James Bond tiene que cumplir una misión en un país africano, año 1969. El personaje de Ian Fleming se enfrenta a un mundo, el de la década del ’60, que empieza a no entender, pero así y todo conserva sus marcas más elegantes y mucho de una incipiente oscuridad. Solo es una lograda versión del 007 a cargo de William Boyd, mucho más cerca de las novelas que de las películas.
Rodrigo Fresán
“James Bond estaba soñando”, es lo que se lee en la primera línea de Solo, nueva resurrección de 007, esta vez a cargo de William Boyd. Y tiene su gracia y su sorpresa que el reencuentro con el agente secreto más famoso de todos los tiempos arranque así: con un hombre inmóvil y, por una vez, con licencia para dormir. Pero –a no relajarse demasiado– enseguida se nos informa que Bond no descansa ni cuando cierra los ojos: porque, aunque el guerrero repose en 1969, sus sueños lo devuelven a su pasado; a la contemplación de tres cadáveres paracaidistas ingleses al costado de un camino francés y a un episodio turbulento de sus diecinueve años, ya metido en operaciones especiales, durante el desembarco de Normandía.
Enseguida, Bond despierta a su presente, recuerda que es su cumpleaños número 45, se pregunta qué sentido tendrá perder el tiempo con el ayer, y se nos informa de detalles fundamentales y, sí, inequívocamente flemingianos: se recomiendan las duchas del Rochester Hotel como las más potentes de todo Londres, se experimenta cierta inquietud por el devenir del propio corte de pelo, se reconoce la fragancia de Shalimar de Guerlain sobre la piel de una bella hembra enfundada en un muy ceñido catsuit (“¿Escandinava?”, se pregunta Bond) con la que coincide en el ascensor, se da cuenta de un contundente desayuno y, para la tarde, ya se han ha ingerido un par de martinis en Fielding’s y luego cena escalopes empanados con beurre blanc sauce acompañados por una botella de Tittinger Rosé 1960. Y, sí, nos queda claro que este legítimo british psycho es el antecedente directo del american psycho de Bret Easton Ellis a la hora de degustar marcas y etiquetas mientras se mata a sangre muy fría.
Por supuesto, a la mañana siguiente Bond acude al despacho de M, bromea con Moneypenny y falta menos para que los acontecimientos se precipiten. Y los fans de enhorabuena, claro. Porque Boyd, William Boyd, ha hecho las cosas bien, muy bien para alivio de herederos y de una franchise que –cortesía del rostro de Daniel Craig– vive sus horas más redituables en la gran pantalla. Misión cumplida. Y, de lejos, luego de las últimas y no muy comercialmente exitosas revisitaciones del mito (a cargo de un más bien desvaído y reconcentrado Sebastian Faulks, quien por estos días reflota al mayordomo Jeeves de Wodehouse, otra joya de la corona; y de un Jeffrey Deaver que lo actualizó y lo trajo a nuestros días más parecido a otro J. B., al frankensteiniano súper-asesino Jason Bourne, que a sí mismo) Boyd sale ganando por varios cuerpos ya sean fríos o muy calientes. Y –Boyd es confeso admirador y estudioso de esta especie de un solo nombre y número– cabe desearse y apostarse por su continuidad al frente del asunto.
Aquí y ahora (luego de que, ya desde 1968, Kingsley Amis con el nombre clave de Robert Markham, John Gardner, Raymond Benson hiciesen lo suyo con puntería variable y que hasta se propusiera versión teen de Bond y otra narrada por el punto de vista femenino de su secretaria personal) Boyd asume el reto con los mejores y más fríos modales. Es decir: lo hace honrando la tradición de un clásico con el que no conviene hacerse demasiado el gracioso o el loco a la vez que sumando sus propios y muy estimables dones y obsesiones literarias. Porque en Solo no sólo aparece el Africa de Boyd (nativo de Ghana, 1952, y escenario de grandes éxitos suyos como Playa de Brazzaville y Como nieve al sol), sino que también se reedita una muy saludable preocupación y talento del autor por el género de espionaje o la persecución paranoide y vertiginosa. Rasgos ya admirados y disfrutados en títulos como Barras y estrellas, Armadillo, Sin respiro, Tormentas cotidianas, Esperando al alba y la formidable y acaso cima de su obra hasta la fecha que es Las aventuras de un hombre cualquiera, donde el mismísimo Ian Fleming aparece saludando desde su santuario caribeño. Sumarle a todo lo anterior la siempre elegante y funcional prosa a la Somerset Maugham/ Graham Greene de Boyd (digámoslo: muy superior a la de Fleming; cuyo único pero inconmensurable mérito es el de crear al monstruo a su sublimada imagen y semejanza). Y el resultado es algo que –sin descuidar y traicionar su vocación de divertimento– está muy por encima del mero pastiche, el ingenio mash-up, o el tour fanatizado por un hipotético parque temático de nombre Bondland luego de abrirse sucursales y descendencias para casi todo y todos. Clonaciones con mayor o menor gracia y talento que –reestrenados los Corleones y Holmes– nos retrotraerán próximamente a remozados Philip Marlowe y Hércules Poirot, cortesía de John Banville y Sophie Hannah respectivamente.
Lo que –atención– no quiere decir que Boyd se pase de Boyd y evada responsabilidades, rompa reglas sagradas, o se prive de pulsar los botones de los gadgets correctos y ya arquetípicos del mito. A saber, entre la feroz y ficticia y petrolera república de Zanzarim y esa jungla apenas civilizada de la más intrigante Washington D.C., y con el por momentos desobediente con sus mayores Bond (conducta que Boyd atribuye a una temprana orfandad), aquí vienen: una hermosa y peligrosa aliada pero no del todo (con el tan formidable como ridículo nombre de Efua Blessing OgilvyGrant); abundantes one-liners a quemarropa; tipos muy duros; destellos homoeróticos y edípicos, comida (incluyendo receta top secret para aliñar ensaladas) y alcohol y tabaco y autos (sépanlo: el Aston Martin es suplantado por algo llamado Jensen Interceptor) y sexo (aunque mucho más cortes y menos expeditivo que el original) como formas de fetichismo; insaciable y protagónica sed de venganza; y el étnico y napoleónico y sádico supervillano de rigor desfigurado en el que (luego de la potencia casi gótica del Raoul Silva de Javier Bardem en Skyfall) extrañamos un poco más de pathos operístico y megalómano antes del inevitable y logrado duelo final. Pero –hecha esta pequeña salvedad en lo que hace a Kobus Breed, muy preocupado por los negocios pero además aficionado a clavar ganchos a través de mandíbulas de quienes lo contrarían– está claro que a Boyd no le interesa seguir a un Bond de película, sino que lo que busca y encuentra en Solo es a un Bond de novela. Todo lo anterior no le impide, de paso, divertirse profundizando un poco en esta criatura más bien superficial por gajes del oficio y defectos de fábrica. Así, su Bond sufre arrebatos existencialistas frente al luminoso paisaje del Continente Negro, se percibe anticuado ante el desfile de minifaldas liberadas por King’s Road, siente la necesidad de ir al baño, y se aburre y se levanta antes de que termine la proyección de Bob & Carol & Ted & Alice, de Paul Mazursky, film-insignia de la explosiva revolución sexual de entonces.
Esto último, lo contrario de lo que experimenta el enganchado y satisfecho lector que –a diferencia del James Bond de su primera línea– disfruta de un sueño feliz y hecho realidad, leyendo Solo, sí, pero muy bien acompañado.
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