20 de febrer del 2017

Nuestro amigo Javier

[La Vanguardia, 19 de febrero de 2017]

Joan de Sagarra


El pasado martes nos dejó, se nos murió Javier Coma. Javier siempre hizo gala de un gran sentido del humor, lo que me lleva a preguntarme si no escogió esa fecha –la de la humillante derrota del Barça frente al Paris Saint Germain– para burlarse de su famoso “Barça, més que un club”. Mi amistad con Javier se remonta al mes de octubre de 1957, cuando ambos coincidimos en el patio de Letras de la vieja universidad barcelonesa. Yo vengo de Deusto, donde he cursado el primer año de Derecho y allí, en aquel patio, me encuentro con Javier, a punto de comenzar ambos el segundo curso de Derecho. Éramos pocos, pero, como suele decirse, bien avenidos. Nuestro curso era el de Socías Humbert, Sebastià Auger, José María Loperena, Miquel Roca, Lidia Falcón, Ramon Maria Mullerat, Lluís Permanyer, Ramon Cabau… No recuerdo de qué hablamos con Javier aquel día en que nos conocimos. Tal vez de lady Brett, aquella curiosa criatura hemingwayana, o de Charlie Parker, o de aquella chica de largas y hermosas piernas que cursaba primero de Farmacia y a la que ambos le habíamos echado el ojo.Pronto nos hicimos amigos. Javier frecuentaba nuestro piso de la Bonanova, jugaba al ajedrez con mi padre y al bridge con mi madre, y yo el suyo de la rambla Catalunya, donde hacíamos ver que estudiábamos mientras escuchábamos jazz, cuando no nos íbamos al Marfil –Javier vivía a dos pasos de aquella célebre barra– a tomarnos una copa y admirar las queridas de los amigos de su padre, un tipo medio falangista medio british, que había escrito una novelita abominable: Las pecadoras también van al cielo.

El Javier que conocí en el patio de Letras venía del Cine Club Monterols, del que era un miembro activo.Le apasionaba el cine, el cine del gran Hollywood, como él decía,y día sí día no, se tragaba una o dos películas. Vivía en un sitio privilegiado: a veinte,a cien,a doscientos pasos de su casa, tenía el Alexandra, el Kursaal, el Cristina, el Astoria, el Windsor, el Fantasio, el Publi, el Savoy, el Tívoli, el Coliseum… Con él y con José Luis Guarner, otro chico de Monterols, solíamos hablar mucho de cine y juntos coincidimos en los Documentos cinematográficos, donde Javier y José Luis ejercían de redactores jefes (yo firmaba con un seudónimo,un apellido vasco). Los Documentos duraron un par de años y entonces nos dedicamos al jazz. En1958 Javier había fundado con Enric Vázquez, el Jubilee Jazz Club, vinculado al Instituto de Estudios Norteamericanos, un club que disponía de una excelente discoteca, y Javier buscaba un local donde poder ofrecer música de jazz en directo. Y acabó encontrándolo en la plaza Reial: el Tobogán, un bar de tapas que fue, mira por donde, el primer self service que hubo en Barcelona. En el sótano del Tobogán, Javier y los chicos del Jubilee –yo entre ellos– empezamos a montar conferencias y conciertos. Lo inauguramos el 9 de enero de 1960 con un concierto de Tete Montoliu y los Jazz Brothers (los llamados hermanos Hand, del famoso crimen de la calle Aragón). Luego vino el Jamboree de Joan Rosselló. Fue Rossellóquien le pidió a Javier que convirtiese su bar de putas en una boîte de jazz, y fue Javier quien la bautizó.

Hay muchos Javieres, el de Hollywood, el del jazz, el de los cómics, el de la novela negra…
En aquellos años todo esto era visto con una cierta coña por una parte de la intelectualidad catalana, la del patufetismo leninismo, como yo la llamaba, que le recriminaba a Javier su devoción por un tipejo como John Ford. Hoy no hay nadie que le discuta a Javier el importantísimo papel que jugó entre nosotros en lo referente a la llamada cultura de masas. Sus más de 50 libros publicados lo avalan. Una labor que no ha sido reconocida en este país por la cultura oficial. El día en que lo despedíamos, en el tanatorio de Les Corts, Román Gubern, otro loco, otro sabio del gran Hollywood, hablando de Javier, me lo situaba, dentro del mundo del cine, como una figura mundial, de fama mundial. Y sin embargo, ningún conseller, ningún gerifalte de la cultura municipal se dignó a asistir a su funeral.

Durante los últimos veinte años, con mis amigos Juan Marsé, Enrique Vila Matas, John Wilkinson y algunos más, hemos tenido la suerte de charlar y tomar copas (Enrique no, que no bebe) con Javier Coma. En el bar del Majestic, en la terraza del Sandor y últimamente en la del José Luis, y he de confesarles, y espero que mis amigos no me desmientan, que lo hemos pasado muy bien. El sabio, el a veces repelente Javier, nunca dejó de asombrarnos. Como aquel día en que nos puso por las nubes This is the Army, el musical de Irving Berlin que Michael Curtiz llevó al cine (1943) y, ni corto ni perezoso, se nos puso a cantar God Bless America imitando la voz de Kate Smith –aquel día, Marsé y yo nos preguntábamos si el bueno de Javier no sería un agente de la CIA–; o aquel otro, en la terraza del José Luis, en la que Javier nos contó, a John y a mí, lo orgulloso que se sentía de haber formado parte en su juventud de la selecta y escasa lista de chicos de buena familia que habían sido amantes de alguna que otra célebre vedette del Molino. Lo dijo como quien se siente orgulloso de ser miembro del Círculo del Liceo o de asentar sus posaderas en la tribuna del Barça. Javier podía ser un beatnick, pero, al fin y al cabo, seguía siendo un señor de Barcelona o, si ustedes prefieren, un señorito, en el mejor sentido de la palabra. No se dignaron concederle la Creu de Sant Jordi, pero podrían concederle, a título póstumo, la titola de Sant Jordi. La carcajada de Javier desde el más allá, junto a Billie Holiday y Philip Marlowe, podría ser gigantesca. 



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