9 de febrer del 2016

‘El dragón de Shanghai’, la novela negra del mayor escándalo de China

[Público, El ojo y la lupa, 9 de febrero de 2016]

Qiu Xiaolong recrea en Visado para Shanghai (Tusquets), la más reciente novela de la serie del inspector jefe Chen, el principal escándalo de corrupción al que se ha enfrentado China en muchas décadas. Por si a alguien le quedaba alguna duda sobre el paralelismo, los nombres de los dos ‘príncipes’ implicados (herederos de los dirigentes históricos  comunistas) se parecen extraordinariamente a los de los protagonistas del embrollo real, que terminaron excomulgados, juzgados y condenados a cadena perpetua: Bo Xilai y Gu Kailai (Lai y Kai en la ficción). Tampoco cuesta relacionar al norteamericano Daniel Martin de la novela con el británico Neil Heywood real, cuyo asesinato desencadenó los acontecimientos que, mediante redes sociales, impidieron al máximo poder actuar con la discreción grabada a fuego en su ADN y que le suele llevar a lavar los trapos sucios en familia. Como personaje marginal, está el hijo de la pareja, estudiante en una universidad de la Ivy League norteamericana, beneficiario directo de la corrupción y causa involuntaria e indirecta de los delitos y pecados de sus influyentes padres.
Otros escándalos reales planean por las páginas de El dragón de Shanghai, desde los contratos para suministrar mobiliario a los trenes de alta velocidad de diez veces su valor a la utilización de cerdos muertos para fabricar salchichas, lo que a la postre provocó que miles y miles de ellos acabasen en las ya de por sí muy contaminadas aguas del río Huangpu.
Con todo lo escrito (y ojalá que leído), queda claro que el principal aliciente de la última novela de Qiu Xiaolong no está en lo que éste se inventa, sino en lo que recrea. En cualquier caso, Visado para Shanghai se inserta en una serie que ayuda a entender los mecanismos de las estructuras de poder, de la tradición y de la modernidad –que con frecuencia chirrían porque no acaban de engranar- que condicionan la vida cotidiana de los chinos y cuyas convulsiones tienen una incidencia cada vez mayor en el resto del mundo. Hasta tal punto cobra ya el Imperio del Centro una importancia creciente y acorde a su enorme potencial humano y económico.
Anteriores entregas de la serie del inspector jefe Chen se atrevían a cuestionar la figura del Gran Timonel, como en El caso Maoo destacaban el valor delintercambio de favores como un activo clave para prosperar. En la última, este peculiar inspector, despojado de sus funciones policiales con una patada hacia arriba, se enfrenta al mayor desafío de su carrera y a una lucha desesperada por sobrevivir.
Se inspira en un proverbio de la ópera de Suzhou: “No persigas de forma demasiado implacable al enemigo que está desesperado”. Él es esencialmente honrado pero, más que cuestionar o combatir el sistema, intenta adaptarse a él, y defenderse de él cuando no le queda más remedio sin renunciar a su integridad, utilizando las mismas artimañas, con una extraordinaria habilidad para navegar por aguas turbulentas y por sacar partido de la cadena de agradecimientos que ha ido forjando durante décadas.
En esta ocasión lo tiene más difícil que nunca. Le cuesta mucho identificar la amenaza, incluso tarda en darse cuenta de que sin pretenderlo se ha convertido en el objetivo de una red de corrupción y una lucha por el poder que implica al secretario general del partido comunista en Shanghai, aspirante a llegar a lo más alto y que encabeza una fracción supuestamente izquierdista que rescata buena parte de la retórica de la Revolución Cultural, incluyendo la imposición de que se difundan al máximo las viejas canciones rojas.
Con la ventaja que le da vivir en Estados Unidos —es profesor en la Universidad de San Luis— Qiu ofrece un retrato desolador de su país de origen, en el que, como asegura otro antiguo proverbio, “salvo el par de leones de piedra ante la entrada de la residencia nadie está limpio” y la sociedad está corrompida hasta la médula, incluido el partido comunista; donde “todos los cuervos son igual de negros bajo el sol y los funcionarios se protegen mutuamente”; donde nadie puede estar seguro de que mañana conservará la fortuna que hoy tiene. Como cita a Chen un bolsillos llenos amigo suyo: “Un vendedor de la dinastía Quing decía que, en la cima del éxito, quizá tengas montañas de oro, pero el emperador puede quedárselo todo de la noche a la mañana sin molestarse en decir que está en deuda contigo. Así era China, entonces y hoy”.
Chen vio a su padre, durante la Revolución Cultural, “quebrantado bajo el peso de la pizarra que llevaba colgada al cuello y proclamándose culpable repetidamente como un gramófono estropeado”. Eso le marcó, le hizo ser fundamentalmente honrado y estimuló su instinto de supervivencia, que ahora le está a punto de fallar porque no sabe de dónde le vienen los golpes. Cuando lo averigua casi es peor: el enemigo es demasiado importante, está demasiado alto para que el sistema permita su caída. Pero no hay regla sin excepción. Y para conocer el desenlace, no hay que llegar hasta el final de la novela: basta con recordar lo que le ocurrió alpríncipe Bo Xilai y a la princesa Gu Kailai.
Por supuesto, no hay que leer una novela ambientada en un país lejano para encontrar similares montones de basura. La de aquí apesta en cuanto se enciende la televisión o se hojea un periódico. Pero, qué quieren, hoy tocaba hablar de China.


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