12 de febrer del 2014

Una droga demasiado pura

[El Mundo, 12 de febrero de 2014]

Nelson Algren estuvo antes que los beatniks, vivió más perrunamente y escribió con más violencia. Su gran novela, 'El hombre del brazo de oro', reaparece en nuestras librerías

  • Marga Nelken

Algren, Nelson. Nacido en la hoy demolida Detroit en 1909. Y otro de los nuestros. Escritor de culto y maldito como pocos de su generación, recuperado ahora -siempre es un buen momento para desenterrar a los más 'grandes'- por Galaxia Gutemberg. Círculo de lectores en España con su obra maestra, este 'El hombre del brazo de oro' que narra las desventuras de Frankie Machine, croupier clandestino y yonqui irreductible que trata de reconducir su desdichada existencia y superar su terrible adicción a la morfina. Del bueno de Nelson, el autor más salvaje de su promoción, dijo en su día el viejo Hemingway: "Mr. Algren, chico, tú sí que eres bueno" y no en vano la descarnada obra del llamado "vagabundo de la Gran Depresión" influyó en los 'beats' y posteriores generaciones de 'juntaletras'. Sus novelas cobran hoy, casi 70 años después de ser escritas, una actualidad aterradora. De 'crack' en 'crack' y tiro porque me toca.
Algren, Nelson. Se trasladó de niño a Chicago, junto con sus padres, obreros judíos descendientes de suecos y alemanes, y en el barrio polaco de aquella ciudad creció y vivió, y bebió, y maldijo, entre putas, macrós, mafiosos y yonquis de todo tipo y condición, atesorando material y experiencias para su futura carrera como escritor y 'plumilla', ya que escribió en el 'Chicago Free Press' en aquellos maravillosos años en que uno prefería decirle a su madre que tocaba el piano en un burdel antes que confesarle que era periodista, hasta su fallecimiento en 1981. Poeta y cronista de la América empobrecida y ajena a cualquier tipo de sueño, Nelson Algren fue el heredero natural de autores como Dreiser o Steinbeck y padre literario de Bukowski y Russell Banks. Un grande. De hecho, el propio Banks lo tuvo como mentor en un taller de escritura en Vermont y, según sus recuerdos, lo animó "a no bajar nunca la guardia". No me negaréis que es el mejor consejo que puede dársele tanto a un boxeador como a un escritor. No en vano sendos oficios están teñidos de dolor, condena y sangre.
Algren, Nelson. Tras pasar la Guerra en Europa, en el servicio médico, entre 1942 y 1945, regresó a Chicago, donde se convirtió en el mejor novelista de su generación, dando voz a los perdedores y marginados del País de los Libres desde un radicalismo político extremo y a través de novelas tan duras, implacables y negras como este 'El hombre del brazo de oro' que se hizo con el National Book Award en 1950 y fue adaptada al cine por el mismísimo Otto Preminger en el 55, con Frank Sinatra y Kim Novak interpretando los personajes principales. Lógicamente, y a causa de su activismo político, poco tardó este grandísimo escritor en verse en el punto de mira del macarthismo y del FBI, padeciendo en su propia piel la terrible 'caza de brujas' de aquellos años impíos.
Algren, Nelson. Su novela nos pasea por el lado más jodido del Sueño Americano, convirtiendo en pesadilla cada uno de sus párrafos y sorprendiendo al lector de hoy en día a base de directos en la mandíbula. Y entre garitos clandestinos, cartas marcadas y polis corruptos, seguimos los pasos de un yonqui que bien podría pasearse sin complejos por el Chicago más actual. Novela más que recomendable que nos hace añorar aquellos tiempos en que se escribía pensando en un lector inteligente y adulto. Se quita por eso una el sombrero ante la tumba de Nelson Algren y ruega una oración por su alma antes de invitar a whisky de centeno a toda la parroquia. ¡Salud! Aví va el arranque de esta novelaza implacable y ennegrecida. Prestad atención, por favor, porque comprobaréis que pocas novelas actuales empiezan con tanta fuerza. Un ciclón, vamos. Un torbellino que está ahí, al alcance de todos, esperando ser leído o releído.
El capitán no bebía nunca. Aun así, hacia el anochecer, en las semanas de color ahumado que iban del veranillo de San Martín a las primeras nevadas fuertes de diciembre, a veces se sentía medio borracho. Colgaba pulcramente el abrigo en el respaldo de su silla, en la penumbra plomiza de la comisaría, como si estuviera agotado por la falta de sueño, y reposaba la cabeza sobre los brazos, cruzados encima de la mesa de la sala de interrogatorios.
Pero no era el trabajo lo que le dejaba tan exhausto, ni era la lluvia del color del humo lo que turbaba su sueño. La ciudad le había saturado de culpas ajenas; le abrumaban las acusaciones de las actas de denuncias. Llevaba veinte años sentado en esa misma mesa mellada, dejando constancia de robos e incendios premeditados, de actos de sodomía y de simonía, de robos de vehículos, secuestros, tiroteos y reyertas, de chantajes y actos de terrorismo, de incestos y casos de indigencia, desfalcos y robos de caballos, sobornos y proxenetismo, raptos y curandería, adulterio y prostitución. Hasta que el dedo acusador, que llevaba tanto tiempo señalando con implacable seguridad por encima del libro de registro de la sala de interrogatorios, se había acabado cansando, y se había vuelto hacia él mismo, caprichosamente, hasta tocar las fibras del músculo gris oscuro detrás de sus ojos frises claros. Y así, aunque a la luz del día seguía siendo el perseguidor de siempre, había noches, en esta primera semana sin viento de diciembre, en las que había soñado que era él el perseguido.
Hacía tiempo, un golfo, carne de comisaría, le había apodado 'Cabeza Archivadora', en honor a la retentiva de su memoria para olvidados delitos menores. Ahora, cuando ya se acercaba la jubilación, sólo oficialmente lo llamaban 'capitán Vendar'.



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