[Heraldo, 5 de mayo de 2011]
La escritora zaragozana presenta hoy en los portadores ‘las niñas perdidas’
Juanjo Blasco Panamá
Posiblemente sea cierto. La persona que carece de recuerdos está «muerta». Todos somos hijos de nuestro pasado, de las cosas que nos han sucedido, de nuestros amantes, de nuestros fracasos. Eso nos forja. Pero… ¿Qué sucede si hemos visto el horror puro? ¿Cómo mantener un recuerdo que nos obsesiona y por el que estaríamos dispuestos a dejarlo todo (hasta la vida) con tal de que no siguiera atormentándonos? ¿Qué pasa si, como ese personaje de Borges, estamos condenados a recordar eternamente?.
Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968) tiene el don de saber contar historias terribles. Le sucedía al poeta Guadalupe en su anterior libro y le sucede a Victoria González, embarazadísima detective, en una Barcelona que recuerda los paisajes oscuros (negros, negros) de un David Lynch en ‘Twin Peaks’. Nada es lo que parece y debajo de una capa de paz y armonía (o suciedad y cutrez, tanto da) se mueven personajes al límite, gente a la que los años le han tallado la crueldad en el alma y más temprano que tarde van a hacer aflorar esos sentimientos.
Edgar Allan Poe, el maestro norteamericano, dio en la diana: ¿qué aterra verdaderamente a los hombres? ¿Monstruos informes, sangre por doquier, espasmos universales? No. Mejor ir al fondo, a lo que de verdad asusta. Ser enterrado vivo, que tu pareja de repente languidezca hasta morir sin motivo aparente, desconocer por qué le vino que bebes tiene hoy un sabor especial…
Han desaparecido dos niñas. Una trama en principio clásica de la novela negra. Aparece la primera en unas imágenes brutales. Sin dientes, sin uñas («eran su única arma de defensa») y hay que encontrar a la segunda con la sospecha más que razonable de que haya seguido la misma suerte que la anterior. Victoria González buceará en lo más sórdido de una Barcelona que pierde la luz ayudada por un tal Genaro, matón, macarra, como decía Lowry de los que «beben para que pasen cosas en su vida». Y pasan. El encuentro con el horror en su estado más puro. Un montañero reputado contestaba a la pregunta de «¿Por qué escala montañas?» con un contundente «Porque están ahí». En ‘Las niñas perdidas’ alguien cuestionado sobre por qué matar, torturar, asesinar gratuitamente responderá con un aterrador «Porque puedo». Ese es el horror máximo, al estilo de Poe. El que no resiste un análisis psicológico ni una teoría social. «Porque puedo».
Con uno de los epílogos más demoledores que puedan leerse ‘Las niñas perdidas’ posee un hálito de vida dentro del espanto que la convierte en una novela especial. Envuelta en una forma gélida y de una dureza inusual late ese grito de rabia de una detective, madre futura (o no) contra todo y contra todos: «Este es mi mundo, esta es mi rabia y estas son mis maneras». Alguien capaz de dar la vida y de dar la muerte.
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