16 d’abril del 2011

Las niñas perdidas

[Bolmangani, 16 de abril de 2011]

“Me han dicho que usted mata.”
Las niñas perdidas, pág. 10.


¿Qué dice un violador
y pederasta
en medio de un desastre?
Las mujeres y los niños
primero.
Cosecha propia


Como solamente soy un lector esporádico —o espontáneo— de novela negra, busco y encuentro la definición de novela negra en la wikipedia, que reproduzco editada y sin las taras ortográficas y gramaticales del original: “Este tipo de relato presenta una atmósfera asfixiante, de miedo, de violencia, de falta de justicia, de corrupción del poder y de inseguridad. Nace en Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo XX como variante de las historias policíacas, agregando la violencia a las características de aquel género. En la novela negra los crímenes se basan en debilidades humanas tales como la rabia, las ansias de poder, la envidia, el odio, la avaricia, etc., razón por la que se utiliza un lenguaje eminentemente crudo. En este género se da más importancia a la acción que al análisis del crimen, predominando la descripción del entorno social donde nacen los criminales y el trabajo reflexivo sobre el deterioro ético.”

Hago esto porque me confundo y corro el riesgo de confundir una novela de Cristina Fallarás que leí hace poco, Las niñas perdidas. Si hay que hacer caso a la definición wikipédica, y no veo por qué no habría que hacérselo, Las niñas perdidas es perdidamente negra. A un amigo que también la estaba leyendo casi a la par que yo, le dije: “No es una novela negra”, pero me equivocaba. Lo que sucede es que estoy acostumbrado (es un decir, yo no leo novela negra) a otro tipo de novelas negras, las mal escritas (principal razón de que no lea novela negra). En mi segunda juventud leí a Dashiell Hammett porque sabía que había que leerlo. Como regalo desinformado de algunos cumpleaños, de algunas navidades, he recibido títulos de novela negra que también he leído y que no habían sido escritos por Hammett ni, por citar a un escritor reciente, John Banville (a.k.a. Benjamin Black). De esta forma me vi obligado a leer a Ellroy y no me gustó. Tampoco me gustó Mankell ni, entre los más cercanos, Lorenzo Silva (a quien probablemente leí para no ser menos que Aznar). En cambio sí guardo buen recuerdo de Los Amigos del Crimen Perfecto, de Andrés Trapiello. Hay algunos más, pero como ya he demostrado suficientemente mi premeditada ignorancia, prefiero hablar de Las niñas perdidas.

Fiel a la definición del género, la autora elige un crimen pero se ocupa poco de él. Es decir, la novela no es policíaca o detectivesca aunque la protagonice una periodista mutante en detective. A la autora le interesa principalmente re(mal)tratar el entorno social donde nacen los criminales, que no es otro que Barcelona. Barcelona la feísima fuera de sus alarmadas zonas de parque temático, de espectáculo turístico y catalanidad aristocrática. La urbe más literaria de Cataluña y España pero también una de las más llenas de chorizos y miseria y crímenes y brutalidad: “Lentamente avanzan por la autopista urbana bordeada de tristes edificaciones levantadas sobre peluquerías de extrarradio y boutiques con nombres como Modas Mary o Puri o también Gyna's. Ya todo es gris hormigón y negro hormiga, excepto un túnel de lavado azul piscina y la lejana torre de un nuevo centro comercial para inmigrantes de consumo básico”, p. 93. Cuando voy a Barcelona y cruzo hacia la Plaza de Cataluña asisto a la representación de un cruel espectáculo de variedades a cual más esperpéntica, producto del aluvión pero también del mal gusto de los propios barceloneses y de la sempiternamente inútil y corrupta administración (“Recordar a los yonquis la llevó de nuevo a cagarse en la administración”, p. 41).

La única posibilidad en una ciudad así es centrarse en las relaciones humanas y batallar contra las inhumanas. Así procede, por ejemplo, la detective ex-aspirante a periodista con su único colaborador, un chorizo agitanado reconvertido en su protector incondicional: “Cuando yo era más joven quería ser padre. En realidad era más que eso, quería ser honrado, como la mayoría de mis amigos, y eso significaba encontrar a una mujer que no tocara demasiado los cojones, buscar un trabajo para vagos, casarme y tener un par de hijos”, (joder, tío, o Cristina, como los veintitantos millones de bestias masculinas que habitan este país...), “Yo quería tener una niña que se llamara Paulina y a lo mejor vender enciclopedias de Planeta por los barrios más ricos llenos de mujeres insinuantes con camisones como el que tú llevas ahora, brillantes de seda. O meterme a periodista deportivo y que el Barça me pagara bajo mano por callarme lo que no tenía que decir y decir lo que ellos quisieran”, p. 122.

Bendita libertad de expresión, esa manera de expresarse de esta mujer. Siempre ha habido ricos y pobres pero Cristina Fallarás redescubre la brecha en su novela bajándoles los pantalones y subiéndoles las faldas, dejando así a la vista la podredumbre que no puede taparse con prendas íntimas de alta costura. Los ricos son unos cabrones pero sobre todo unos imbéciles con mucho que perder; dicho de otro modo: los pobres tienen toda una posible buena vida por delante, pues gran parte de la mala la dejaron atrás, mientras que los ricos, preocupados por su standing cateto —el catestanding— o paleto —el palestanding—, ya sólo pueden caer y seguir cayendo (aplausos). Porque ¿a quiénes si no a gentes de/con dinero les pueden ir tan mal las cosas —y pueden conducirse de tan mala manera— como a los narrados en la novela de Fallarás? Quien quiera saber de qué hablamos cuando hablamos de cosas que van mal y de conducirse peor tendrá que leer el libro. Baste con decir que, en la zurra general que la autora propina a la sociedad barcelonesa (vale decir la española, europea, etc.) de ahora, todos reciben su correspondiente estopa: masticadores de avena (David Foster Wallace dixit) o defensores de la vida macrobiótica, administraciones públicas y cuerpos de seguridad del estado ineptos y melifluos y corruptos, sistemas sociales tan famosos o tan de moda como el capitalismo, traficantes de droga, violadores y pederastas, profesionales del vicio, instituciones como la familia, la maternidad y las verbenas de barrio... Cobran incluso los charnegos (expresión no utilizada por la autora): “A las Viviendas Nuevas se entra por una plaza que los vecinos le mordieron a la colina parda de frontera cuando aún los pisos de autoconstrucción convivían con los bloques insalubres levantados en los años cincuenta para acoger a los inmigrantes del sur”, p. 144, ¿sólo del sur?; también los trasnochados jebis: “Se sonrió al pensar que su barrio era el único en el que se seguía contratando heavy metal para las fiestas”, p. 145; y al final toda esa rabia es porque tiene simple y animal y humano miedo: “sólo busco entender qué puede pasarle a una madre, hasta qué punto está expuesta una hija, busco saber qué pasará con mi hija y conmigo en la vida que nos espera, qué puede llegar a suceder, qué cosas suceden y hasta qué punto”, p. 147.

Esta novela negra sobre la Barcelona criminal se aleja de mi estereotipo mental de novela negra porque tiene la mala suerte de que su autora la ha escrito demasiado bien. Mi teoría es que esa autora ya escribía bien y su rabia acumulada contra esta mierda de mundo la empuja a escribir cosas que, con alguna pincelada adicional, puede encasillárselas en el género de la novela negra. Pero la novela negra que se hace hoy día, con perdón para sus amantes, es generalmente otra cosa: novela-negra, y no literatura; novelas-mal-escritas, y no escritura de calidad; argumentos-negros, y no denuncias sociales en clave literaria. Por lo que quizá sí tenía razón en aquello que le dije a mi amigo, “No es una novela negra”, y sea entonces Cristina Fallarás la oveja negra del sector, la mujer tocahuevos que el compañero de la protagonista, ese tipo que anhelaba ser periodista deportivo corrupto, no querría como mujer, como esposa.

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