Las pesquisas sobre uno de los mayores mitos literarios del siglo XX inspiran al autor para repasar sus andanzas y vincularlas a otros famosos detectives y agentes secretos que han tomado prestados muchos de sus rasgos
Luis Racionero
Luis Racionero
Llevaba tiempo intentando descubrir de dónde sacó Arthur Conan
Doyle la inspiración para su personaje de Sherlock Holmes. Sabemos que los
novelistas usan una percha donde cuelgan rasgos tomados de diversas personas,
los mezclan y sale una quimera que, si es más verosímil que la realidad, se
convierte en mito. El detective Holmes fue el mito más importante del siglo XX,
superando fácilmente a Superman, Bond o Batman. Los turistas acuden al 221B de
Baker Street para visitar su casa, hay clubes de los Irregulares de Baker
Street por todo el mundo y W.S. Baring-Gould ha escrito la biografía de Holmes
con todo lujo de detalles: su infancia en Montpellier, sus relaciones con Karl
Marx, Lewis Carroll y George Bernard Shaw, así como su ambigua envidia hacia
Moriarty.
Por fin he dado con la biografía agotada de Hesketh Pearson
sobre Conan Doyle y se me han aclarado las dudas: el doctor Watson es Conan
Doyle, que estudió medicina y ejerció mal que bien, con exigua clientela, hasta
que se dio cuenta de que la escritura le estaba enriqueciendo. Lo malo es que a
él le gustaban las novelas históricas –como a mí– y que se empeñaba en meter en
ellas a todo personaje y detalle ambiental de la época, con lo que las
convertía en mazacotes infumables. No así con Holmes, a quien inventó
recordando dos personajes reales. Uno era su amigo Budd, también médico, que
estudió con él en Edimburgo. Budd era un gentleman venido a menos, inventor de
artilugios; por ejemplo, un imán para desviar los obuses, que propuso al
Almirantazgo y cosas por el estilo. En la consulta maltrataba a los pacientes y
les insultaba ferozmente, como Holmes a la clientela. Para sentarse a tomar té
con Doyle daba dos saltos mortales y caía perfecto en la silla. Era un genio polifacético,
divertido y perverso. El otro personaje que mezcló para formar a Holmes era un
profesor de medicina de la Universidad de Edimburgo que –como hacía Pere Pons–
no solo diagnosticaba al paciente a primera vista delante de los alumnos, sino
que detectaba que aquel hombre era viudo, de Sheffield y recién licenciado de
servir en un regimiento de gurkas en Malabar. Doyle le añadió el violín, el
opio y se colocó él mismo como Watson para narrar sus increíbles deducciones,
dejando incluso varias en el tintero, como “El caso del barco Anabel” o el de
“La rata gigante de Sumatra”. Para el cual el mundo aún no está preparado “El
caso de Wilson notorio adiestrador de canarios” o “La historia del político, el
faro y el albatros amaestrado”. Harto de Holmes, queriendo dedicarse a la
novela histórica que era lo que realmente le gustaba, Doyle mató a Holmes en la
catarata de Reichenbach. Vana ilusión: el clamor popular fue tal que tuvo que
resucitarlo y seguir soportándole aunque, como escribió un avezado crítico:
“Después de la caída en la cascada, Holmes nunca volvió a ser el mismo de
antes”.
He leído los casos de Holmes, libros sobre él de los friquis
holmesianos, relatando sus andanzas en Montpellier o la vida secreta durante su
desaparición. Pero más que en literatura, Holmes ha dado muy bien para el cine.
Basil Rathbone encarnó en los cuarenta y cincuenta un Holmes sobrio, huesudo,
sesudo y gélido, luego Jeremy Brett lo representó neurótico, caprichoso,
histérico y brillante hasta que Benedict Cumberbatch lo ha modernizado a un
metrosexual superdotado y displicente que se aburre sin Moriarty.
En todas han programado un Watson impecable y simpático como
contrapunto a los excesos friquis de Holmes con su violín y su cocaína, tan
amable que en cierta ocasión Holmes increpa a su amigo así: “La labor del
detective es, o debe ser, una ciencia exacta y debería ser emprendida en la
misma manera fría y sin emociones. Tú has intentado teñirla de romanticismo, lo
cual produce el mismo efecto que si convirtieses una historia de amor o una
fuga amorosa en la quinta proporción de Euclides”.
La idea del detective como científico, o al menos lógico, viene
del creador del género Edgar Allan Poe que, en su detective Dupin encarna un
racionalista maestro en el arte de la deducción. Doyle continúa el personaje
añadiéndole toques extravagantes y humorísticos por exageración hasta que los
americanos Chandler o Hammett lo bajarán al nivel de la calle con un Marlowe
que es vulgar, desaliñado, tramposo y descosido. El inefable Humphrey Bogart es
como un reverso de Holmes en plebeyo.
Cuando desde el detective evoluciona hacia el espía y el agente
secreto, la acción gana a la deducción y el maestro Hitchcock marca la pauta de
lo que luego será James Bond con su película Con la muerte en los talones,
donde Cary Grant le enseña a Sean Connery cómo debería ser el protagonista de
Ian Fleming: elegante, desenvuelto: “no pueden detenerme, tengo que mantener
una esposa y dos bármanes”, culto y bon vivant.
El paso del detective al agente secreto se debe a las dos
guerras y a la experiencia de los autores con ellas: Somerset Maugham fue espía
en Suiza en 1914 y de sus andanzas sacó las historias de Ashenden, el primer
agente secreto. Ian Fleming, su sobrino, por cierto, trabajó para el MI5 en la
Segunda Guerra Mundial y de ahí su Bond. John le Carré y Graham Greene fueron
influidos por la Guerra Fría.
De modo que, como el caso de Doyle con el Dr. Budd y la
escuela de medicina de Edimburgo, los demás detectives y espías han tenido
modelos en la realidad, que “la naturaleza sigue el arte”, pero primero el arte
imita a la naturaleza.
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