29 de gener del 2009

Artículo

[Cristina Fallarás, 29 de enero de 2009]

Me pidió Toni Iturbe, de Qué Leer, un perfil de Raúl Argemí para celebrar la salida de la Última caravana. Al pricipio me pareció un poco raro, pero acabé accediendo. Se ha publicado, y es esto.

Seis escenas de perfil

Escena 1: 2008. Enfila la callejuela de la Barceloneta un tipo bajo, malencarado, compacto, con chupa vaquera y andar duro. Acentuado en rubicundo por unas cejas excesivas y un bigotazo entreverado en blanco, lleva las manos de labrador metidas en los bolsillos. Hace ya ocho años que llegó a Barcelona, a Europa, al Primer Mundo que diría él con un resto de antipatía, y aún conserva recelos de cárceles, fracasos superpuestos. Llega hasta la librería Negra y Criminal, saluda, firma un ejemplar de su recién estrenada novela, La última caravana, y se dispone a sentirse en casa. En casa es una convención. En casa no es allá donde haya un catre, diez años de cárcel se lo han cosido a la memoria. En casa es, quizás, allá donde se apilan los libros. Quizás.

Escena 2: 1953. Terminaba el XIX y un anarquista catalán llamado Juan Argemí emprendía marcha hacia tierras argentinas. A la familia, del textil de Sabadell, debió de dolerle poco la desaparición del descarriado. Pero la familia es construcción volátil y una valenciana con ánimo de levantar futuros, Teresa, se puso a la labor con él, tras casarse en la ciudad de La Plata. Algo después, el desertor navarro Nicasio Reclusa hizo lo propio con Benita, una alavesa que, harta de berza helada y pan seco, embarcó rumbo a una tierra que al menos, prometía la posibilidad de carne.
Catalán, valenciana, navarro y vasca: ¡bum!
A principios de los 50, por la ciudad de La Plata aún circula en carro de los muertos. El chaval de Argemí, nieto de aquel anarco, hijo de modista, siete años, lo mira fascinado y piensa en su padre, aquel hombre que criaba canarios, arreglaba los ingenios y le fabricó a su madre una lavadora llamada Ufa. Hace ya un año que murió y a él le ha quedado el agujero que intenta llenar engullendo los libros de otro difunto, su tío Germinal, cuya biblioteca permanece, llena de Melville, Salgari, Burroughs (el de Tarzán), Dumas, Verne y Cervantes. Ha salido a la abuela vasca, Benita, de corta estatura, manos y pies campesinos y un empecinamiento de los que sirven para fundar estirpes. Ella, analfabeta, pide silencio y respeto: el chaval, Raulito, está leyendo, y eso es cosa seria.

Escena 3: 1979. Las lecturas, seguramente aquéllas, son las únicas que no fallan. Algo así debe de pensar el recluso llamado Sopeto, por otro nombre Martín, por otro nombre Raúl Argemí, mientras inicia su vuelta número tropocientos a la celda del Penal de Sierra Chica, en Olabarría (Buenos Aires). Se ha despertado andando, ha meado, cantado, maldecido y comido andando y así seguirá hasta que le venza el sueño. Porque la total extenuación es la única manera de aguantar las mordidas de la legión de chinches que ocupa su catre. A esas alturas la derrota tiene el camino hecho y allá por donde pasaron el teatro, el Partido Comunista, la revolución, la lucha armada, el ERP 22 de agosto, queda un hueco de salvación hecho de letras. El lugar donde la derrota puede no resultar fatal.
Acaba de arrancar 1979, el verano aprieta y el tipo lleva más de cuatro años preso. Le quedan otros seis, pero él no lo sabe, claro, él sólo sabe que morirá mañana. Que cabe la posibilidad. A qué detallar.

Escena 4: 1984. El ciudadano Raúl Argemí ve cómo el atildado camarero le coloca delante, sobre el largo mantel blanco, un gran plato de pescado. Finaliza 1984, acaba de salir tras pisar 5 cárceles distintas, algunas repetidamente, incluidos los famosos pabellones de la muerte, esos lugares donde si uno aprende que el futuro acaba de terminar en cada instante, salva la cabeza. Por eso mira el pescado, una pieza entera asada, y no lo reconoce. Tampoco reconoce en los cubiertos a un aliado. Sus interlocutores le ofrecen un trabajo tan suculento como debería resultarle la trucha: la jefatura de cultura de la revista Claves. Y Argemí, que no está para leches, que aún tiene que descubrir que a la nueva sociedad democrática le molestan tanto los dictadores como quienes los combatieron, que aún no sabe que un dictador y él resultan, por ejemplo, dos caras de la misma moneda, ataca el pescado como quien pelea el mundo y se decide a masticar las espinas, qué se le va a hacer, la raspa entera, ante la estupefacta mirada de sus acompañantes. Y recuerda dietas más dolorosas.

Escena 5: 1986. Pero en Buenos Aires acechaba el dolor.
El redactor jefe del diario de Río Negro mira a ese tipo bajito y ceñudo recién admitido en la plantilla para labores editoriales y lo reconoce. Corre 1986. Sabe quién es. No pasa nada, le asegura, porque él es amigo, pero más vale que el resto y los que a partir de ahora serán sus conciudadanos en la ciudad patagónica de General Roca no lo sepan. Dos caras de la misma moneda.
Pero Argemí está dispuesto a sobrevivir, a arraigarse como sea. Y es. Rodeado de frutales, campos, perros, comparte el trabajo en la redacción de provincias con programas de radio y televisión y la crianza de su hija, que nace en el 88. Y en los ratos que le quedan, escribe, o al menos arranca seis novelas: El gordo el francés y el ratón Pérez (Catálogos, 1996), Los muertos siempre pierden los zapatos (Algaida, 2002), Penúltimo nombre de guerra (Algaida, 2004), Patagonia Chú Chú (Algaida, 2005), Siempre la misma música (Algaida 2006) y La última caravana (Edebé, 2008). Algo le dice que Argentina no es el lugar donde las publicará, así que allí sólo se hace libro la primera.

Escena 6: 2001. El autor empecinado se agacha sobre el fregadero de un restaurante barcelonés de postín donde trabaja lavando platos. Se acerca la Navidad de 2001, su primera Navidad en Barcelona. Ha llegado con todos aquellos libros en una maleta, decidido a encerrarse en ellos mientras procura no mirar hacia una Argentina que empieza a desangrarse camino al corralito. Frota y seca con la rabia del inmigrante y guarda la cabeza para la otra rabia, la del escritor. La rabia, alimento.
Todavía quedan tres horas de trabajo aguantando a un cocinero histérico y sin mirar el dispendio que le rodea, cuando suena el teléfono.
-¿El señor Raúl Argemí?
-Sí.
-Enhorabuena, le comunicamos que ha ganado el premio de novela Felipe Trigo.
Guarda silencio y recorre mentalmente la lista de amigos, pocos, que le pueden estar gastando la broma. Pero la voz insiste.
-Señor Argemí, ¿sigue ahí?
-Sí, claro, aquí estoy.
Cuelga, vuelve la cabeza y les comunica a sus compañeros de la cocina:
-Me acaban de dar un premio.
Luego, piensa que 3 millones de pesetas son 18.000 dólares, y sigue fregando.

En 2003 queda finalista del premio internacional Dashiell Hammett, que otorga la Asociación Internacional de Escritores Policíacos, con Los muertos siempre pierden los zapatos. Ese mismo año publica Negra y Criminal- novela a 24 manos, en colaboración con otros 11 escritores. A fines del mismo año, gana el premio Luis Berenguer con Penúltimo nombre de guerra. En 2004 recibe el premio internacional de novela Francisco García Pavón, por Patagonia Chú Chú. En 2005, Penúltimo nombre de guerra recibe los premios Novelpol y Brigada 21 a la mejor novela negra publicada en España –no traducida- y el premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra escrita en castellano. En el 2005 gana el premio Tigre Juan con Siempre la misma música. En 2008, Retrato de familia con muerta gana el premio internacional de novela negra L’H Confidencial.
Parte de sus novelas han sido publicadas también en Francia, Alemania, Argentina, Italia y Holanda.

“¿Qué te parece, che?”, se dice a sí mismo sonriendo bajo el bigote, chupa vaquera, las manos en los bolsillos, andando duro de vuelta de la librería Negra y Criminal.

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