Mauricio Electorat
La vertiente negra de la novela policial tiene una vitalidad asombrosa en las letras actuales del mundo. ¿También en Chile?
Una universidad europea organiza un seminario sobre la novela policial latinoamericana. Lo que se busca es averiguar es hasta qué punto la novela negra es un género a través del cual se vehicula una crítica, más o menos explícita, al poder. La hipótesis subyacente en este tipo de enfoque suele considerar la novela negra como un género contracultural. Esto quiere decir que la novela policial, que en principio es un subgénero venido de la frontera entre literatura popular y cine --sobre todo, el de las décadas doradas de Hollywood, que adoptó y adaptó la "vieja" novela policial decimonónica a la cultura de masas-- es subvertida por los escritores, deja de ser un género de mera entretención y se convierte en uno de los formatos que adopta el discurso literario para ejercer la crítica social y, muchas veces, política. Esto es manifiesto en grandes clásicos del género, como Dashiell Hammett, David Goodis o Chester Himes. Durante los años setenta, en Francia, Jean-Patrick Manchette fue un escritor extraordinariemente dotado para la intriga y la acción, y el gran articulador de esta teoría, la nueva novela policial, llamada ahora novela negra (o "neopolar") se transforma con las facciones de Manchette en lo que él mismo definió como un neonaturalismo: en sus novelas se dan cita todos los extremos --los de derecha, los de izquierda--, todas las opciones políticas --el situacionismo, el guevarismo, el capitalismo--, todas las armas --las de fuego, las blancas, las de las perversiones del sexo y del lenguaje--, para ofrecer una especie de parodia exasperada de lo que la realidad misma estaba ofreciendo por aquellos años: desde el nasserismo al neofascismo italiano, pasando por las sórdidas estrategias del dinero y la política. Lo esencial es que autores como Manchette, o los delirantes Jean-Bernard Pouy, James Crumley, Georges Chebro o Marc Behm y su universo de detectives enanos, acróbatas de circo, traficantes de armas que leen a Hegel, terroristas magrebíes que se psicoanalizan, abren la puerta a ese neorrealismo que es el de la novela negra entendida como discurso contracultural, y por lo mismo como crítica de los discursos que emanan del poder: el político, el económico y también, por que no, el cultural.
James Crumley, como antes Horace McCoy o Jim Thompson, así como Manchette y luego Jean-Bernard Pouy, permiten que el género se consolide de tal manera que sean posibles hoy las novelas de Andrea Camilleri o las de Stieg Larsson. En América Latina la novela negra es uno de los afluentes principales del gran caudal de la novela, en México, en Argentina, en Cuba, en Colombia, sin hablar de Brasil, que tiene en Rubem Fonseca quizá a uno de los más grandes novelistas actuales, pues no es solo un maestro de la novela negra, sino un autor de ficciones donde se cruzan el delirio, las cloacas y los palacios, con la más deslumbrante poesía, Isaac Babel con Séneca, Ovidio con el cine de la "nouvelle vague".
La pregunta de los organizadores del seminario era: ¿Qué pasa en Chile? Mi impresión es que en nuestro país no hay novela negra. Entendámonos, no estoy echando al tacho de la basura las ficciones de autores como Roberto Ampuero o Ramón Díaz Eterovic. No estoy ni siquiera juzgándolas. Pero es evidente que dos o tres cultores del género --sin contar con los que hacen incursiones puntuales en él-- no constituyen una vertiente lo suficientemente poderosa como para hablar de una novela negra chilena. Novela policial, sí, la hay, la hubo, pero no novela negra, entendida como la acabamos de definir. A mi juicio las razones hay que buscarlas en la naturaleza de los discursos contraculturales en el Chile contemporáneo. Bajo la dictadura, por ejemplo, los discursos de resistencia y denuncia del poder fueron los de la poesía, el teatro, las artes visuales. No hubo una novela policial, ni mucho menos una novela negra, probablemente por la sencilla razón de que la realidad ya estaba suficientemente poblada de policías. Y esos policías bien reales desenmascaraban --tambien-- a los policías de ficción. Pero hay otro dato: a mediados de siglo pasado es Neruda --o sea, la poesía-- el que toma la bandera de la denuncia social y política. Lo siguen en esa huella los novelistas de la generación de 1938. Es decir, en Chile son los géneros canónicos los que se comportan como géneros contraculturales. Y muy fundamentalmente la poesía. De allí a pensar que en Chile la poesía se lo come todo...
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