14 de març del 2011

Primeras páginas de "Las niñas perdidas" de Cristina Fallarás

[La medicina de Tongoy, 14 de marzo de 2011]

Es cuando dejo la lectura de la biografía de J.D. Salinger escrita por Slawenski para echarle un vistazo a la nueva futura novela de Cristiana Fallarás, “Las niñas perdidas”, que me doy cuenta de que estoy demorando otra vez (y van...) la lectura del “Todo está perdonado” de Rafael Reig. Es todo muy confuso. De Salinger espero mucho, animado por el contagioso entusiasmo de Jordi Corominas mientras que de Rafael Reig espero poco, (aún así) quizá demasiado, tras la amarga experiencia que fue en su momento “Sangre a borbotones”. De Cristina Fallarás no sé que esperar, la verdad, porque no la conozco de nada.
 
De hecho esta reflexión previa a la lectura del libro surge exactamente de esa incertidumbre y de que me dé por preguntarme por qué todos los comentarios o reseñas a un libro se hacen una vez leídos. Porque no podemos compartir, que es al fin y al cabo de lo que se trata, las expectativas que nos genera determinada novela. De tratar, en primera instancia, los motivos que “nos conducen a” y más tarde afrontar, si lo merece la novela, sus inmediatas consecuencias.
 
De eso va esto.
 
Hace muchos, muchos años, hubo una época en que yo leía mucha novela negra o lo que entonces se consideraba negra, que era más bien gris, porque novela negra, negra chamizo, se escribe poca. (No voy a perder el tiempo en establecer aquí los parámetros en los que inscribe el género porque no me interesa la discusión por lo que me limitaré a tratar como tal aquella de detectives, investigadores y/o ladrones o asesinos y las cosas que pasan cuando cada cual se dedica a lo que mejor se le da, con los muertos y los robos que esto supone). Decía que por entonces leía mucho de todo esto; todo lo que encontraba de James Ellroy, John Grishman, Henning Mankell, Sue Grafton, Steve Martini, Michael Connelly, Kathy Reichs, Scott Turow, Laurie R. King, Brad Meltzer, David Baldacci, Minnette Walters, Thomas H. Cook, y un largo etcétera. Lo que quiero decir es que sé de lo que hablo. Luego me harté y cuando hubieron pasado un par de años y repasaba los títulos de mi estantería comprendí que me había pasado demasiado tiempo con demasiado de lo mismo y que ya no había forma humana de distinguir unas historias de otras. Salvo contadas ocasiones tenía la sensación de haber leído lo mismo una y otra vez. Por eso tardé tantos años en volver. Por eso no volví hasta el año pasado cuando me harté de otras lecturas de las que hablaré cuando venga más a cuento.
 
Todo empezó cuando el “Shutter Island” de Denis Lehane volvió a meterme el gusanillo en el cuerpo y me resucitó las ganas de muertos y crímenes irresolubles y detectives listísimos o no tanto. Así fue como llegué al islandés Arnaldur Indridason, que me enamoró de su mujer de verde; a Don Winslow, John Connolly, Ian Rankin, Jonathan Kellerman, Sebastian Fitzek o Richad Pryce por poner sólo algunos ejemplos. De todos ellos, los presentes y los pasados, me quedo con Ellroy y Connolly. Porque ahora, cuando quiero negro, lo quiero negrísimo. Ni rebajado con leche ni con azúcar. Quiero sangre y un montón de muertos y uñas rotas y brazos partidos; quiero poco o ningún realismo; quiero un rastro de cadáveres sin fin porque de lo otro, de los niños que desaparecen para siempre, de las mujeres violadas o maltratadas e injustamente vengadas, de los ladrones de joyerías de barrio o cooperativas agrarias, están los telediarios llenos. Yo lo que quiero es quedarme a gusto, que los buenos ganen siempre que puedan, siempre que no los maten y que dejen en el proceso un incontable rosario de almas disfrutando de un sueño eterno. Será que tanta narrativa mediocre me está tocando los huevos, pero yo lo que quiero es, en definitiva, el infierno en la tierra.
 
Y ENTONCES EMPECÉ A LEER EL LIBRO DE CRISTINA FALLARÁS…

…y fue con la primera escena, la del gordo calvo detrás de una mesa frente a un ventanal con vistas al muelle que me acordé inmediatamente de una antigua pasión: Daredevil y los guiones negro-satánico de Brian Michael Bendis que de la mano de Alex Maleev reinventó a uno de los mejores villanos de la historia, un Kingping calvo, bajo y tan hijo de puta como siempre. El mismo que parecía esconderse detrás de la mesa de Fallarás. Luego llegaron los cuerpos ensangrentados, las uñas y los dientes arrancados, las niñas regaladas y la Barcelona suburbial. Y todo antes de llegar a la página diecinueve, que es cuando nos enteramos que Victoria González, la detective protagonista, está embarazada de seis meses.

Al margen del recurso fácil que es colocar a una mujer en estado en semejante situación, que las desaparecidas y torturadas sean niñas y que Barcelona resulte más amenazadora que nunca, mis expectativas son grandes. Y contenidas, eso sí, porque ya supongo que no se va a poner la buena de la mujer a pegar tiros a diestro y siniestro ni arrastrar pistolas humeantes y mafiosos rusos al fondo del muelle. Aunque en vista del comienzo tampoco lo descarto.
 
Ahora sólo falta esperar que el resto del libro caiga en mis manos para ver si Cristina es o no es lo que esperábamos los amantes del género negro. Para comprobar si efectivamente se hacen, con ella, realidad nuestros deseos. Hasta entonces tendremos que esperar, me temo. Ustedes y yo. Y tratar de no morir mientras tanto.

Mi relación con la escritora: ella me ha dicho que me adora y que sin mí no puede vivir pero lo he dicho que no, que ni hablar, que si quiere nos veremos en París dentro de unos años, pero ahora no, porque tengo demasiados casos por resolver. El crimen no descansa, ya saben.

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