Ángel Berlanga
Y de repente las tres novelas que había escrito en su vida estaban entre los libros más leídos de la Argentina. Treinta años atrás, con aquella democracia enclenque que daba sus primeros pasos, Osvaldo Soriano ya tenía decidida la vuelta tras el exilio, el regreso concreto y más definitivo, porque en buena parte ya había vuelto con No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno, las dos historias que había publicado primero en Europa y que acá, gracias a los buenos oficios de una editorial que lo terminaría estafando, Bruguera, se multiplicaban como los panes y los peces: era un momento de hambres. Las dos novelas fueron frescos de época que maceraron en la mediasombra y que, cuando pintó algo de luz, dieron acá sus relumbrones de sentido.
En junio de 1973, poco después de cumplir los treinta, había publicado su primer libro, Triste, solitario y final: los 8000 ejemplares de la primera edición se agotaron en pocos meses. Apenas habían pasado cuatro años desde la llegada de Soriano a Buenos Aires, de aquella mitificada nota sobre la Semana Santa en Tandil. El tipo se largó, para el debut, a interactuar como personaje con Philip Marlowe: Chandler es una de las influencias mayores en la obra de Soriano. Por qué, ya al final, no les daban laburo al Gordo y al Flaco: ésa es una de las intrigas de la novela, una excusa para entreverar su pasión por el detective con lo que él mismo había investigado sobre Laurel y Hardy. Desde ahí quedarán instalados en su narrativa la épica y el sentido del humor, los cortocircuitos de sus personajes con el sistema/poder, la acción jugada en relación con fuerzas que los exceden, a algunas ideas, a la guita, a algún núcleo sentimental, a fidelidades y traiciones.
Estos ingredientes aparecen en lo siguiente que escribió, a comienzos del ’74, “casi de un tirón”, decía, a poco de saber del cáncer que ultimaría a su padre (a quien dedica No habrá más penas ni olvido). Soriano concentró esos elementos en Colonia Vela, un pueblito bonaerense tironeado en una interna peronista: el avance violento de la derecha por sobre la concepción más romántica y en general buena leche, la que desembocó en el amasijo. Hay un concentrado estilístico, también, porque la novela es pura acción y diálogo, parlamentos cortitos, descripciones mínimas, nervio y hueso. A los editores de acá les resultó áspera para ese tiempo, y el mismo Soriano no estaba convencido del final, que terminó encontrando cuando ya se había radicado en Bruselas. Se publicó primero en ¡Polonia! Cortázar jugó una carta, ahí. El libro hizo su camino por varios países europeos. A fines del ’82, un amigo lo felicitó desde acá porque su novela encabezaba las listas de los más leídos; Soriano pensó que se refería a Triste..., se sorprendió de que esto ocurriera a tantos años de publicada, y se sorprendió más cuando el otro le aclaró que se refería a No habrá más penas: así supo que Bruguera la había publicado en la Argentina.
La novela que escribió en el exilio fue Cuarteles de invierno. Era su preferida, decía. Colonia Vela cinco años después, el pueblo dominado por el milicaje, un señorito manejando los hilos (el civil golpista) y dos invitados que llegan a una fiesta conmemorativa: Rocha, un boxeador cercano al retiro, y Galván, cantante de tangos. Los dos van al muere en ese orden tan patético como siniestro, pero hay alguna esperanza de que zafen. “Por otra parte, el tango no tiene que mezclarse con la política”, le dice a Galván un tal Romerito, un cantante de Vela que se le arrima, cholulo, feliz de tener a los militares en el pueblo. Soriano tramaba sus novelas con lo que lo apasionaba y lo que le daba la gana: la política estaba ahí. Lo socio-ideológico siguió tallando en sus libros de los ’90, cuando el fin de la historia de Fukuyama salpicaba su deber ser a la literatura.
Cuarteles apareció primero en Italia, Polonia, España, Francia. Acá se publicó en octubre de 1982, junto a No habrá más penas ni olvido. Las dos novelas cifraron parte de las lógicas de la violencia de esos años y prendieron en los lectores: durante veinte meses los dos títulos estuvieron en las listas de los más leídos que hacían La Nación y Clarín. Para cuando volvió a radicarse definitivamente en Buenos Aires, a comienzos de 1984, Triste, solitario y final se sumaba a esas listas. “Cuando uno está lejos y tiene muy pocos puntos de expresión abiertos cree que la gente lo ha olvidado”, le decía en una entrevista a Mona Moncalvillo. “Me conmueve desde el alma hasta las tripas saber que, tanto tiempo después, con todo lo que pasó, me reencuentro con los lectores y tengo otros nuevos.” Además de la equívoca simplicidad de su prosa, de la potencia de sus historias, su narrativa jugó un papel importante adicional: dar cuenta de dónde veníamos, contar de la catástrofe. “Si mis novelas sirven para conocernos un poco mejor, para no olvidar este tiempo infame, yo seré feliz”, decía por entonces. “Cuando un escritor se enfrenta a su época siempre corre un riesgo, pero ésa es parte de su responsabilidad. Por eso el poder nos odia tanto.” A sus dos libros del exilio, como a otros de su obra, no los marchitó el tiempo: dicen, y seguirán diciendo.
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