en España se tenía hacia la novela negra. Otros lectores elegirán otras fechas y otras circunstancias, pero creo que no variarán mucho respecto a aquella noche de febrero de 2007. En esas mismas semanas, en Estados Unidos estaban encendiéndose las primeras luces rojas de alarma de los bancos que habían basado su crecimiento en la especulación con las hipotecas subprime dedicadas al negocio inmobiliario.
También en esas fechas, Henning Mankell estaba comenzando a redactar El hombre inquieto, la décima y última novela protagonizada por Kurt Wallander. La serie había empezado en 1990. A la vuelta de un viaje por África, Mankell decide escribir un libro sobre el creciente racismo que detectaba en Suecia y no encuentra mejor recurso para sus propósitos que una novela policíaca. Entre enero y agosto escribe «en una máquina de la marca Halda»1 Asesinos sin rostro (1990), donde nace Kurt Wallander, nombre sacado en pocos minutos de la guía telefónica. En los siguientes veinte años, Mankell publica un libro de relatos y diez novelas protagonizadas por el inspector de policía, y otra centrada en Linda, la hija de Wallander. En mayo de 2013 concluye: «En todo caso, el relato sobre Kurt Wallander ha terminado»2.
Se tiene la sensación de que las series de los grandes detectives son muy amplias y abarcan un gran número de obras y de años. Sin embargo, no siempre sucede así. Por más que Georges Simenon escribiera cien títulos protagonizados por Maigret; y Agatha Christie inventara treinta y tres enigmas para Hercule Poirot y trece para Miss Marple, en formato de novela, sin que los lectores dejaran de saludar en cada nueva aparición al detective como a un viejo amigo a quien se alegraban de ver; y Gilbert Keith Chesterton, por poner otro ejemplo prolífico, redactara cincuenta y dos relatos breves, todos de una extensión muy similar, para el Padre Brown, en general la bibliografía de otros detectives no llega tan lejos. Sherlock Holmes nos resulta tan conocido y familiar, en papel y en las pantallas, que diríamos que corrió infinitas aventuras, pero incluso resucitado sus pesquisas se encierran en cuatro novelas y cinco colecciones de relatos. También cuatro títulos dedicó Dashiell Hammett a Sam Spade, y en siete novelas y algunos cuentos apareció el Philip Marlowe de Raymond Chandler. Y aunque la serie cinematográfica de James Bond ha alcanzado veinticinco películas (y no tiene visos de terminar), en realidad el Agente 007 creado por Ian Fleming protagonizó doce novelas y dos libros de narraciones cortas. Para terminar, Edgar Allan Poe dio el pistoletazo de salida para el género policíaco de la mano de Le Chevalier Auguste Dupin con tan solo tres cuentos.
Henning Mankell
Y, dicho sea de paso al hablar de Poe, no me resisto a recordar un detalle muy revelador, que indica qué tipo de persona era el primer detective: en el relato fundacional del género negro, Los crímenes de la calle Morgue, la acción comienza ¡en una librería! El anónimo narrador de la historia, en primera persona, conoce por azar a «un cierto C. Auguste Dupin […] en una oscura librería de la rue Montmartre, donde la casualidad de que ambos anduviéramos en busca de un mismo libro –tan raro como notable– sirvió para aproximarnos […]. Me quedé asombrado, al mismo tiempo, por la extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre todo, sentí encenderse mi alma ante el exaltado fervor y la vívida frescura de su imaginación»3. De entonces acá ha llovido mucho.
Volviendo a lo anterior, no resulta, pues, infrecuente, que escritores de este género jubilen a sus criaturas cuando aún gozan del éxito y el favor del público, si tienen la suficiente lucidez para advertir que ya no les queda nada nuevo que aportar.
Huesos en el jardín (2002) es el penúltimo título de la serie. Un Kurt Wallander cansado de su oficio, al buscar una casa a la que retirarse en su inminente jubilación, con un jardín donde pueda corretear un perro, encuentra la mano de un cadáver sobresaliendo del césped, revelando que la violencia es irremediable y que puede aparecer en cualquier lugar y momento, incluso en una sociedad tan avanzada y serena como la sueca. Se diría que el enigma, en este caso, viene a buscarlo personalmente y el policía se lanza a investigar lo ocurrido. Los huesos llevan casi sesenta años enterrados y no resulta fácil encontrar pistas.
Después de tres décadas de trabajo, Wallander está cansado y mira demasiado hacia atrás. Sin embargo, aún sigue implicándose en su profesión y en la sociedad. Por mucho que haya visto y vivido, no es un investigador frío y analítico que considere al mundo como un laboratorio. Se lleva mejor con su hija Linda, con quien convive, y aunque cede a su afición a comer pizzas y perritos con demasiadas prisas, tiene controlados los achaques de salud:
– Si no empiezas a hacer ejercicio, te dará un infarto.
– A mi corazón no le pasa nada. Estuve pedaleando con un montón de cables conectados al cuerpo y el resultado fue estupendo. Y tengo una media de tensión de 135/80, lo que tampoco está mal. Además, el nivel de colesterol es el que tiene que ser. O casi. Tengo controlada la diabetes. Aparte de todo eso, me miran la próstata una vez al año. ¿Te basta así o quieres los datos por escrito?4

Si bien una inquebrantable salud física, una fortaleza granítica, un cuerpo para vivir cien años, de modo que no envejezcan aunque sí lo hagan sus lectores, y una gran resistencia al dolor y a las resacas eran atributos de los detectives clásicos, Mankell da un giro al tópico, consciente de hasta qué punto estos achaques de su personaje le han granjeado la simpatía de sus seguidores, que lo vemos cercano, asequible, embargado por nuestras mismas preocupaciones, que casi lo oímos toser y escuchamos su agitada respiración y nos dan ganas de estrecharle la mano a través de las páginas. De un modo coherente, su salud ha ido deteriorándose con el tiempo, en una evolución opuesta a la del Hercule Poirot de Agatha Christie, cuya cojera de los primeros títulos se ha curado luego milagrosamente.
Más que en la invención de historias muy originales, o de enigmas de perfección matemática, o de un gran estilo literario, el principal mérito de Mankell reside en la creación de un personaje en todo momento creíble, a quien nunca fuerza en su comportamiento. A lo largo de toda la serie ha ido completando su personalidad, lo ha hecho evolucionar con los años, no lo ha reducido a un prototipo de una pieza, siempre invariable. Wallander sufre cambios de humor influido por una discrepancia con algún compañero, por un malentendido con su hija, por el mal funcionamiento de su digestión o por el clima. Pero, por encima de su carácter rezongón, lo salvan su humanidad, su compromiso sin hacer alarde de benefactor y su humildad para no vanagloriarse de su eficacia.
Mankell no se esfuerza para que Wallander caiga bien, ni para que aparezca como un héroe o como un prodigio de perspicacia. Ni siquiera hace de él una detallada descripción física. Conocemos su apariencia, que es alto y pesado, o que usa gafas para leer, porque esos datos aparecen en medio de un diálogo o de un comentario al paso, de modo que consigue una gran agilidad narrativa:
Wallander se incorporó en la cama. Linda observó con disgusto la barriga que sobresalía, pero no dijo nada.
– Pues sí. Te veía tan alto…
– Pues no me tengo por demasiado alto…5

Recursos similares utiliza cuando se trata de añadir algún apunte social sobre una sociedad sueca que, a pesar de una trayectoria histórica limpia de racismo, muestra en la actualidad grietas en su tolerancia y esconde, en cualquier paraje doméstico, cadáveres enterrados bajo los jardines. Pero de nuevo, lejos de caer en el discurso sobre un tema tan proclive a la predicación, inserta su mensaje en los diálogos:
A veces da la sensación de que sentían más lástima del caballo que tiraba del carro vacío que de los desaparecidos. Si los Pettersson hubieran sido dos viejos granjeros de Escania, ¡qué ríos de tinta no habrían corrido!6
La novela, muy breve para lo habitual en Mankell, se aleja de lugares comunes, de heroicidades inverosímiles, de explicaciones gratuitas sobre los actos de los personajes. El desenlace es el más coherente entre todos los posibles. Por todas esas cualidades, Kurt Wallander es uno de los actuales detectives de ficción con mayor arraigo en el imaginario del lector.
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Ediciones Siruela ha editado en su colección «Nuevos tiempos» El caso Birdman, de Mo Hayder (Essex, 1962), con una nueva traducción de Javier Sánchez García-Gutiérrez. Sin embargo, esta ópera prima de Hayder, la primera de una serie protagonizada por el inspector de policía Jack Caffery, ya había aparecido en España en DeBolsillo en el año 2002, con traducción de María Beneyto y bajo el título El latido del pájaro.
Entre las novelas de enigma, de búsqueda de un culpable desconocido para el lector, puede establecerse una subdivisión. Por un lado, las que podríamos llamar novelashuis clos, esto es, aquellas que se desarrollan en un espacio cerrado –un tren, un barco, un hospital, una oficina o la sala del comité central de un partido político– o en un tiempo acotado, lo que reduce el número de sospechosos. Todos los posibles culpables están de algún modo vinculados a la víctima, tienen un móvil para el delito y han dispuesto de la oportunidad de cometerlo. Las novelas de Agatha Christie o las de P. D. James son paradigmas de este tipo.
La segunda modalidad incluye aquellas novelas en las que el culpable no forma parte del grupo de personajes presentados desde el inicio en el entorno de la víctima. El culpable, a menudo de asesinatos múltiples, es alguien de quien se ignora todo y a quien hay que identificar y localizar a partir de indicios dejados en torno al cadáver, puesto que carece de motivos y suele elegir a sus víctimas al azar, con las que no le une ningún vínculo previo y con las que a menudo practica algún tipo de ritual escabroso. A este segundo grupo pertenece El caso Birdman.
La novela comienza con la aparición de cinco cadáveres de chicas jóvenes, obra de un asesino en serie, en un escenario abierto lo suficientemente sombrío, tenebroso y decadente como para resultar ya por sí mismo una amenaza. Su autor es un asesino en serie, un psicópata, personaje cuya incorporación al género negro es relativamente moderna. Con o sin trauma freudiano, se trata de alguien incapacitado para toda empatía, por lo que trata a sus víctimas como objetos, como instrumentos al servicio de su placer o interés. En El caso Birdman, algunos detalles revelan esa cosificación: las envuelve en plástico, las empaqueta con cinta de embalar, las manipula o destroza con las mismas herramientas que utilizaría para una faena de bricolaje casero y, cuando ya no le sirven, las arroja a la basura. Asimismo, las considera como un número, como elementos de una serie, sin individualizar y sin sentir el mínimo remordimiento.
Mo Hayder dedica algunas páginas a describir el pasado de un psicópata, intentando, en vano, explicar una suciedad moral que no tiene explicación y ofrecer la clave que dé acceso a las tinieblas de su mente. Pero, demasiado sumisa a las convenciones narrativas, no resulta convincente. La novela exhibe una crueldad desagradable y gratuita de detalles escabrosos, a todas luces innecesarios. Los descuartizamientos, despellejamientos y mutilaciones, descritos sin pudor, la familiaridad con los cadáveres, con heridas infligidas con todo tipo de armas y herramientas, los excesos de sangre y de fluidos corporales articulan párrafos de dudoso gusto. La estridencia con que describe una violencia sin fines ni justificación no tiene ningún mérito. Hayder amontona crimen tras crimen de su psicópata, actos sádicos y brutales, pero sospecho que con ello no logra conmover más que a lectores adolescentes. El miedo, la inquietud, exigen otra sutileza. El psicópata produce asco y pánico, pero no despierta el temor de naturaleza noble y clásica que reclamaba Aristóteles, puesto que «el temor [es ocasionado] por algo acaecido a hombres semejantes a nosotros mismos»7.
Por otra parte, con este tipo de personajes, planos en su maldad, no es posible articular ningún dilema moral, ninguna dialéctica que los enriquezca, y la novela queda lastrada desde el principio por su propia naturaleza: se trata del bien –representado por un policía bueno, aunque un poco atribulado– contra el mal puro, sin ambages ni justificaciones, en un duelo maniqueo.
Este tipo de novelas, aunque tengan sus lectores y, frecuentemente, sus versiones cinematográficas, que sólo buscan éxito de mercado, han contribuido al desprestigio del género.
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No es casualidad que Jo Nesbø sea uno de los más populares escritores nórdicos de novela negra. La compleja trama de El muñeco de nieve, su prosa ágil y correcta y, sobre todo, la original elección del muñeco de nieve como elemento de terror construyen un sólido y eficaz artefacto literario que atrapa al lector, se gana su complicidad emocional y lo lleva en volandas sin perder el interés durante quinientas páginas. Por otro lado, y siguiendo el consejo de Alfred Hitchcock, aprovecha muy bien los recursos autóctonos del escenario, Oslo, para dar personalidad y sabor local a su relato: en el desenlace utiliza con maestría el famoso trampolín de saltos de esquís de Holmenkollen.
Tradicionalmente, el muñeco de nieve, orondo y feliz, es un símbolo de la inocencia infantil, del juego, de la pureza del color blanco, de la alegría con que se reciben las primeras nieves. Los grandes botones que sirven de ojos, la zanahoria de la nariz y el trazo risueño de la boca forman un apacible icono del imaginario universal, no sólo de los países nórdicos. Sin embargo, en esta novela, Nesbø subvierte su significado y lo transforma en símbolo del terror: su aparición anuncia siempre una violencia inminente que, más sugerida que mostrada, resulta angustiosa. En estas páginas, pues, algo en principio intrascendente muda y se vuelve rico semánticamente: el muñeco de nieve sirve de percha para colgar la bufanda de una víctima, para enterrar un teléfono móvil en el lugar del corazón o como metáfora del retorno del frío, la oscuridad y el miedo.
De contrarrestar esa amenaza se encarga Harry Hole –un policía de Oslo «obstinado, arrogante, peleón, inestable y alcohólico»8–, a pesar de la desconfianza que entre sus superiores y compañeros despierta su problemático pasado a causa de su afición al alcohol. Contra el caos psicológico, y a menudo tedioso, del asesino múltiple, el detective debe restablecer el orden sin dejar cabos sueltos.
Si en el pasado los detectives y policías eran lobos solitarios, adictos al whisky y al monosílabo, que cargaban con todas las tareas de la búsqueda, que sólo contaban con la colaboración del forense o del ayudante-confidente con quien, a la manera cervantina, mantener diálogos con los que avanzaba la acción, en la moderna Europa policial la creciente complejidad de la investigación, en la que entran en juego datos tecnológicos (teléfonos móviles, ordenadores y miles de cámaras de vídeo en las vías públicas), científicos (huellas, análisis médicos, de ADN) y espaciales (largos desplazamientos), ha provocado que los protagonistas tengan que rodearse de colaboradores. Harry Hole se resiste cuando su superior le propone ampliar su grupo de cuatro personas, pero no puede renunciar a esa forma de trabajar. Sin embargo, para que la acción no se disperse, Nesbø hace que del propio equipo surja un interés añadido cuando el protagonista sospecha que su compañera, por la que se siente atraído, es la culpable que está buscando. Esa sospecha ya resulta original, puesto que, como dice Ricardo Piglia:
– Haría falta un asesino serial femenino –siguió Renzi–. No hay mujeres que maten hombres en serie, sin motivo, porque sí. Tendrían que aparecer9.
Al contrario que Mo Hayder, Jo Nesbø, consciente de la fragilidad de este tipo de personajes, de la precariedad del recurso, lo dota de rostro y de motivos, de un pasado lógico, e introduce apuntes de un dilema moral, del que carece El caso Birdman:
Cuanto más viejo soy, más me inclino a pensar que la maldad es maldad, con o sin enfermedad mental. Todos somos más o menos propensos a cometer actos malvados, pero nuestras predisposiciones no pueden librarnos de la culpa10.
Nesbø viene a decirnos que el psicópata hace daño porque parte de una maldad de base que, con posterioridad, incrementa su locura, porque actúa sobre un soporte previo de crueldad sobre el que la voluntad y la libertad de elección pueden operar y para el que, por tanto, no hay eximente. También en el Quijote hay una parte de enajenación, pero con resultados opuestos, porque bajo la bondadosa demencia del caballero andante está la personalidad de Alonso Quijano, quien no en vano tiene como sobrenombre «el Bueno».
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Petros Márkaris (Estambul, 1 de enero de 1937) ambienta su última novela, Pan, educación, libertad, en la Navidad ateniense, entre el 31 de diciembre de 2013 y los primeros días del 2014, para remarcar así el contraste entre esas fechas de alegría, de fiestas, de regalos y de consumo, y una Grecia que, arruinada económicamente y hundida en una profunda crisis social, incapaz de seguir el ritmo de Europa, abandona el euro al comenzar el año y vuelve al dracma, su vieja moneda nacional. Por las calles de Atenas vagan «septuagenarios que rebuscan en los contenedores de basura», y en las plazas estallan continuas protestas, tanto de la extrema derecha como de los estudiantes o de los jubilados: «En nuestros tiempos, la pobreza agudiza las manifestaciones». Y todo, en fin, está en quiebra: «Pero trabajo no hay. Las empresas murieron junto con los bancos»11.
En Pan, educación, libertad hay dos novelas. Por un lado, la distopía que plantea Márkaris y que sirve de marco, por otro lado, para una intriga policíaca en la que el comisario Kostas Jaritos debe descubrir al autor de tres asesinatos, uno por cada una de las tres palabras del título. En contra de lo que pueda parecer, el epígrafe no es una proclama ni el enunciado de una pancarta, sino la clave de las tres muertes.
Pero esta atractiva situación de partida se ve lastrada desde el comienzo por su desequilibrio entre novela social y novela negra. Hasta el capítulo 7 no aparece el cadáver que detona la historia y hasta entonces todo es una descripción de las dificultades económicas que padecen los griegos, incluida la familia del comisario. Su mujer, Adrianí, decide preparar cada noche una comida sustanciosa para todos sus allegados, de modo que al menos una vez al día estén bien alimentados, mientras Jaritos, admirado, piensa: «Durante los últimos cuatro años han mandado la Comisión Europea y el Banco Central Europeo. Mejor que se haga cargo Adrianí». La conocida afición del comisario por la buena mesa, pues, queda en un segundo lugar, apartada por necesidades más urgentes.
En el libro hay un vívido reflejo político y social de la situación griega. En la actual novela negra posiblemente nadie mejor que Márkaris para conseguir que en sus libros ocurra lo que está ocurriendo en las calles, para mirar con simpatía a las víctimas de la crisis económica en una Atenas de locales comerciales cerrados y de edificios vacíos ocupados por parados e inmigrantes.
En medio de ese sombrío panorama social, y como no podía ser de otra manera, los motivos para matar también son sociales. Nada de psicópatas ni de venganzas personales. En estas páginas se mata a quien ha traicionado los derechos sagrados del individuo al pan, a la educación y a la libertad. Desde luego, no hay ningún inconveniente –al contrario, es un valor añadido del género– en escribir una novela comprometida en la que el malestar colectivo sea el motor de la narración, pero sí es contraproducente cuando el interés sociológico por los conflictos de la calle se impone sobre la consistencia narrativa y despersonaliza a los protagonistas, cuando, en última instancia, la explicación del enigma no reside en el alma de los personajes, sino en la historia política del país. La colectividad no mata, siempre es un individuo el que empuña el cuchillo o el revólver. Y el rostro de ese individuo aquí queda borroso, no resulta convincente ni verosímil la intensidad de su odio, del odio imprescindible para que alguien se decida a disparar a sangre fría. Incluso las víctimas, descritas con trazo grueso y acelerado, a pesar de la defección de sus viejos ideales no parecen tan indeseables como para merecer un castigo tan sumario. Márkaris, concienciado e indignado con la dramática situación de su país, se convierte en un escritor social desde un temperamento social y pone la narración al servicio del compromiso. Mankell también es un escritor social, pero dentro de un temperamento individual del que no prescinde, y su compromiso surge desde la emoción del relato.
A través de Kostas Jaritos, Márkaris, convertido en reportero, cuenta lo que ocurre en Grecia a la Europa que lo aprecia como escritor. Pero la novela se desequilibra y lo que gana en crónica lo pierde en narración, lo que gana como reflejo de la realidad lo pierde en una intriga débil y un desenlace fácil. El autor nos ofrece una expresiva visión de Atenas, pero no un sólido retrato de personajes. La realidad social ya no es el marco de un lienzo donde se mueven los protagonistas de la historia, sino que la estructura policíaca es un bastidor que sostiene un paisaje social.
Petros Márkaris

Petros Márkaris
El comisario Kostas Jaritos se pasa el tiempo corriendo de la investigación a las manifestaciones. Termina el interrogatorio a un sospechoso y se pone el uniforme para salir a la calle junto a los antidisturbios. Entre el frenético laberinto de las avenidas colapsadas y agitadas por la desesperación de la gente sin recursos, aparece el otro laberinto, el de los crímenes sin resolver. Como es habitual en sus anteriores novelas, Márkaris utiliza la primera persona gramatical y el presente de indicativo, que resultan especialmente adecuados para describir el transitar del protagonista por una Atenas convulsionada por la incoercible tendencia de sus habitantes a las manifestaciones, pacíficas o violentas. El campo semántico del movimiento –voy, vengo, vamos, conduzco, entro, salgo, digo, me dicen, veo, escucho, oigo…– invade las páginas y acerca con precisión al lector a esa realidad palpitante con mayor eficacia que con otras formas verbales. Esa elección facilita también un humor mediante el cual los personajes suavizan las penurias y hacen más llevaderas las molestias de sus estómagos hambrientos. Incluso el último párrafo termina con unas carcajadas que se imponen sobre las sombrías perspectivas del acontecer diario y dejan una ventana abierta a la esperanza. Aunque la novela no ofrece atisbos de mejora para la situación colectiva del país, sí encuentra una vía de salvación individual en el pequeño reducto familiar.
Pero esa misma decisión gramatical también acarrea limitaciones estilísticas. En la voz de un policía, el discurso no puede ser muy elaborado, porque resultaría impostada la utilización de una sintaxis más rica y compleja. Y así se impone una prosa directa y funcional que, urgida por la vorágine de los acontecimientos, resulta plana y acomodada, carente de matices. Baste un ejemplo: «A juzgar por la constitución del cadáver, el hombre tenía ya sus años»12. A muchos lectores nos gustaría que Márkaris no hubiera abandonado la frase tan deprisa, que no la hubiera dejado tan abierta y fatigada y se hubiera esforzado por contarnos cuáles eran los signos concretos que en el cadáver evidenciaban esa edad.
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Se sale de entre las calles de Atenas, agotados por las correrías de Kostas Jaritos, y volvemos a España, que tampoco está muy boyante ni ofrece una atmósfera social muy respirable. Pero el paisaje que muestra Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971), aunque violento y marginal, es muy diferente. En La última tumba el aire no está cargado del humo de los neumáticos quemados en las barricadas de las manifestaciones ni de los gases lacrimógenos de los antidisturbios.
En España, también la novela negra comenzó en La Mancha, con las obras de Francisco García Pavón protagonizadas por Plinio, pero enseguida Madrid y Barcelona se convirtieron en las únicas sedes del género, que en la gran urbe había encontrado su hábitat natural. Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma o Juan Madrid, entre otros, mostraron que las dos grandes ciudades españolas ofrecían escenarios de gran dureza dramática, muy aptos para ambientar sus ficciones. Sin embargo, en los últimos años un corro de policías y detectives se ha desplegado por todo el territorio español, de modo que no hay región ni provincia –del País Vasco a Cuenca, de Galicia a Granada– que no tenga su investigador desentrañando enigmas. Otra cosa, sin embargo, es conseguir que desde cualquier comunidad autónoma un autor sepa interesar a todas las comunidades de lectores.
En Canarias, el territorio geográficamente más distante de la Península, ha ambientado Alexis Ravelo su serie protagonizada por Eladio Monroy. Pero La última tumba, ganadora del Premio de Novela Negra «Ciudad de Getafe» 2013, no pertenece a dicho ciclo. Al contrario, es una historia cerrada e independiente en la que su autor despliega todo lo aprendido en años de escritura para articular un relato cuyo protagonista no es ni policía ni detective, sino un expresidiario, Adrián Miranda, con un duro pasado en ambientes marginales. Condenado por un crimen que no cometió, al cumplir su castigo sale de la prisión decidido a descubrir la verdad y a ejecutar su venganza. Se trata, pues, de un personaje que proviene de la violencia y que genera nueva violencia.
La acción se demora en el inicio y, sin embargo, el lector no siente impaciencia, porque resulta interesante lo que Adrián Miranda recuerda, lo que ve y juzga sobre los cambios urbanísticos de la ciudad, Las Palmas, sobre las relaciones familiares con su hermano o sobre una teoría sobre la supuesta crueldad de Ulrike Meinhof. Consciente de que no sólo la acción es dramática, Alexis Ravelo deja que el protagonista se detenga y opine sobre ella, le hace reflexionar sin ser pedante, sin que sus pensamientos resulten incoherentes con su condición de expresidiario. En esos momentos, la voz en primera persona suena con transparencia al describir lo que hace, lo que ve alrededor en su deambular por las calles o al contactar con antiguos conocidos de ambientes barriobajeros. Su buen oído para los diálogos, para captar las locuciones y el vocabulario de argot, para las peculiaridades del habla canaria, para las hipérboles y las comparaciones, contribuye a su solidez.
Resulta contundente la tesis del protagonista sobre la violencia: cuando es un fin en sí misma, convierte a sus ejecutantes en monstruos. Por tanto, sale de la cárcel dispuesto a utilizarla sólo como un medio. Pero, a pesar de esa declaración, hay momentos en que Ravelo está a punto de sacrificar la historia en un exceso de violencia explícita, que a veces rechina en el personaje. En esos párrafos se produce una separación demasiado tajante entre lo que Adrián Miranda hace y lo que Adrián Miranda piensa. La clarividencia de las reflexiones del protagonista cuando se detiene y mira hacia sí mismo chirría con sus actos cuando enarbola un martillo. El mismo autor parece consciente de ese desajuste en un personaje escindido en dos caracteres opuestos:
[…] es como si hubiera dos tipos muy distintos en mí. Uno es el que lee, el que estudió lo que pudo mientras estaba en prisión, el que dejó las drogas, el malevaje y el puterío: un individuo que intenta expresarse lo mejor posible. El otro es un changuilla de barrio, un canalla inculto y vulgar que, de pronto, aplasta al primero y lo silencia. Esos dos tipos […] están ahí, en una disputa continua, una dialéctica constante, intentando monopolizar el discurso, pisándose la palabra.
La cuestión es que uno y otro son yo13.
Cuando incide en el primero, la novela mejora y la prosa despliega todas sus posibilidades, incluso para hacer incursiones en su conciencia, hasta el punto de advertir que está desdoblada; en cambio, cuando se deja arrastrar por el segundo, se mete en un callejón sin salida y el lenguaje cede a una innecesaria violencia lingüística, pierde brillo y se vuelve duro y altanero. Al primero, el lector lo mira intentando comprender sus deseos de venganza; al segundo, lo observa con cautela y termina por rechazar su tosca brutalidad y su vocabulario escatológico.
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Gilbert Keith Chesterton

Gilbert Keith Chesterton
En un oficio, el de la literatura, donde tan frecuente es la duda y la incertidumbre, John Banville-Benjamin Black no parece tener ninguna al considerar el estilo como uno de los cimientos de su escritura: no es posible crear grandes personajes ni contar grandes historias sin un gran estilo literario. Con Banville14 nunca se tiene la sensación, tan incómoda, de que existe un desequilibrio entre los medios formales y el tema, entre la pequeñez de los recursos lingüísticos empleados y la grandeza de los problemas que plantea. Con una prosa hechizante, con un prodigioso talento para la sinestesia, con una imaginativa capacidad combinatoria entre sustantivos y adjetivos, hoy por hoy Banville-Black adecenta la literatura policíaca, la ennoblece al elevar su forma sin necesidad de renovar sus estructuras, como, por otra parte, está haciendo Ricardo Piglia. Ambos –uno desde el lenguaje y otro desde la estructura y los personajes– aceptan sus desafíos estéticos y tal vez sean los más grandes escritores de novela negra actual. Aclamados por la crítica y por los lectores, a ambos, además, no les afecta ese reflujo que siempre sobreviene a los escritores tras el éxito y la popularidad.
La tradición nos ha acostumbrado a que al género negro le importan más los personajes por lo que hacen y dicen que por su apariencia, más los diálogos que las descripciones, porque los lectores desean oírles hablar antes que observarlos en silencio ante un río, un rayo de luz o un atardecer. Tradicionalmente, la naturaleza ha estado ausente de la novela negra, que casi siempre ha manifestado un supino desdén por descripciones de pájaros y flores, de árboles o montañas, como si la observación del paisaje sólo fuera posible en gentes apacibles y felices, y no apta, por tanto, para quienes se ven inmersos en conflictos, angustias, temores, cuando no en la acción directa. El que huye o el que persigue, el que vigila o busca, no tiene tiempo para valorar el colorido de las alas de una mariposa, la fragancia de la rosa o la armonía del vuelo de los pájaros. Sin embargo, Banville nos seduce con sus certeros y bellísimos apuntes no sólo de una climatología y de una naturaleza cómplices y reveladoras de los estados anímicos; también describe a los personajes y sus gestos, sin necesidad de hacer inventario completo de sus rasgos. Elige uno de un modo tan certero que basta para reflejar su carácter. Así, en Venganza, los labios finos de Mona Delahaye, el pelo rubio de los hermanos gemelos o la corpulencia del propio Quirke.
Venganza narra las conflictivas relaciones entre los miembros de dos importantes familias irlandesas, asociadas en una empresa comercial. La familia como institución tiene una importancia fundamental en toda la saga de Quirke, en la que, como herencia de la tragedia griega, los mismos personajes se repiten una y otra vez: Phoebe, Rose y Malachy Griffin, David Sinclair o Jimmy Minor, lo que contribuye a dotarla de una gran cohesión y coherencia. La familia no aparece como un refugio de paz, sino como un entorno conflictivo donde crecen y se tensan con mayor vehemencia los problemas. No hay parentesco ni vínculo que no esté exento de incomunicación, de dolor, recelos, traiciones, enfrentamientos: «No, en realidad padres e hijos no hablan, ¿verdad? Yo no hablo con los chicos, con los gemelos, no mucho en cualquier caso. Lo hacía cuando eran pequeños, pero ahora…»15. Las relaciones familiares son tormentosas, lacerantes, origen de complejos y culpabilidades. En el comienzo de la novela, las últimas palabras de Victor Delahaye antes de dispararse un tiro en el corazón son para relatar una cruel anécdota a la que lo sometió su padre cuando era un niño de seis o siete años. El propio Quirke es huérfano, no conoció a sus padres e ignora la fecha de su nacimiento. Tiene una hija, Phoebe, de la que no supo durante muchos años que era su hija. Phoebe creció con su tía, de quien Quirke estaba enamorado, y se ve envuelta de una u otra manera en la intriga de varios títulos de la serie, aunque nunca de un modo tan trascendente como en esta: de hecho, es ella quien da la clave para el descubrimiento del enigma.
La novela, además, consolida con brillantez otra originalidad del ciclo: el protagonista es el ayudante en la investigación. Garrett Quirke no es policía ni detective, sino que colabora en la resolución de la trama por invitación personal del inspector Hackett, que lo considera capacitado para moverse entre la alta burguesía donde se ha producido la muerte: «Vamos, doctor […]. Sabe que yo no sé tratar a esa gente tan distinguida. Pero usted habla su idioma»16.
Ambientada en los años cincuenta del pasado siglo, en un Dublín por cuyas húmedas calles conviven los coches con carros tirados por caballos, el alejamiento entre el tiempo histórico del relato y el tiempo actual del lector despoja a estas historias de las contingencias del presente. Pero, al terminar su lectura, nos queda la sensación de que Banville ha hablado de nosotros mismos, de nuestras vidas, de nuestras pasiones y de nuestros miedos; sentimos que ninguna emoción le resulta oscura y que conoce perfectamente los mecanismos de las relaciones humanas. El protagonista, Quirke, un corpulento y atractivo médico forense que siente una irremediable inclinación por el whisky y el lenguado, incapaz de decir que no a las mujeres que lo invitan a un trago en su apartamento, que nunca levanta la voz y que se comporta con una gran economía de sentimientos, nihilista y escéptico después de haber sobrevivido a todos sus dramas, a su orfandad y a algunos momentos de peligro, aún guarda muchos misterios para los lectores, que queremos saber más cosas de él. Al cerrar este hermoso y apasionante libro nos quedan entre las manos unos sólidos personajes que sin duda volverán a aparecer –¿Malachy Griffin como centro del nuevo conflicto?–, y no ese puñado de residuos en que en tantas ocasiones se desmoronan las simples historias de coartadas y de gánsteres.
Eugenio Fuentes es autor de un volumen de cuentos, Vías muertas (1997), otro de artículos periodísticos, Tierras de fuentes (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2010) y de los ensayos literarios La mitad de Occidente (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2003) y Literatura del dolor, poética de la bondad (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2013). Su detective privado Ricardo Cupido ha protagonizado sus novelas La sangre de los ángeles (Alba, Barcelona, 2001), Las manos del pianista(Barcelona, Tusquets, 2003), Cuerpo a cuerpo (Barcelona, Tusquets, 2007), El interior del bosque (Barcelona, Tusquets, 2008) y Contrarreloj (Barcelona, Tusquets, 2009). Es autor también de Venas de nieve (Barcelona, Tusquets, 2005) y Si mañana muero (Barcelona, Tusquets, 2013).
1. Henning Mankell, Huesos en el jardín, p. 177. 
2. Ibídem, p. 178. 
3. Edgar Allan Poe, Los extraordinarios casos de monseñor Dupin, trad. de Domingo Santos, Madrid, Unidad Editorial 1999, pp. 12-13. 
4. Henning Mankell, op. cit., p. 90. 
5. Ibídem, pp. 17, 140. 
6. Ibídem, p. 113. 
7. Aristóteles, Poética, capítulo XIII. 
8. Jo Nesbø, El muñeco de nieve, p. 80. 
9. Ricardo Piglia, Blanco nocturno, Barcelona, Anagrama, 2010. 
10. Jo Nesbø, op. cit., p. 487. 
11. Petros Márkaris, Pan, educación, libertad. Las cuatro citas aparecen en las páginas 24, 10, 122 y 100. 
12. Ibídem, p. 158. 
13. Alexis Ravelo, La última tumba, p. 59. 
14. Tal vez porque conocía su obra como John Banville antes de conocerlo como Benjamin Black, resulta difícil llamarlo con el seudónimo. 
15. Benjamín Black, Venganza, p. 18. 
16. Ibídem, p. 131. 

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