25 d’agost del 2017

Historia negra, novela negra

[CIPER, 24 de agosto de 2017]

Sergio Ramírez

En las conversaciones literarias nunca deja de aprenderse, desde las más esenciales a las banales. En la Feria Internacional del Libro de Panamá, donde he venido a recibir el premio Panamá Negro, se ha discutido en una mesa en la que participo por qué a la novela policíaca se la llama novela negra.
Se arguyeron no pocas razones, pero uno de los participantes trató de zanjar el debate informando que todo viene del color negro que tuvieron desde el comienzo las tapas de los libros de la serie policial de la editorial Gallimard en Francia. Pero alguien más alegó que ya antes, novelitas de este tipo se publicaban en la revista Black Mask (Máscara Negra) en Estados Unidos, lo cual deja abierta la competencia en cuanto a la denominación de origen.
Novela negra es el sinónimo más difundido, y preferido, cuando queremos decir novela policíaca, o novela criminal, o novela sobre policías y criminales; y como el ambiente en que la trama se desarrolla es generalmente oscuro, de bajos fondos, como el de las novelas del género en Estados Unidos en la primera mitad del siglo veinte, con clásicos como Raymond Chandler y Dashiell Hammett, el nombre no le viene mal.
En este tipo de literatura, que la hay desde la de consumo rápido, para leer y tirar, hasta verdaderas obras de arte, el personaje es por lo general un detective, oficial o privado, que resuelve los misterios que rodean un crimen y termina atrapando al hechor, la mayor parte de las veces debido a su propia sagacidad, atando cabos, o a lo que conocemos como olfato profesional de sabueso.
Y todo el mundo está de acuerdo en que el género lo funda en la primera mitad del siglo diecinueve Edgard Allan Poe, cuyo personaje Augusto Dupin, quien aparece por primera vez en El crimen de la calle Morgue, es el padre de todos los detectives de novelas, sin el cual nunca hubiera existido Sherlock Holmes, el sagaz investigador de Arthur Conan Doyle, o el amanerado detective  Hércules Poirot creado por la infatigable Agatha Christie.
Un detective protagonista de una sola novela negra, no trascendería. Es su persistencia, a través de una sucesión de casos resueltos en distintos libros, como los personajes mencionados anteriormente,  que el detective logra convertirse en un clásico; o como el famoso inspector Maigret creado por George Simenon, el prototipo del investigador tranquilo y bonachón, que debe rendir cuentas de sus ausencias a su esposa, y lejos de balazos, persecuciones espectaculares y escenas de cruda violencia, atrapa al criminal tendiéndole redes sutiles que fabrica en su cabeza.
Un investigador clásico, que devela crímenes en Inglaterra o en Francia, parte en la novela de un supuesto de solidez institucional, donde la ley se halla por encima de todas las cosas. Son policías honestos, respetan las estructuras de las entidades policiales a las que sirven, y responden ante fiscales incorruptibles y jueces probos. Apenas se atreven a probar licor en horas de servicio, como la copita de Calvados de Maigret, y nada de golpizas a los prisioneros en los interrogatorios, para empezar.
Dependen, por tanto, de su propio intelecto, y de su experiencia profesional para llevar adelante una investigación, sin trasgredir límites. Todo lo contrario de América Latina, donde debemos partir de supuestos diferentes, o más bien contrarios.
En este caso, la deuda es más con la  novela negra de Estados Unidos, que con la europea, basada en presupuestos cartesianos. Personajes como los detectives privados Sam Spade de Dashiell Hammett, o Philip Marlowe de Raymond Chandler, son ellos mismos sórdidos, marcados por el destino como perdedores, inclinados al alcoholismo, y con una visión cínica, o negra, de su propio oficio, y del mundo. Y deben enfrentarse a policías o jueces venales, capitalistas sin escrúpulos, y en general, al peso corrupto del poder.
En la novela negra de América Latina, los detectives, ya sea que trabajen para el estado o lo hagan por su cuenta, deben moverse en aguas infectadas; y como la línea entre el bien y el mal apenas se distingue, tampoco ellos pueden tener clara su propia rectitud de conducta, y no pocas veces terminan contaminándose. Las instituciones están minadas por el poder del crimen organizado, y la policía y las estructuras judiciales han sido tomadas por el narcotráfico. Y los que quieren comportarse como héroes, saben que lo hacen por su propia cuenta y riesgo.
Desde que se presentan en el lugar de los hechos, saben que todo huele a podrido, y que deberán marchar contra corriente, abriéndose paso entre una maraña de trampas. Un camino que conduce al desengaño, y de allí al cinismo, como el zurdo Mendieta, el héroe, o antihéroe, de las novelas de Elmer Mendoza, cuyo teatro de operaciones es nada menos que el Estado de Sinaloa, donde los carteles del narcotráfico son los que definen las fronteras de la ética.
Entonces el género sirve, como en ninguna otra literatura, para retratar las sociedades en que vivimos, como una nueva manera de realismo literario, más eficaz que cualquier otro. O una especie de naturalismo del siglo veintiuno, lo negro, lo sucio, lo descarnado. Destapar el albañal. La novela policiaca se convierte así en un vehículo para contarnos cómo son los países en que vivimos, o para recordárnoslo.
La novela negra se convierte en el espejo de la corrupción transnacional, como la alentada desde Brasil por Odebrecht, por ejemplo; el tráfico de drogas, un negocio también trasnacional, la conversión a ojos vista de no pocos estados de derecho en estados fallidos, o en narcoestados. El pillaje descarado con los bienes públicos, el enriquecimiento ilícito, el dinero fácil, el fracaso de la ley y el arrinconamiento de la justicia al desván de los trastos inservibles. La impunidad.
Cada sociedad tiene la literatura que se merece, o la que necesita. En este sentido, no pareciera sino que la novela negra está destinada a reinar en América Latina.


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