29 d’agost del 2016

Robert Browning y Jim Thompson. "El amante de Porphyria" en "El asesino dentro de mí"

[Suburbios de Poisonville, 27 de agosto de 2016]

Jerónimo García Tomás 


 El poema de Robert Browning El amante de Porphyria (Porphyria’s Lover, 1842) está considerado como un acercamiento primerizo del autor a la técnica del monólogo dramático que él mismo contribuiría a desarrollar y perfeccionar. Expresándose a través de la voz en primera persona de un asesino psicópata, el poeta se ponía ya una de las múltiples máscaras que utilizaría a lo largo de su obra. La influencia de este procedimiento llegaría hasta nuestros días, teniendo Browning a su heredera más directa en la contemporánea Carol Ann Duffy. Pero antes de Duffy y fuera del ámbito de la lírica inglesa, en 1952, un escritor de novelas policíacas llamado Jim Thompson había dado una vuelta de tuerca al género al otorgar por primera vez la voz narrativa del libro a un personaje que ya no era sólo un representante de la ley sino también un sádico asesino de tendencias psicopáticas: el ayudante de sheriff Lou Ford. En definitiva, Thompson era el primer autor de género negro que utilizaba al supuesto villano de la historia como medio de expresión y que obligaba al lector a seguir la acción a través de sus ojos, su manera de pensar y su particular filosofía de vida. La novela se titulaba El asesino dentro de mí (The Killer Inside Me, 1952), y a pesar de las obvias distancias formales que la separaban de la obra del poeta británico, guardaba más de un elemento en común con aquella.


Los primeros versos de El amante de Porphyria utilizan la fuerza de la naturaleza como un reflejo de los propios impulsos violentos del narrador. Así, hablándonos de la lluvia y del viento que “Desgajó ramas altas de los olmos” y “Hostigó al lago con ensañamiento” (Browning, versos 3 y 4), el poeta está dando los primeros pasos hacia la psique torturada del narrador. De distinta manera pero con intenciones similares, en el primer capítulo de El asesino dentro de mí, Thompson anuncia mediante un ejemplo inocente y pueril la conducta sádica de su protagonista. Antes de abandonar el local donde acaba de desayunar, Lou Ford se detiene a hablar con el encargado, un viejo conocido que se siente en deuda con él. Ford alarga de forma deliberada la conversación sabiendo que el hombre desea despedirse, y lo hace expresamente con la intención de fastidiarlo. Al empezar a hacerlo reflexiona: “Me caía bien el hombre -a decir verdad me cae bien casi todo el mundo-, demasiado bien como para dejarlo escapar” (Thompson 1952:8). Así sabemos que disfruta haciendo sufrir a los demás incluso en minucias cotidianas. Él mismo describe esta característica como un vicio, un placer incontenible, y distingue entre castigar a la gente con pequeñeces y hacerlo de forma más seria: “Me estaba pasando, pero ya no podía contenerme. Castigar a la gente de ese modo era casi tan agradable como del otro, el de verdad. Ese otro modo que tanto había luchado yo por olvidar -y casi había olvidado- hasta que me tope con ella” (Thompson 1952: 9).
Efectivamente, como el fragmento citado indica, Lou es consciente de su problema. Se sabe aquejado de lo que él llama su “enfermedad” y durante mucho tiempo ha tratado de contenerse, de llevar una vida normal, integrado dentro de la pequeña comunidad de la que forma parte. Y, al igual que en el poema de Browning es Porphyria quien viene a despertar los instintos homicidas de su amante, también es una mujer la que actúa de catalizador para que Lou desate su agresividad largo tiempo reprimida. Se trata en este caso de Joyce Lakeland, una prostituta que se he establecido en la localidad y a la que Lou, por orden de su superior, debe pedir que se marche.
Ya de entrada, resultan significativas las diferencias entre el modo en que Porphyria es presentada en el poema y Joyce es descrita por Thompson en su primera aparición. En el poema, el único detalle inadecuado a esa imagen frágil, de melena rubia y hombro blanco y suave, parecen ser los guantes sucios, que simbolizan de alguna manera la mancha moral que el amante implícitamente le atribuye. La belleza inmaculada y virginal de Porphyria contrasta con la vulgaridad maltrecha de Joyce, a la que Thompson tan sólo destaca en el aspecto carnal:
 
“Llevaba shorts de dormir y un jersey de lana; su cabello oscuro estaba enredado como la cola de un borrego, y la cara sin maquillar aparecía abotargada por el sueño. Pero nada de eso importaba. Ni habría importado que saliese de una pocilga cubierta por un saco de arpillera. Tenía todo lo que quería.
[…]                                                 
La mujer media como un metro setenta, no debía alcanzar los cincuenta kilos y el cuello y los tobillos parecían algo más flacos de la cuenta. Pero estaba muy bien. Perfectamente bien. El señor había acertado a distribuir la carne donde realmente convenía” (Thompson 1952:12-13).

Lo mismo podríamos decir acerca de la provocación que ambas mujeres ejercitan sobre sus respectivos asesinos. Toda la lánguida sensualidad de Porphyria se torna en violenta crudeza en el caso de Joyce. La tierna escena erótica del poema, en la que la mujer se entrega al hombre, corresponde, igual que la descripción previamente mencionada, a una visión idealizada construida por el propio amante-narrador-asesino.


“Llevó mi brazo en torno a su cintura
Y desnudó su hombro blanco y suave,
Echando a un lado su melena rubia
Inclinándose luego, hizo que descansase
Mi mejilla en su hombro, y murmurándome
Cuánto me amaba, el oro de su pelo
Esparció por encima” (Browning, versos 16 a 22).

El narrador de Thompson, por su parte, no necesita crearse tales fantasías. Mientras Porphyria incita a su amante a hacer el amor, Joyce Lakeland, después de confundir a Lou con un cliente y de descubrir que realmente es policía y que pretende echarla del pueblo, lo provoca con insultos y golpes, abofeteándole “con tanta fuerza que los oídos casi me retumbaron”. Él trata primero de no perder el control porque “Sabía lo que ocurriría si no me iba inmediatamente, y no podía consentirlo. Era capaz de matarla. Podía volverme laenfermedad” (Thompson 1952:14). Pero entonces ella deja de golpearle y cambia de actitud; se disculpa ante Lou y le pregunta si no le piensa pegar. Al él responder que no, ella se muestra “casi defraudada”, lo que termina definitivamente por romper su resistencia: “Asiéndole de las muñecas con una mano empecé a golpearla con la otra. Casi perdió el conocimiento, pero yo no quería que se desmayara. Tenía que darse cuenta de lo que ocurría” (Thompson 1952: 15).
Después de esto, Lou se vuelve consciente de su falta de dominio sobre sí mismo y se siente “asustado hasta lo indecible, asustado casi hasta el punto de perder la cabeza” (Thompson 1952:15). Pero a partir de ese día ya no puede dejar de visitar a Joyce. La relación sadomasoquista que se establece entre ambos supone para él una entrega a la adicción que tanto se había preocupado por rechazar. Y la responsable a sus ojos de dicha recaída no es otra sino Joyce. Según Lou “Era como si un huracán hubiese avivado un viejo fuego que se extinguía. […] Joyce alentaba lo peor que había en mí, sabía que de no detenerme pronto jamás volvería a conseguirlo” (Thompson 1952: 16).


Para detenerse, a Lou tan sólo se le ocurre hacer una cosa: matar a Joyce. El momento en que anuncia que ha tomada dicha decisión es probablemente el que más recuerda al poema de Browning por la forma en que amor y muerte aparecen estrechamente ligados. Si al amante de Porphyria se le ensancha el corazón “Mientras iba pensando lo que haría” (Browning, verso 35), Lou da un largo beso a Joyce asegurando que ella “no lo sabía pero ya estaba muerta, y sin embargo nunca la había amado tanto como en aquel momento” (Thompson 1952:17). Todavía hay algo en él que se resiste a hacerlo y desea abandonar el plan, pero de nuevo es la provocación sexual de ella lo que se lo impide. Igual que Porphyria, en los versos citados anteriormente, se llevaba el brazo del amante a la cintura, “la mano de Joyce asía una de las mías y la llevaba hasta sus senos, entre temblores y gemidos… y eso me impidió dejarlo” (Thompon 1952: 17).
Joyce y Porphyria van a morir. Ambas a manos de hombres que las hacen responsables de sus respectivas muertes. El amante del poema actúa llevado por los celos y por el sentimiento de humillación y de rechazo que el desprecio de Porphyria le genera. Lou, en cambio, no se siente humillado ni rechazado, sino que culpa injustamente a Joyce de sus propias miserias morales, algo muy típico de los personajes masculinos del universo thompsoniano: “Joyce se lo había buscado. […] Yo no era más cruel que la mujer que me había hecho pasar el infierno para satisfacer un capricho” (Thompson 1952: 41).
En el momento del asesinato volvemos a encontrar la misma diferencia de tono que señalábamos antes. El amante efectúa la ejecución de Porphyria como si se tratara de un paso natural, perfectamente integrado dentro del juego amoroso: “contemplándola,/ Encontré algo que hacer: toda su cabellera/ Rubia, tejida en trenza larga,/ Enrollé por tres veces en su frágil garganta./ Y sí, la estrangulé” (Browning, versos 37 a 41). El utilizar la cabellara rubia de la mujer como soga resulta sumamente significativo: la está estrangulando con el símbolo mismo de su exhuberancia sensual, lo que refuerza la idea del crimen como acto erótico y lleva consigo también un implícito reproche. El amante no tolera que Porphyria exhiba sus encantos y los vuelve en su contra. El asesinato de Joyce es en comparación muchísimo más brutal y no deja el mínimo resquicio a la sutileza:

“La hice girar como una peonza y le di un rápido uno-dos. Salió disparada hacia atrás, hasta chocar con la pared, tambaleándose. Consiguió mantenerse en pie, manoteando, farfullando no sé qué, para casi caer ante mí. Entonces volví a golpearla otra vez.
La estampe contra la pared, pegándole una y otra vez, y era como machacar una calabaza. Dura, al principio, para luego ablandarse de repente” (Thompson 1952:46).


Es evidente que Lou no puede decir, como el narrador del poema, que Joyce “No sufrió. Estoy seguro/ De que no sufrió nada” (Browning, versos 41 y 42). Sin embargo, hay algo que ambos crímenes tienen en común y es la relación entre muerte y sexo. En Browning, el asesinato es para el amante una suerte de sublimación del amor, y en Thompson vuelve a estar marcado por una sexualidad enfermiza; pero está claro que en ambos casos se representa de la misma manera que si se tratase de la culminación de un acto sexual. Después de matarla, el amante besa a Porphyria y recuesta la cabeza de ésta sobre su hombro, “Cayendo sobre él inmóvil, yerta:/ La cabecita ufana, sonriente,/ De tener lo que más ansiaba tan contenta,/ […] ¡Y yo, su amor, soy suyo para siempre!” (Browning, versos 51 a 53 y 55). Ya moribunda, Joyce saca fuerzas para extender los brazos hacia Lou y pedirle un último beso de despedida. Mientras que el amante de Porphyria se declara suyo para siempre y permanece abrazado a ella el resto de la velada, Lou reacciona a la petición de Joyce administrándole más violencia: “Tomé impulso y le lancé un gancho al mentón. Se oyó un cr-aack seco, y todo su cuerpo fue proyectado hacia arriba, para caer otra vez hecho un guiñapo. Y ya no se movió”. Acto seguido, Thompson introduce un detalle escatológico que termina de reforzar el paralelismo entre la agresión y el acto sexual: “Limpié los guantes en su cuerpo; la sangre era suya y le correspondía por derecho” (Thompson 1952: 46).
A partir de ese momento, Lou tendrá que asumir y aceptar su condición de psicópata. El amante de Porphyria se convence de haber obtenido su amor, habiéndola destruido para siempre; pero Lou no puede autoengañarse, por mucho que lo desee. Se sabe enfermo y ningún sentimiento romántico puede ocultar o justificar eso. Podrá engañar a los demás, llevando la máscara a la que ya se ha acostumbrado, pero no a sí mismo. Aunque intente convencerse de que “Al librarme de ella me había librado de la enfermedad” (Thompson 1952: 70), matar a Joyce sólo la habrá hecho todavía más fuerte, y más adelante le empujará a cometer nuevos crímenes. Sólo hacia el final del libro reconocerá que “No había tenido miedo de perder el control si seguía con ella. Ese control lo había perdido ya antes de tropezar con ella. Fue una cuestión de azar. Porque cualquiera que me recordase la pesada carga de mi conciencia, […] moriría” (Thompson 1952: 182).


Además, se habrá dado cuenta de que eliminándola ha eliminado también a la única persona con la que no necesitaba llevar la máscara, “la única a quien podría contárselo, que me habría comprendido. Pero ella ya no estaba” (Thompson 1952: 91). Lo que lo ha dejado solo, con la obligación de ser quien no es y de seguir aparentando ante todo el que lo rodea.
Jim Thompson aprendió bastante acerca del arte de llevar máscaras. Tras dos primeras novelas de inspiración autobiográfica que no habían logrado atraer mucha atención, el autor se había resignado a escribir literatura criminal como medio para ganar dinero y sacar a su familia de la pobreza. Frustrado al principio por este hecho, aprendería pronto a hallar un equilibrio entre las exigencias temáticas que las editoriales le imponían y las preocupaciones personales que desde el principio pretendiera volcar en su trabajo. Lo cierto es que, muy probablemente y a su pesar, Thompson logró reflejarse con mayor sinceridad y honestidad haciéndolo indirectamente que de la manera explícita en que lo había hecho en sus dos primeros libros, más afectados estos por una necesidad de autojustificarse y de construirse una imagen demasiado complaciente consigo misma. Así, paradójicamente, las máscaras le darían la libertad para poder mostrarse más desnudo, e igual que Browning lo hiciera a través de Andrea del Sarto o de Fra Lippo Lippi, Thompson ahondaría mejor en su propia personalidad vistiendo la piel de personajes como el Roy Dillon de Los timadores (The Grifters, 1963) o el Nick Corey de 1280 almas (Pop. 1280, 1964). O, ¿por qué no?, el psicópata Lou Ford.
Previamente a El asesino dentro de mí, el autor había efectuado una suerte de borrador en Sólo un asesinato (Nothing More than  Murder, 1949), su primera novela policíaca, también narrada en primera persona por un hombre que terminará cometiendo un crimen. Pero Sólo un asesinato, variación del clásico tema del triángulo amoroso tan repetido en la novela negra desde El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1934), de James M. Cain, no suponía una propuesta tan original como la historia de Lou Ford. Lo cual no quiere decir que con El asesino dentro de mí Thompson llegase todo lo lejos que podía llegar. Otro rasgo que la novela comparte con El amante de Porphyria es su condición de obra inaugural. Browning perfeccionaría su uso del monólogo en poemas como Mi última duquesa o los dos que acabamos de citar; Thompson partiría de los logros ya alcanzados para, o bien explorar sus inquietudes formales lanzándose a la experimentación en la celebrada Noche salvaje (Savage Night, 1953) o en Un infierno de mujer (A Hell of a Woman, 1954), o bien ahondar en su personal visión pesimista del mundo en su obra maestra 1280 almas.

Bibliografía:

BROWNING, Robert, Poemas escogidos. Traducción: Salustiano Masó. 1989. Madrid. Ediciones Endimión. 1992.
THOMPSON, Jim, El asesino dentro de mí. 1952. Traducción: Paco Ignacio Tabio II. Madrid. Ediciones Júcar. 1988.



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